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Tokio Express


Permanecemos a la espera de que el Tokio Express concluya su recorrido giróvago, se detenga en la estación, exhale, repose, reposte y se anuncie su próximo viaje. Mi madre, mientras tanto, mira de reojo a las otras madres: sus piernas. Trepa por las trenzas de sus medias. Sigue más arriba, hasta los humedales, por si descubre algún indicio de masculinidad oculta, sospechándola, tal vez temiéndola. Descarta intercambiar palabra alguna con esas harpías. Es como yo, pero en niña: una niña triste y muda. Nos encontramos en medio de una explanada grande, rodeados de piedras que mordisquean los pies. Algún viernes por la tarde me trae hasta aquí, para viajar en el Tokio Express, que es un tren descapotable. Mientras tanto, en lo que dura el viaje, prefiere demorarse en las demás madres.


Empiezo a ser demasiado mayor para esto… A pesar de ello, me sigue gustando y me sigue trayendo. Supone un aliciente semanal para ambos, por la sensación de movimiento. El recorrido consiste en treinta metros de vía estrecha y redonda que empiezan y terminan sobre sí mismos, diez al aire libre y el resto dentro de un túnel terrorífico. Viernes. Hace sol. Un viernes con gran protagonismo del astro rey. Es un sol que pesa, derrite las piedras y mancha los calcetines. Esas señoras no paran de hablar entre ellas. Abren mucho la boca, y gritan. Los rayos les fríen los intestinos; por eso a las madres, en general, les huele tan mal el aliento. La mía es limpia y pura: desprecia la frivolidad de las demás. Míralas… van medio desnudas, como ofreciéndose al jefe de estación, como si estuvieran dispuestas a dejarse sobar por él los muslos y el pecho. A la mía no le interesa el sexo, por considerarlo siempre opuesto y contrario a su sensibilidad. Consciente de su poder, el jefe espera en la parada y aborda con indolencia su labor supervisora, recostado sobre la valla y rascándose el cuerpo entero. Queda tiempo hasta que termine este viaje y comience el siguiente. Nos aproximamos a la cabina de las fichas, conmigo colgando de su mano. Pide seis. Las pide un poco más alto, aunque sigue siendo bajo. Acostumbra a hablar bajo porque teme ofender. La música de los altavoces no permite que se la comprenda. Vuelve a pedir seis viajes y ahora sí que la escuchan. Tiene la cara muy roja. Baja la mirada hacia las piedras. Es incapaz de distinguirlas porque se han derretido. El calor es mucho y la calor también mucha. La mujer que vende las fichas es sorda y se jacta de ello: “¡Estoy un poco sorda!”. Nadie más que yo tiene la gentileza de preguntarle, cada vez que venimos, por la salud de los geranios que engalanan su roulotte. Sabe apreciarlo y me premia con alguna ficha extra. Ella es quien pone la música. Obras escogidas, en un radiocasete descolorido, lleno de huellas antiguas, conectado a dos grandes altavoces. Todavía soy demasiado pequeño para distinguir si la señora es un fantasma o la misma muerte, pero parece buena. “¡Última llamada a todos los pasajeros del Tokio Express!”. Interrumpe la música para imponer su voz a la concurrencia.


Regresamos al andén imaginario, del otro lado de las vallas. Hay al menos seis niños esperando para montarse, el inicio del siguiente viaje. Bien contados, suman más de una docena. Las otras madres son unas inconscientes por exponerlos a tal sofocación. A mí me traen con gorra. Los miro muy poco, tan apenas. Los niños me dan asco. La explanada está rodeada de atracciones con forma de espejismo. No veo a ningún padre. Se han quedado todos en sus bloques grises sobre el mar y se los van a comer las ballenas, como se descuiden, porque son de madera. Aquí estamos todos sus hijos, con nuestras madres medio desnudas: unas guarras, en su mayoría, menos la mía que es tonta.


Llega el momento de las despedidas. Prométeme que volverás sano y salvo, hijo. Te lo prometo, madre. Es un tren descapotable. Me cubre por la cintura. Cinco vueltas la ficha. Por megafonía, se escucha el sonido de treinta vagones. Son efectos especiales, que dotan de ampulosidad a la atracción. Vagones reales hay cinco. Siete menos cuarto. Diez años. Mil novecientos ochenta. Mil setecientos setenta, a los efectos del alma. ¿Llegaré a tener treinta años? Lo dudo mucho. Empezamos a dar vueltas. Yo ya no tengo padre. Al final, debió de morirse. Debió morirse antes. Como casi no tengo memoria, casi no puedo acordarme de él. Le atropelló un tranvía. Fue violentado por quince temporeros del melocotón. Se atragantó fatalmente comiendo hierba. Una lombriz le mordió la tibia y le produjo una osteomielitis letal. No recuerdo bien. Era algo pequeño, un poco más que ahora. El hecho es que el tren se desplaza demasiado despacio. Pasamos por segunda vez bajo la cólera del sol. Diviso a mi mamá, allí plantada, como una estatua de leche agria. Los demás niños llenan los vagones, se amontonan. Yo voy solo en el que cierra el convoy porque a mí me da la gana y porque me lo puedo permitir. Percibo que en esto consiste mi destino y me amoldo a ello. No me interesa su compañía. Sudan como puercos y además se ríen mucho. Hay algo que me extraña en todos ellos, en sus cabezas. Se lo pregunté un día al padre Andrés y me explicó que este género de niños (por calificarlo de algún modo) eran niños tonsurados. Algo similar a una moda. Una costumbre en boga en algunos colegios pedagógicamente avanzados. Es (en su criterio de cura con lecturas y, por tanto, contestatario) una manera suave de decapitarlos, de limitar su individualismo, para que no corran el peligro de pensar, lo que sería nocivo para ellos. Hasta ahora, mi madre se ha resistido a tonsurarme, pese a la insistencia de los orientadores en que sería lo más juicioso dadas mis circunstancias. En el tercer giro me fijo en un anciano apoyado en la valla que rodea el territorio del tren. Mira el culo de los niños y se limpia la boca con un pañuelo de tela. Estaba viéndonos viajar el viernes pasado. Es el mismo que, cuando salía, antes de volver a los brazos de mi madre, al descuido, me invitó a jugar algún día en su casa. Pienso ir. Más allá, sentada en un banco próximo, una loca de los gatos fuma y mira con el alma en vilo. Las colillas han formado una montaña que le cubre las rodillas, como una manta de cuadros que huele a agua caliente. No me gusta ninguna de las niñas con las que comparto este viaje. Me espera una niña en el tiempo que todavía es barro en las manos de su creador, a la que llamaré… Estúpida Gusana. La esperaré. Me casaré con ella.


