Infestación
No lo supo Carla, la hija mayor, que venÃa pensando en los ojos frÃos de Juan cuando ella le dijo, no me puedo ir sin antes decirte que te quiero. No lo supo Pedro, quien, aún tan lejano al mundo de los grandes, aunque parecÃa no querer más que el carro que le habÃa hecho su papá, se sabÃa enfermo. No lo supo Lidia, quien luchaba por que Pedro no se quedara atrás. TemÃa que su hijo fuera atropellado por los hombres del trasteo que venÃan pujando, apenas pudiendo cargar los muebles. Y tampoco lo sabÃa la criatura que Lidia cargaba con el otro brazo y que aún no tenÃa nombre. Fernanda sà lo sabÃa, pero lo habÃa callado. En todo caso nadie se fijaba en ella. Ella se levantaba, ayudaba a la señora Candelaria en la cocina y luego se ponÃa a hacer aseo, cuarto por cuarto, sala por sala, pasillo por pasillo. Le gustaba tener una rutina. Comenzaba de izquierda a derecha. Los lunes hacÃa la parte social, los martes, la parte privada, los miércoles se dedicaba exclusivamente a desempolvar las porcelanas, quitarles las telarañas a los cuadros y a las lámparas. Los jueves eran para limpiar a fondo baños y cocina. Los viernes, para brillar la plata. Los sábados lavaba toda la ropa, los domingos tenÃa dÃa libre para ir a misa y rezar por el niño Pedro que cada vez estaba más malito y por la criatura que les habÃa nacido a los patrones en el barco. También rezaba por su propia criatura que ya debÃa estar grande, y por su esposo y su mamá que se habÃan quedado en la otra orilla del océano. Los lunes sacaba un rato para planchar, doblar y guardar. Y en esos quehaceres, uno de esos dÃas, los vio.
Al principio pensó que eran hojas secas que el niño Pedro habÃa traÃdo cuando nadie lo veÃa. El pobre se aburrÃa tanto ahà encerrado que a veces no se aguantaba y se pegaba sus escapadas. Luego entraba con cosas a la casa. Un dÃa habÃa traÃdo un pájaro muerto. Otro dÃa le pidió a Fernanda una caja de fósforos porque habÃa encontrado una abeja muerta y habÃa decidido comenzar un cementerio. Asà dijo, comenzar. Porque no querÃa ver a las pobres abejitas ahà tiradas en cualquier parte, sin recibir una sepultura apropiada. Fernanda pensaba que Pedrito en realidad se estaba preocupando por su propia muerte. Pero se lo callaba.
Entonces cuando vio el primero, iba a aspirarlo con la mugre pero algo la hizo detenerse y se quedó quieta mirando esa cosa que parecÃa una hoja seca y no era. Se acercó sin apagar la aspiradora, se acuclilló y acercó la cara. Su segundo pensamiento fue que era un insecto que se habÃa entrado a la casa y se habÃa muerto de hambre. Eso parecÃa. Una tijereta, un cucarrón. Se veÃa oscuro y opaco, medio envuelto en telarañas. Pero lo tomó con los dedos y lo llevó hacia la luz para detallarlo y no lograba saber qué era. Hasta que le vio la cabeza, la cara Ãnfima, los párpados sellados, los brazos y las piernas apretadas contra el cuerpo como si tuviera mucho frÃo. El gesto. Como las momias que habÃa visto en la tele, pero del tamaño de un dedo y con alas. Unas alas como de cucarrón, cafés y brillantes. Lo soltó con un gritico. No era asco, era incapacidad de entender lo que tenÃa en la mano. El bicho cayó al suelo con un chasquido como de papel de dulce y ella le puso el tubo de la aspiradora hasta que oyó cómo subÃa y bajaba por la garganta de la máquina.
Unos dÃas después encontró otro. Igual al primero. Mismo color, misma pose. Ya más tranquila se preguntó si acaso era una especie de gorgojo que no habÃa visto antes.
***
Lidia agarraba el cuerpo frÃo de Pedro y no sabÃa qué más hacer para reanimarlo. Le frotaba la espalda, le pasaba vick vaporub. El inhalador no le habÃa hecho. Los labios se le habÃan puesto azules. TenÃa los ojos en blanco. Se desgonzaba en sus brazos como uno de esos muñecos antiguos de porcelana. Esos que tenÃan los miembros unidos al cuerpo con garfios de metal. El médico no va a alcanzar a llegar, se repetÃa, mareada ya de tanto forcejeo y de tanta impotencia.
