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Notre dame


Recuerdo una luz crepuscular y una sombra, que era la mía; el cielo excomulgado de París y al diablo copulando con las llamas. Tantas veces me había preguntado qué sentido tiene un sueño compartido. Si somos algo más que piezas subalternas de ajedrez; creaciones vanidosas que se engañan mientras bailan una danza de palabras silenciosas.


Marionette, palabra con la que se denominaban en la Francia Medieval a las figuritas de madera o de yeso que simbolizaban la imagen de la Virgen María. Con dicho vocablo también se conocía a los clérigos que daban voz a los muñecos en las representaciones religiosas donde aparecía la Virgen.


El reloj se detuvo en la ventana. La aguja había caído. Y en una excitación de los sentidos hallé a aquel sacerdote parisino, que movía las manos y la boca, detrás de aquella efigie de madera. Ella era, parecía ser, un deseo latente y reprimido que anhelaba no ser un simple objeto, porque ella era, así lo creo, algo más que un simple objeto; era alguien y quería contar su propia historia.


Me preguntaba cómo había regresado... otra vez había encontrado a aquel exacto sacerdote jugando una partida de ajedrez. Enfrente estaba el otro, su reflejo. Reconocí sus hombros inclinados, sus ojos taciturnos, su agonía, y una timidez disimulada que hallaba una temible absolución en el deseo de agradar al semejante. Entre un hombre y la memoria de otro hombre no media otra razón que la del tiempo.

En aquel espacio cuadrifronte se movían lo real y lo inefable. Una guerra de opuestos que se encuentran en el único lugar que los separa. El tiempo suspendido en la partida; un rey y una corona (con espinas), las torres de babel, todas iguales, los hombres que no miran hacia atrás, los sueños de marfil, que no se olvidan... también cuatro caballos sin jinete.


Más hoy es menester hablar de ella. No era la primera vez que yo veía a aquella dama singular corriendo por las naves de la iglesia. Sus pasos silenciosos y precisos flotando sobre el suelo arlequinado. Moviéndose por todas direcciones, con total amplitud.


En tardes como ésta me acuerdo de Marion. Ella fue, y sigue siendo aún, las tardes junto al Sena, las estatuas, el último crepúsculo, y el fuego, la primera ilusión, que siempre vuelve, y todo lo que alguna vez no tuve.

La noche se detuvo en las gargantas, unidas por el canto... y el espanto...y la reminiscencia permanente del sordo repicar de las campanas.


Ave Maria, gratia plena, Dominus Tecum Benedicta Tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris Tui, Iesus. Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae.


En aquel mismo lugar, en Lusitania, se había levantado un sacro templo, consagrándose al padre de los Dioses.


Ella era, me refiero a aquella dama sigilosa, sibilina, escurridiza, imposible de asir, como el agua que ganaba atormentada el contorno de las gárgolas de piedra. Sólo pude murmurar una oración, cuando se fue, acaso una blasfemia... si pudiera encender tras esa sombra la tímida palabra que la nombra.


Marion es un nombre común, diminutivo del nombre de María. Alguna vez creí, que de algún modo, toda mujer es dueña (y esclava) de ese nombre. Una dama es todas las damas que encierran los confines de su nombre.


Ella era, me refiero a Marion, un mujer sofisticada, como una vela fría y apagada, con el odio en la mirada de sus ojos. Varias veces abjuró de su destino y juró que vengaría cada afrenta, que castigaría con rigor, cada soberbia y también cada actitud sumisa. Una vez, si la memoria no me falla, la vi llorar enfrente del altar.


Estaba oscureciendo y entre sombras, el silencio eran un péndulo y un cuarto. Dos reyes y una dama. Si no podía saber a donde fue, trataría de entender de donde viene. Así, sin comprender por qué ni cómo, me sorprendí llorando en cada risa, riendo en cada lágrima reseca. Viendo en cada rosa, cada piedra; y en la piedra la rosa y y cada herida. Entonces vi su rostro, su inconcebible rostro, erguido sobre un bosque disecado por las lunas que ocultaba entre sus manos; vi una trenza que enredaba una manzana, y a unos senos quemándose en las carnes de la hoguera, vi a una niña comandando a un gran ejército y a una joven, que no era más anciana que esa niña, gestando en su barriga a un hombre muerto. Vi a todas las mujeres del planeta unidas por un grito de dolor en cada nueva luz que se encendía.


Y aún después de aquel éxtasis callado, solamente aquella dama me envolvía. Oscura y luminosa. Altiva y arrogante, vagabunda. De qué me sirve saber que era custodio de sus ruinas y secretos; los de Ella, que le abría sus puertas a cualquiera. Y sin embargo a veces, todavía, creo perderme entre sus arcos ojivales, su gótica mirada y sus perfiles de curvas apuntadas, quemándome en las rosas de su pecho que se abrían sobre el juicio del deseo.


Ya todo daba vueltas. La vigilia y el sueño y la partida. Buscamos vanamente en el recuerdo una reconstrucción de lo ocurrido, acaso una mentira que en el tiempo se vuelva verdadera. Un cuento que tolere nuestro ser y nuestro parecer envenenado.


Corrí levemente la cortina. El coro se había ido, y quedó sólo el humo que dejaron las miradas. Me recosté con cuidado en el colchón. La espalda aún me dolía. Me volví varias veces a la diestra, a la siniestra, hasta encontrar el lugar desde el que abrirle los ojos a mi sueño.


No he vuelto a ver a Marion, Tal vez no vuelva a sentir nunca la caricia profunda de sus uñas y ese nudo gordiano en la garganta. La veré, quien sabe, en la exacta mirada de otros ojos, que alberguen una lágrima reseca, que será todo el río y todo el Sena, las piezas y el tablero, las gárgolas de piedra y esa rosa, que siempre es solo una. Cuando pienso en ella, pienso en mí, y en aquella partida silenciosa.


Y pienso en nuestra dama.


Lo he vuelto a ser, intuyo, he contado una historia, que no es más que la sombra de otra historia. Y el recuerdo me devuelve a la mirada a aquel sacerdote parisino, el torpe movimiento de sus manos y el relato que tejían las palabras de su boca. Quizás el creía, quizás el quería creer, que movía los hilos.


Eduardo K. Rosario

15 de abril del año 2022.

 

Autor: Eduardo Kiril

Mi nombre es Eduardo Kiril, soy español, aunque alguna vez, quizás demasiadas, quise ser inglés. Mi infancia fue feliz entre la fría lava y el mar, en una isla de fuego con nombre medieval de caballero. Estudié, eso dicen los títulos, economía y también derecho. Admiro la belleza, la educación que no se aprende en los colegios y la inteligencia de quien decide ser inteligente. No me gustan los necios ni los tibios, me entristecen los centros comerciales. Me gustan la pintura y la poesía, los relatos de Borges y la música de Mozart, de Yiruma y de Vivaldi; los caballos alados, las arañas, jugar al ajedrez y los leones; los ríos y las rosas (que son todas y una); el color del sol y el sol, cuando es amable; la lluvia en los portales, y la luna, siempre que no esté a solas con la luna. Me gusta soñar quien soy y estar despierto.

Imagen de Alessandro SERRANO tomada de acá y retocada digitalmente



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