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Solitario sagitario


La primera acuariana que conoció en su vida fue durante una misa en Santa Rosa, el 29 de noviembre del año 62. La liturgia había estado a cargo del párroco con el que también tuvo amoríos. La chica había resultado ser una ninfa del bosque; el párroco, un libra. Ambos, perfectos complementos para un sagitario como él: un triste aventurero que recorría viejos caminos de México en su afán por llegar hasta América del Sur.


¿Qué tanto arderá?, se preguntó al dar un último vistazo hacia atrás mientras huía. La sola idea hizo que se le regaran calores por todo el cuerpo, provocando que quisiera desnudarse violentamente para deshacerse de ellos, tal como lo hacía con él y con ella, con sus dos amantes, en diferentes espacios y horas. La ninfa siempre prefería amar de noche, cuando toda la vida se evaporaba en sueños y los ojos de los árboles se volvían de corteza otra vez; por el contrario, al párroco le gustaba hacerlo por la mañana, entre un servicio y otro, cuando el celibato era insoportable y los ojos de los Santos estaban más abiertos que de costumbre. Se trataba de una dicotomía apasionante, una que había decidido no entender, sino disfrutar. Dejarse llevar. La lógica estaba descartada, puesto que la había dejado abandonada, enterrada en el jardín, justo cuando su viaje inició unos meses atrás, con unas cuantas monedas en el bolsillo y a unas horas de que fuera echado de su último empleo, el más mierda de todos los empleos en el mundo–había considerado–, pues las oficinas, además de ser los nidos donde la burocracia pone sus huevecillos, son también su patio y mausoleo…


Y la flecha de un sagitario no fue hecha para dispararse contra la pared. Ni su arco para estar cerca de un corazón encarcelado por camisas, sacos y corbatas de motivos infinitos. Porque, aunque su torso pertenece al de los humanos, su parte baja, donde radica el deseo, es de la naturaleza; mitad persona, mitad animal.


Es sagitario, y no géminis, la verdadera víctima de la dualidad en el zodiaco.


Y así como ama, odia. Y así como ríe, llora.


A veces, desea estar en la ciudad, convertirse en un ser acunado por placas de concreto caliente y disfrutar de las bendiciones que da el dios negro, el más volátil de todos, cuya combustión perpetúa la vida de las máquinas; otras, desea correr desnudo por el campo, nadar en estanques repletos de nenúfares y dormir entre las raíces descubiertas de algún cedro.


Nadie comprende su sufrimiento, por eso lo hace a solas, casi siempre a escondidas. Soporta por momentos un tipo de vida, después la otra. Así sucedió el tiempo en que se permitió estar detrás de un escritorio, hibernando entre anaqueles y archiveros, contemplando el mundo sólo a través de las hojas de un calendario que colgaba frente a él, y que mes con mes daba nuevas sobre Brasil: éste se volvería su destino.


Pero el de él… ¿cuál será?, debe ser el paraíso. Si yo me dirijo hacia uno, que él haga lo mismo, meditó; pues, aunque le costó más tomarle cariño al párroco que a la ninfa, luego de dos botellas enteras de la sangre de Cristo lo amó como a nadie. Recostados en el altar, desnudos y a plena vista de todos los Santos, de su yeso templado por el amanecer; transfigurándose en los labios del párroco mientras éste le degustaba todas las partes del cuerpo… Ahí lo quiso. Y por eso, al saber que no había nada que él pudiera hacer para ayudarlo, se le comprimió el corazón.


Ojalá supiera cómo disparar su flecha, pero no lo sabía; en algún momento aprendería, pero no ahora, cuando ya dejaba atrás a Santa Rosa, a sus verdes rincones, a sus noches húmedas con olor a hierba buena y a su gente temerosa, reacia a los ideales que inundan el mundo, ignorantes de lo que ocurre en su país y que sólo conocen fragmentos procesados gracias a las radios que unos pocos en el pueblo poseen.