Llegaremos a enamorarnos decididamente, a decírnoslo con insistencia. Demasiado fácil… Demasiado poco. Eso sólo pasa en las películas, donde la gente habla y gesticula en demasía. Haremos algo mejor: seremos buenos. Nos caeremos bien. Nos seremos propicios. Sonreiremos bajo y a la vez, sobre las mismas cosas. Leí un cuento coloreado donde decía: “Amor sin teatro: algo tan difícil como la paz sin pregones ni pregoneros”. Llegamos al túnel. Huele a pis. Los ojos de los niños se vuelven verdes en la oscuridad. Las rocas de cartón, rechinan. Alguien se mueve al fondo. Soy el primero en verla, puede que el único. Son la bruja mala y su sombrero. Es Su Alteza entre tinieblas. Hace acto de presencia tras varios giros, para que nos confiemos y creamos en la placidez del viaje. La bruja mala es delgado y alto. Nos espera con la escoba en ristre. Lleva sin carne algunos trozos de la cara, de manera que se le ven los huesos. La bruja es un viudo que vivía con sus cinco perros. Una noche estuvieron a punto de cenarlo y desde entonces se aprovecha de su imagen residual para subsistir. Hace como si gruñera cuando pasamos a su lado. Lo que llegamos a oír es un pez llorando en su estómago. Despeina a los niños y araña a alguno. A mí todavía no me ha visto. Ocupo el último vagón. Me libro por poco, por su falta de tesón y de compromiso con la maldad.


Al salir del túnel, los niños ya no tienen ojos. Las lágrimas se les pierden por los agujeros y se quedan secos, con mucha sed. Han perdido la noción del tiempo. Escuchan embobados la música de los altavoces, un tema incidental, que subraya el final de la persecución. Allí, nada más salir, vuelve a estar el sol: un rectángulo, un lingote de oro en un paisaje duro de algún pintor raro. Una araña gigante cruza el cielo más radiante del mundo. Sus patas están llenas de curvas y pelos de alambre. Hace lo posible por no caer más bajo, con su gracioso cuerpo de gordo bigotudo. Disfruto de este cielo pintado del desierto. Volvemos al túnel. Han transformado su interior en una selva acechada por brujas y bestias que parecen reales. Nuestra bruja se ha escondido tras una palmera para sorprendernos de nuevo. Así voy gastando mis fichas en los distintos mundos, que se transforman en cada giro. Cuando salimos al sol tras el último, nos reencontramos con nuestras madres, ocultas tras sus gafas de estrellas de incógnito. Desaceleramos. Todo parece inmóvil, menos el Tokio Express. Fin de trayecto.


Mamá toma mis mejillas entre las palmas húmedas de sus manos y sonríe con esos anodinos ojos marrones que no llego a ver, ocultos tras sus lentes ahumadas. Me acoge entre los ruidos y personas que nos rodean, personas ruidosas, más ruidos que personas. Las manos se le derriten y se quedan pegadas a mi piel como mermelada. Se disipa lo circunstante. Sólo quedamos ella y yo. Ya no hay ruido de personas o cosas, ni un solo ruido en el desierto.


Se hace de noche y no hay luna en el cielo negro. El espejismo mengua sobre la arena. Regresamos a casa. Mamá y yo giramos la vista hacia la estación para despedirnos hasta la próxima: para eso se construyen las estaciones. Los empleados se transforman en granos de arena y el magnífico tren descapotable, iluminado, tirado por su locomotora, se dirige a las estrellas, donde moran los que se supone que se preocupan por nosotros.


Acostado, antes de mojar las sábanas, me da por temer que jamás será mañana. Si esta noche soñara, si alguna noche me diera por soñar, lo haría con las tragedias que me acechan, metidas en globos feos. No serían pesadillas absolutas, terminales, ya que irían prendidas de un débil hilo de esperanza.


 

Autor: José Romeo


Publicaciones del autor

- 2.022. Publicación del relato titulado “La reanimadora rusa” en la revista literaria on line “Letralia”.

- 2.022. Publicación del relato titulado “La reanimadora rusa” en el libro de relatos “Stela de misterios”. Editorial Stela literaria.

- 2021. Publicación del relato titulado “Visita guiada” en la antología del “I concurso de relatos Ángel Sanz Briz”. Editorial Uno.

- 2.022: Finalista en el “II Certamen de Relatos Stela Literaria” con el relato “La reanimadora rusa”.

- 2021: Accésit en el “I Concurso de Relatos Ángel Sanz Briz” por el relato “Visita guiada”.

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