Llamaba a Carla y la voz le salÃa como un chillido. Carla vino corriendo con un gruñido que terminó en un suspiro. VenÃa con el periódico del dÃa para ponerle a Pedro sobre el vick. Lidia se lo rapó casi sin mirarla. Carla estaba harta de esa actitud de su mamá cada vez que le daba una crisis a su hermano. A veces le daban ganas de llegar en la mitad de la noche con una almohada y asfixiarlo. A veces pensaba que el niño lo hacÃa a propósito para hacerle la vida más miserable de lo que ya era. Ahà llegó Fernanda seguida por la señora Candelaria, la una trayendo la olla hirviendo con agua de eucalipto y sábila, la otra traÃa toallas y una vasija con barro. VenÃan corriendo y Lidia creyó oÃr a alguna de las dos sollozar.
Cuando llegó el doctor, empapado por el aguacero que caÃa, encontró el cuarto del niño hecho la visita de una banda de hechiceras. La más vieja rezaba al tiempo que sacudÃa una rama de eucalipto mojada a unos centÃmetros de la cara del niño, la otra le frotaba con barro el pecho, la otra lloraba como una plañidera por todo el cuarto, la menor sostenÃa al bebé en los brazos y refunfuñaba por lo bajo.
Me hacen el favor y se salen del cuarto y se me llevan todo esto. Sólo quiero a la madre y al niño, dijo. Las tres, Fernanda, Candelaria y Carla con la criatura se quedaron afuera en el pasillo. Carla se sentó en el viejo escaño al lado de la puerta y fue cuando ella vio uno por primera vez. Tieso, oscuro, opaco y comprimido como el que habÃa visto Fernanda hacÃa ya un par de semanas. Y en medio del caos se le ocurrió decir: Fernanda, ¿usted sà ha limpiado por aquÃ?, mientras apuntaba hacia el bicho muerto. A Fernanda le saltó el corazón. En algún punto del corredor caÃa una gotera.
***
Pedrito ya estaba mejor. La inyección le habÃa hecho efecto. O quizá habÃa sido el regaño que el doctor le habÃa pegado a su madre, que hasta la habÃa hecho llorar. El doctor le habÃa dicho muy bravo que si era que querÃa matar al niño, que se dejara de remedios caseros y más bien mantuviera en la casa el bromuro y el beta y los inhaladores como correspondÃa y le diera las dosis de los remedios como debÃa ser. Ni siquiera la habÃa dejado hablar para que le explicara al hombre lo juiciosa que era con eso y lo duro que le habÃa dado verlo de repente agonizando a pesar de todos los cuidados que tenÃa con él. Pero el doctor, un muchacho joven que venÃa de la ciudad a hacer el rural al pueblo, detestaba que lo llamaran a una emergencia fuera del puesto de salud. Y más aún, que fuera para encontrarse con un aquelarre como el que le habÃa tocado ver. Asà se lo habÃa dicho a Lidia. Lidia odiaba a los médicos por eso, porque olvidaban el verdadero origen de la medicina: la magia. A Pedrito en todo caso esa discusión le habÃa dado igual. Desde hacÃa un año habÃa incubado la certeza de que morirÃa pronto, sin importar qué clase de remedios usaran en él.
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A Carla la despertó un ataque de tos. Estaba oscuro todavÃa. TenÃa la garganta seca y un sabor a serrÃn. Se levantó. Le ardÃa respirar y le ardÃa tragar. Se fue al baño y puso la boca bajo la llave del lavamanos. Bebió hasta que le dieron ganas de orinar. Casi cayéndose del sueño, se le vinieron a la mente imágenes entrecortadas del sueño que habÃa estado teniendo antes del acceso de tos. Juan. La estaba besando en una iglesia. Estaban detrás del altar y podÃan ver hacia el público. Por alguna razón estaban elevados. A mitad de camino entre el suelo y la cúpula. La luz de los vitrales se derramaba sobre ellos como un encaje de luces. Estaba muy somnolienta para someterse al esfuerzo de llorar. Mañana a primera hora voy a llorar, y lloraré mis ojos, se dijo y se levantó de la taza.
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Lidia encontraba en la jardinerÃa un descanso de todo o que significaba el cuidado de Pedro. Y lo que significaba aguantarse las crisis neuróticas de su hija adolescente. Su marido le pedÃa paciencia, le decÃa que eso era porque el cerebro estaba despegando, como una pequeña planta, a una velocidad diferente de su cuerpo, y las hormonas más rápido que todo lo otro junto. Pero eso era porque él nunca estaba para recibir las consecuencias de ese crecimiento disparatado.