Los hombres en Santa Rosa se dedicaban al campo; las mujeres, al hogar y a la iglesia, eran ellas quienes llenaban las butacas en cada servicio, enfundadas con vestidos nacidos de sus manos y velos de encaje sobre sus cabezas.


Todas cubrían sus cabelleras, menos la ninfa.


Incluso él, al descubrirla esa mañana de noviembre durante la misa, creyó que, en sus largos caireles castaños –que bañaban su espalda y hombros– descansaban florecillas y hojas frescas del monte; aderezando esa afrodisiaca imagen que la alejaba de cualquier favor humano. La joven tenía un porte libre, despreocupado, que hacía que durante todas sus visitas al pueblo nunca le importara que las mujeres la miraran como estiércol de ganado, como a una moderna Magdalena, como un inesperado eclipse asesino de cultivos… o eso, si es que no la consideraban la oscura reencarnación de Llith y nada más.


Para el sagitario, la contemplación de su primera acuariana resultó insoportable y quiso devorarla de inmediato. Ésta, al igual que el párroco, poseía una tez trigueña apetecible, que brillaba como un suave ópalo bronceado; su mirada era la de un par de luciérnagas; y su figura, ágil y atractiva como la de una pantera; ambos parecían descender del mismo reino, portando la eterna claridad del Sol en sus sonrisas. Ella reflejaba plenitud pura, moviéndose y hablando como si se tratara de nubes, de ventiscas, de pequeñas dosis de cada estación en un solo cuerpo: primavera, verano, otoño e invierno. Él supuraba paz, realmente disfrutaba predicar la palabra del Señor como oficio, y su lengua lo demostraba al danzar cada vez que leía su versículo favorito en Hebreos: "con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre que ha heredado."


¿Dónde están entonces esos monigotes alados?, se quejó el sagitario, consciente de que en cualquier momento todo acabaría para el párroco. El humo de la hoguera en la que éste ardía llevaba ya varios minutos ascendiendo hasta el cielo, no habría mejor forma de llamar a los ángeles que con una señal así. Sin embargo, el firmamento calló, no hizo nada, al igual que él, como cuando la turba capturó al párroco; como cuando la ninfa le dijo adiós el pasado lunes, en medio del bosque, en medio de esa tormenta de mariposas naranjas que con sus alas le hicieron desvanecerse.

Monarcas...


Son más bellas que las golondrinas, se recordó diciendo aquel día. Y enseguida volvió a quien ya se consumía por el fuego alimentado por el odio de todo Santa Rosa, cuyas almas consideraban que el amor entre pares no era amor, sino fruto de perversiones; el peor, si, además, era realizado por alguien al servicio de Dios. La prueba de lo contrario resultaría ser esa misma inmolación, pues el que el sagitario continuara en este mundo se debía sólo a un último favor del párroco, que vio mayor oportunidad de vida en su amante que en él.


Y mientras éste daba su final suspiro, a la ninfa se le prohibía volver a portar su disfraz de humana, y el sagitario seguía con su huida, deseando que al próximo pueblo que llegara no le siguiera el fuego que regía su signo.


 

Autor: Adolfo Sabalza


Nacido el 13 de mayo de 1989 en Aguascalientes, México; graduado con honores de la Licenciatura en Sociología en la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

Incursionó en la fotografía al aparecer en “Mi visión de México” en la Revista Selecciones, en 2014; además de ganar el Primer lugar en la categoría "Rostros" del Concurso Internacional de Fotografía en la XX edición del Festival de Calaveras de Aguascalientes en 2014 y obtener una Mención honorífica en 2015 en la categoría “Retratos y ambiente” en la XXI edición del mismo Festival.

Posteriormente se inclinó hacia la literatura, publicando su primer artículo “Los patrones de género y sus nuevas posibilidades”, en la Revista de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México en 2015; y la novela “Alvina” con la editorial Pie Rojo en 2020.


Imagen de Peter Paul Rubens

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