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Julieta quería ser médica


La idea me pareció estúpida en su momento, pero igual acepté. Cuando Julieta llegó con esa cajita de mierda, apenas si dejé de mirar la pantalla. Era uno de mis capítulos favoritos. Claro que ya lo había visto, pero Julieta no tenía forma de saberlo. Era lo que hacíamos siempre, una especie de juego estúpido e infantil. Yo la ignoraba sabiendo que eso la hacía odiarme, y también calentarse mucho.

Así que mientras se sacaba la ropa y dejaba la caja en la mesa, yo me acomodaba a mis anchas en el viejo sillón. Ella vino hacia mí, ya desnuda, enfurecida y jadeante, con la espalda sudada y el abdomen perlado, grasiento y fatídico, los pechos firmes como puños. Insultándome en voz baja, me desabrochó el cinto y la bragueta del pantalón. Con suavidad, tomó mi verga metiéndosela completa en la boca. De a poco, aumentó el ritmo, succionando cada vez más fuerte, a medida que se endurecía.

Solté el control remoto. La tomé suavemente de la cabeza, obligándola a apartarse un poco, pero apenas si retrocedía y ya volvía a tragárselo con voracidad. Le tiré con fuerza del pelo y pude ver sus ojos en blanco, sus espasmos y las ligeras contracciones de sus músculos. Me clavó las uñas en el nacimiento de los testículos y di un largo alarido. Ella reía y no dejaba de lamer, de manosearme las pelotas, las piernas y el culo. Siempre era así con Julieta, cogíamos con desesperación, como niños hambrientos o como dos náufragos que se encuentran en una isla desierta. Solo que no había isla, ni éramos náufragos, ni niños, ni nada que se le parezca.

Algo que no dije y que quizás sea bueno mencionar ahora, es que Julieta quería ser médica. Pero no de cualquier tipo, si no médica forense. Cursaba medicina en la universidad y le faltaban apenas unos meses para recibirse.

Viviendo conmigo, ahorraba para cuando le toque hacer la residencia y después poder establecerse un poco. O al menos, es lo que repetía las pocas veces que hablábamos, porque el resto del tiempo, o cogíamos con desesperación, como ya dije o nos drogábamos, mirábamos televisión o salíamos de fiesta con sus amigas. Tenía 27 años y un exceso de energía que la volvía una bomba de tiempo, una navaja abierta en la mesa de luz, un manojo de nervios y ansiedad constante. Aun así, era inteligente y tierna, por momentos. Y aparte de unas piernas afiladas, tenía unos labios carnosos e inquietos.

Yo tenía este departamento heredado de mi abuelo y un trabajo en el Estado Nacional, también heredado, pero de mi padre muerto. Cuando me aparecía por el Ministerio algún día de la semana, no tardaban en mandarme de vuelta a casa, diciendo que no hacía más que molestar y entorpecer sus asuntos. Como nunca me gustó generar conflictos, me iba en silencio, sin saber muy bien que hacer con el resto de la mañana. Por lo general, terminaba tomándome un café o una ginebra el algún restorán y volvía a casa a tirarme frente al televisor, mientras me decía que me importaba un carajo todo. Que bien podían irse a la mierda todos sus expedientes y sus firmas, sus burócratas, sus jefes de oficina y sus ministros y toda esa banda de inútiles subordinados. Siempre y cuando me depositaran el sueldo a fin de mes, claro.

Volviendo al relato: Julieta seguía chupándomela con fuerza. Y tan duro, que tuve que pegarle un par de cachetadas. Lo que solo parecía lograr el resultado inverso: se excitaba más y redoblaba la violencia de la succión. Volvió a clavarme las uñas y volví a gritar, diciéndole que acabaría enseguida, que ya no podía aguantar más.

En ese instante, Julieta se arqueó como un gato endemoniado. Fue hasta la mesa, sacando algo de la caja metálica. No supe que era porque lo trajo escondido y en ese momento lo único que me preocupaba era acabar y me frotaba la verga tiesa y enrojecida. Supuse que era algún juguete, alguna de las ideas de Julieta a las que estaba acostumbrado. A mis 43, aceptaba con gusto que Julieta me metiera pequeños consoladores, algunas argollas en los testículos o que me azotara con látigos de cuero y cosas por el estilo.

Cuando volvió, yo estaba mirando la televisión mientras me masturbaba intentando llegar al orgasmo. Julieta se hincó y fue ahí que sentí un pinchazo y de a poco, fui perdiendo la sensación del cuerpo. No es fácil de explicar, pero se trataba de una especie de parálisis general. Intenté gritar, quise girar la cabeza para buscar los ojos de Julieta, pero me era imposible. Con el rabillo del ojo pude ver que iba de nuevo hasta la mesa.

Lo que sigue es el final de este relato: Julieta volvió con un escalpelo y con mucha ternura, con una suavidad que nunca antes le había visto, fue cercenándome la piel de las pelotas. Y mientras esto sucedía, Julieta seguía chupándomela, tan duro como antes. Hasta que por fin, el suceso mágico tuvo lugar: acabé en su boca entre un gran revuelto de sangre, mierda y semen.

Ahora entienden cuando digo que la idea me pareció estúpida en su momento, pero igual acepté.

 

Autor: Paulo Neo

Nació en noviembre de 1980, en Santa Cruz, Argentina. Ávido lector, desde los 13 años escribe canciones. Durante más de una década hizo música y radio. Algunos de sus textos participaron de antologías publicadas en España. También ha colaborado en diversos medios de Argentina, Perú, Colombia y México. En el 2015 publica Microficciones Ilustradas a través de la Editorial Libris, libro que cuenta con ilustraciones del artista plástico mendocino Andrés Casciani. Escribe quincenalmente para la revista mexicana Apócrifa Art Magazine de México y colabora con el sitio web De Inconscientes de Argentina. Actualmente se encuentra trabajando en un próximo material llamado Amor sonámbulo, a publicarse en breve en Estados Unidos, México y Colombia.

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