Amaba las rosas. En cada casa que habÃa habitado habÃa cultivado rosas. Amarillas, rojas, carmÃn y escarlata. Apenas se habÃa instalado en ésta, se habÃa encargado de plantar rosales. Y los habÃa hecho florecer. Se sentÃa orgullosa de eso. El dÃa anterior habÃa despegado el último botón entre los amarillos. Esa mañana sólo podÃa sentir desconcierto y un cansancio inmenso. Las lágrimas se le vinieron a los ojos al ver todos sus rosales devastados. Las flores y las hojas llenas de agujeros. Los tallos quebrados. Pétalos roÃdos apilados en el suelo. Y sobre uno de ellos, regordete, quieto, oscuro, lo vio. Se iba a agachar a mirarlo mejor cuando oyó un grito desde dentro de la casa. Corrió a la cocina. No queda nada, decÃa la señora Candelaria. No queda nada. Todas las alacenas estaban abiertas de par en par, los sacos de arroz, de papa, las cajas de avena, la harina desparramada por el suelo. Qué vamos a comer, gritaba Candelaria, qué vamos a comer.
***
Pedro tosÃa cuando Fernanda llegó al cuarto con la ropa aún tibia para guardarla en la cómoda. Al principio pensó que el niño se habÃa pegado una de esas atoradas intempestivas y esporádicas que le sucedÃan a veces con saliva o con el polvo. Pero siguió tosiendo y parecÃa estarse convirtiendo en una crisis de asma. Asà que la mujer soltó la ropa y fue a verlo. Comenzó a darle palmaditas en la espalda. Fue cuando el niño se inclinó cubriéndose la boca con las manos y empezó a hacer ruidos con la garganta, como si se hubiera tragado una espina. Fernanda lo vio retirar las manos cóncavas de la boca, y ambos se quedaron perplejos observando lo que habÃa arrojado por la garganta: sangre. Y empapado en ella, un bicho. Al comienzo, quieto. Luego movió las patas. Las hizo vibrar, se paró sobre la piel replegada. Sacudió las alas y salió volando por la habitación, el insecto humanoide. No le digas a mamá, le dijo Pedro. Ella salió corriendo a perseguir al bicho, agarró una de las camisas que traÃa y la voleó con fuerza, creyó oÃr un ruido seco, el zumbido dejó de oÃrse, buscó por el suelo, en las cortinas, en la mesita que habÃa en el corredor y no vio nada.
Esa noche, Lidia despertó al oÃr un ataque de tos en la pieza de Pedro, al lado de la suya, y como el bebé se despertó con el ruido, tuvo que llevársela con ella. Daba pena verlo tosiendo asÃ. ParecÃa que iba a expulsar los pulmones y hasta el hÃgado. La sangre salpicaba por todos lados y entre los gritos de Lidia y los del bebé todos en la casa terminaron por despertarse. Estaban rodeando a Pedro, impotentes, cuando la bandada de insectos salió por su boca y le sacó los ojos de las cuencas. Toda la habitación se volvió un nubarrón vibrante de zumbidos. Los insectos buscaron orificios húmedos y tibios por donde meterse. Fernanda, que tenÃa un sueño pesado, estaba apenas subiendo la escalera cuando oyó el alboroto y alcanzó a devolverse corriendo. Carla venÃa detrás gritando y manoteando. Por poco cayeron las dos por la escalera. Fernanda atravesó el vestÃbulo, se volteó hacia la niña antes de abrir la puerta y la vio cubierta de esos horrorosos seres que aleteaban nerviosos sobre la ropa y la piel. No pudo evitar gritar, espantada y cerró la puerta antes de que la niña saliera.
Pasó la noche en el cuarto de las herramientas. Al otro dÃa se despertó con mucha sed. Se dio cuenta de que, a pesar de la angustia, el sueño finalmente la habÃa vencido. De los gritos y los zumbidos frenéticos de la noche no quedaba nada. Los pájaros cantaban como si fuera un dÃa cualquiera. Fernanda, después de pensarlo mucho, fue hacia a la casa. Pensó en la forma como habÃa reaccionado. ¿Por qué no fui capaz de salvarla?, se dijo. ¿O acaso habÃa sido un sueño?
