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Chokhmah


Chokhmah, como se hacía llamar, se encontraba recostado sobre su lado izquierdo en dirección a la única ventana, una que permitía admirar la variedad de jazmín que crecía sobre la estructura del edificio y el nido de gorriones que reposaba oculto entre las aromáticas flores.

Chokhmah era un jovencito de catorce años y estructura corporal afectada por los problemas de salud que lo aquejaban desde que nació. Los constantes tratamientos médicos no le permitían dejar crecer su cabello negro y enrulado. Su piel y ojos eran color marrón claro. Si un escultor trabajara basado en su figura, invertiría tiempo especialmente en destacar la asimetría de su rostro y ubicaría la obra en la posición adecuada para resaltar la ausencia de tres dedos en la mano derecha, que el niño perdió tras una complicación infecciosa en sus reiteradas visitas al quirófano. Tenía una forma particular de expresarse. Era una persona de pocas palabras, ajustadas y cargadas de reflexión. Repetía, a menudo, que aquellos que mucho tienen para decir, poca voluntad tienen de hacerlo. Sus facciones no manifestaban emociones ni sentimientos, sin embargo, los percibía con la precisión de un poeta.

No siendo mi especialidad la medicina, debo disculparme por no tener la capacidad de describir con precisión el historial médico de Chokhmah. Puedo, de todas formas, destacar que la serie de complicaciones de salud tenían que ver, en su mayoría, con enfermedades crónicas, muchas de ellas sin tratamiento categórico. Imagine tener que interrumpir súbitamente cada emprendimiento porque su salud le obliga, imagine no poder dedicarse enteramente a lo que desea, teniendo que ceder sin excepción a los límites que su cuerpo le impone: así de frustrante era la vida del niño. Su día a día se caracterizaba por lecciones de educación hospitalaria intermitente, más tiempo compartido con profesionales de la salud que con mamá y papá en sus visitas esporádicas, y un mundo reducido a lo que alcanzaba a ver por la ventana o tenía a disposición en la habitación.

Como resultado de esta condenada suerte, Chokhmah había aprendido a valorar aquellas cosas que la mayoría de la gente no valora. Había aprendido a brindar atención a lo que verdaderamente merece interés, en lugar de a frivolidades.

En el caso de este niño, sus intereses fueron determinados casi por descarte. No podía disfrutar de dar largos paseos con amigos, hacer turismo, jugar libremente, practicar un deporte o saborear comidas que se aparten de una estricta dieta recetada. Su familia tampoco contaba con el dinero suficiente para llevarlo a presenciar algún espectáculo con las comodidades necesarias, o comprarle objetos que pudieran llamarle la atención. Todos los ahorros debían ser invertidos en los interminables tratamientos que prolongaban su vida, que, por cierto, ya se extendía un año más de lo que inicialmente había sido diagnosticado por los médicos.

El método que había resultado más exitoso, hasta el momento, le había permitido desenvolverse independientemente por dieciséis días y medio, el período más largo que pudo disfrutar sin asistencia médica. A un altísimo costo que obligó a su familia a contraer deudas impagables, el niño había sido trasladado, con su madre como acompañante, a un reconfortante chalet de montaña ubicado muy lejos de cualquier rastro de civilización. Allí, en comunión con la naturaleza y con un mínimo de asistencia médica de la cual prescindió apenas el segundo día, Chokhmah logró sentirse como nunca había experimentado en su agónica historia.

Sus pulmones se saciaron, por primera vez, sin depender de artefactos creados por el hombre. Cada uno de sus sentidos florecieron como si alguien lo hubiera destapado a la percepción. El niño alcanzó a ver colores que nunca podría haber imaginado, logró percibir delicadas fragancias que se grabaron en su memoria y la poca experiencia de sus oídos no fue impedimento para disfrutar de cada sonido salvaje que lo rodeaba. Tan seguro y libre se sentía, que, tras rogarle a su madre que se lo permitiese, por la tarde salía a caminar descalzo por el prado. Las cosquillas que le provocaba el césped, le dejaban grabada una sonrisa que se sostenía durante cada inolvidable paseo.

El pequeño logró desarrollar una especie de conexión íntima con las plantas, animales y cada partícula que lo rodeaba. Casi milagrosamente, la larga lista de alergias que lo castigaban con frecuencia, quedó en el olvido. Así, de manera espontánea, encontró sensaciones comparables a las que describiría un maestro de la meditación trascendental.

Las vacaciones en su paraíso, sin embargo, no podían ser permanentes. Entendió que su familia se estaba quedando casi sin recursos y que no podían hacer más esfuerzos para prolongar este tipo de tratamiento, cuando su madre rompió en llanto durante un picnic debajo de un peral. Lo que sucedió el día siguiente es una muestra del poder que ejerce la mente sobre el cuerpo: la ansiedad condujo a Chokhmah a una alarmante crisis respiratoria, que terminó por acelerar su regreso a la ciudad y pronta hospitalización.

El niño, consciente de que cada segundo extra de vida era una especie de regalo sorpresa y divino, quería despegarse definitivamente de sus miedos, angustias y rencores.

 

Autor del texto y la imagen: mX

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