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El astrónomo de Jaipur


Él mira los instrumentos de medición de estrellas y galaxias. Esos que tienen cuatro espejos en otras ciudades de igual patria y distintos ojos. Mira porque siente que construyéndoles una casa en la Tierra podrá acercarlas cada día más y al fin tocarlas. Y si las toca, convertirse en una constelación de las que ve con los mismos instrumentos. Mira hacia arriba y se pregunta por la distancia que las separa y su peso y la velocidad a la que explotan sin saber que sólo siendo estrella dejará de preguntarse.


Comienza a subir el reloj a los pies del cual hoy, cientos de años más tarde, nos abrazamos. En esa hora en la que el primer rayo de sol se filtra en las rendijas e ilumina los hilos de nácar de la camisa que te desprendo y se desliza por tu espalda. Y es en este minuto, y no en otro, en el que me doy cuenta que dentro de tu pupila estoy yo con mi alma desnuda. Y pienso, como en el jardín-instrumento que soñó aquel hombre de Jaipur que, enamorado, nos imagina y nos convoca a través de miles de vueltas al Sol, en cuántos otros ojos se reflejarán cuántas otras almas.


Y otras dudas.


Volvemos, como en cada aniversario, cuando sube la escalera solar que parece infinita sobre la cual, al pisar el último escalón, la recuerda. El sol vuelve con la imagen de su sonrisa, aquella que iluminó la mañana en que se conocieron. Ese último escalón, en el que ambos se sentían dueños del cielo.


Me pregunto qué pasará si un día vos y yo no estamos juntos.


Estoy segura que sonríe. Sólo él sabe que sus relojes tienen un error de cinco segundos y hoy pienso, con un gesto casi imperceptible de ironía que no se puede escapar del tiempo. Esto es un laberinto donde son tantos los relojes que no importa si te muestro la piel mía ahora mismo o si la escondo para más adelante. Tengo la certeza de que el tiempo nos va a alcanzar a los dos de una misma manera, nos espera escondido tras la rampa por la que resbala cada ciclo la luz de aquel observatorio.


Y la oscuridad, que para él no era más que una herramienta auxiliar, nos dice que por ahora estamos a salvo, pero que tengamos cuidado con la sombra, que sigamos sus pasos y estemos atentos a los reflejos de la luz cuando comienzan a tocarla.


Sin dudas sueña. La recuerda con él en otros tiempos. Y una lágrima acaso melancólica aparece en mis ojos y recorre mi cuello hasta encontrar tu mano que, despacio, desanda el rastro de agua salada. Y al mirarme, con tus ojos de naufragio, cuento aquellos cinco segundos de error que en la distancia del beso son abismo.


¿Es él quien recuerda o soy yo?


Y en el momento en que la luz toca el cenit de la escalera, me siento observada y subo la vista. Quizá, a través de siglos de distancia, ritmados por el doble instinto de la oscuridad y la lejanía1, los ojos de aquel astrónomo de Jaipur cruzan los míos y recuerda que el amor lo espera en una estrella.





1Prosa del observatorio. Cortázar.



 

Autora: Gabriela Vacca

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