Abrió la puerta y entró. Todo estaba en el más sepulcral silencio. Insectos, con sus caras humanas y sus alas oscuras yacÃan en el suelo, de espaldas, quietos, como cucarachas envenenadas. No se atrevió a llamar. Como si su voz fuera a despertar a esa horda de invasores. Entonces se fijó en un montÃculo en medio de vestÃbulo, cerca a la escalera. ParecÃa una estatua de madera. La piel seca, arrugada, formando surcos. Carla. Con su pijama y sus pantuflas. TenÃa los brazos cubriéndose la cara y se alcanzaba a ver la boca en un grito silencioso.
Tuvo que andar con cuidado. le daban náuseas el pensar cómo se reventarÃan bajo el peso de su cuerpo. Llegó a la escalera. Los escalones también estaban llenos de ellos, y las barandas. Con asco los fue apartando con la punta de los pies y los cadáveres iban cayendo con un chasquido, a veces rebotaban contra los otros. Al final llegó arriba. Entró al cuarto de Pedro. En realidad no entró. Se quedó en el umbral. La luz entraba a través del velo de la ventana. Las alas interiores de los insectos, asomando bajo las exteriores, translucÃan sus venas en tonos marrón y tornasol. De perfil, al lado de la cama, estaba Lidia con el bebé, como una Virgen con el niño, ambos ancianos, grises, como esculturas talladas en árboles muertos. Ella con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, la criatura con sus brazos alzados, las manos diminutas, crispadas por un dolor ya ido, los orificios de las orejas y la boca agrandados y deformes, los ojos otros orificios, el interior del cráneo, vacÃo. Del otro lado, la señora Candelaria contra la pared, con los brazos encogidos, los dedos empuñados, la cabeza girada hacia un hombro, toda la cara carcomida. Y en la cama, acurrucado en posición fetal, estaba Pedro. La cabeza sobre las rodillas, la boca extremadamente abierta, la mandÃbula dislocada, los labios roÃdos, las cuencas de los ojos vacÃas igual que los del bebé. Con un bate de béisbol que encontró al lado de la puerta, fue apartando los cadáveres de los insectos, los parásitos letales de caras abismantes, humanas, que la miraban con bocas entreabiertas. Llegó al pie del niño y extendió la mano sin saber muy bien si tocarlo o abstenerse. Una lágrima resbaló por su mejilla y sintió una culpa enorme al ver como cada milÃmetro de la piel de Pedro se habÃa transformado en fibras de madera. Sintió seca la garganta y tosió. Casi al mismo tiempo, El volumen de lo que habÃa sido Pedro se fue inclinando hacia un lado y antes de que pudiera detenerlo, cayó al suelo, golpeó sobre los exoesqueletos inertes y se levantó un polvillo de migajas de ala que flotó unos minutos en el aire. Ver ese polvillo la hizo seguir tosiendo. Se lanzó escaleras abajo, ya sin importarle todos los bichos que se quebraban y se aplastaban contra sus zapatos. Abrió la puerta tosiendo, tosiendo cayó de rodillas y de manos sobre la hierba. Sintió algo duro, delgado y punzante en la boca y bregó hasta que pudo sacárselo. Lo puso en su Ãndice. Lo miró. Era una pata con pequeñas púas. Una pata marrón, una pata de insecto.
Autora Gabriela A. Arciniegas
(Bogotá, 1975). Novelista, poeta, narradora, traductora. Creadora del género gore mÃstico y considerada por el diario colombiano El espectador como pionera del género terror en Colombia. Literata, Magistra en Literatura latinoamericana. Ha sido profesora de Tai Chi en Chile, intérprete en la India, correctora de estilo para Planeta. Docente y conferencista de universidades colombianas. Incluida en antologÃas como Cuentos y relatos de la literatura colombiana (Colombia), Aquelarre de cuentos (España), Guayabas (Italia), El espanto que nos une (Planeta Lector México). Con libros publicados en Colombia, Chile y Perú. Su obra es estudiada en colegios y universidades en Colombia, México, Italia y Estados Unidos. Traducida al inglés, al italiano y al chino. Radicada en Chile desde 2016.
BibliografÃa reciente
Novela: Amos del fuego, 2021, Helena la reina condenada, 2023.
PoesÃa: Lecciones de vuelo, 2016.
Cuento: Cuentos del café Flor, 2018, Las formas del aire, 2020.
IG: @arciniegaslibros
Imagen de Leonardo Lamberta
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