top of page

Rígido, solo el esqueleto de la costumbre sostiene el caparazón humano.

Virginia Woolf

Desde que la pande empezó, todo se fue al carajo. La pande, así le dice mi vieja. Su lengua es un blíster de ansiolíticos con palabras rabiosas que brotan del celular. Finge ser budista y dice que las crisis son un mundo de oportunidades. Tomar más alcohol que cuando recorría los boliches de Bariloche con mis amigas, ir corriendo al supermercado chino cinco minutos antes de que cierre porque tengo el sueño trastornado, tragar fideos con tuco en la cama a las cuatro de la madrugada y olvidar el barbijo para salir a la calle y apretar rápido los botones del ascensor, a veces me aterra trabarlo.


—¿Seguís queriendo pintar la pared de azul? Te haría bien hacer algo.

—Nadie la va a ver, mamá.


En realidad no es por eso. Queríamos pintarla con Jesús cuando vivía conmigo. El día que fuimos a la pinturería no estaba el azul exacto en la carta de colores. Un azul medio francés, pero más oscuro, decía él. Para mí era más pastel, pero con un toque eléctrico a la vez. Dimos tantas vueltas por el bendito color que la situación se volvió un chiste interno que repetíamos cada vez que podíamos. Quizá es un tono que nunca existió y nos lo inventamos, como una noticia falsa que se reproduce muchas veces hasta que se vuelve casi real. Recuerdo la primera vez que lo hablamos mientras fumábamos porro en el sillón del living.


—A esta pared –decía mientras señalaba- le quedaría bien el tinte de mis pagos. Un pedacito de Puerto Madryn difuminado en tu piso de microcentro, ¿no?

—Quizá Feinmann tenga razón, la marihuana hace mal –dije irónica–.

—Callate, flaca careta. Animate a tener una conversación cromática.


¿Qué diría Jesús sobre los llamados de mamá que decoran mi cuarentena como el zumbido insoportable de una mosca a las cuatro de la madrugada cuando querés dormir? Me recomendaría que le compre aceite de cannabis. No se acuerda de él. No la culpo, jamás les prestó atención a mis novios. Le interesa más recordarme que a mi edad ya tenía una casa, un matrimonio y estaba embarazada de mí. “Cómo cambian los tiempos”, repite como mantra.


Son las seis de la tarde, los últimos vestigios de luz entran por las grietas de la persiana y tatúan las paredes naranjas. El departamento me come, se transforma en cáscara y yo soy pulpa. Llega esa parte del día. Me recuesto en el sillón, rodeo mis piernas mientras mis brazos tiemblan. Un grito ahogado explota, como el llanto de un recién nacido que anuncia estar vivo después de meses en vilo. Todo se nubla y me enrosco, parezco un bollo. Levanto la cabeza cuando termina mi espectáculo y me deshago en recuerdos. Se colorea Jesús y las ganas de vivir en esa casa de terreno amplio, las ortigas que me picaron la tarde de verano que caminábamos con el agente inmobiliario. Arremete la culpa de no haber estudiado. Antes de esta locura trabajaba en un local de ropa y ahora me quedé en bolas. Leí en la vidriera que se fundieron, letras de molde rosa, las mismas que usábamos para anunciar liquidaciones. Los mojitos y daiquiris con las chicas en ese bar de la esquina, después de la liturgia capitalista. Las meriendas en la plaza los fines de semana, el mate dulce y las esterillas en el pasto. La antigua normalidad se parece al sueño americano.


Veo como los platos reposan desde hace días en la pileta de cocina. Prendo un cigarro y salgo al balcón, mi bien más preciado. Los porteños parecen hormigas automatizadas que no piensan en nada más que depositar sus hojas en el hogar. Capital es una cárcel rodeada de autopistas que ya no van a ningún lugar, todo empieza y termina en lo esencial. Algunos llevan barbijos con los colores de su equipo de fútbol, otros con flores o animales, alcanzo a ver a una nena con uno de Las chicas superpoderosas. Me gusta eso, la pandemia no mata la creatividad. Contemplo el cielo, en esta cuarentena me gusta jugar a buscar aviones. Solo alcanzo a divisar uno de esos que dejan la supuesta estela química de la que hablan los conspiranoicos. Ojalá sea así, que me rocíen con la esencia de una vacuna y me declaren libre.


El silencio de la noche me parece ofensivo, así que pongo a Norah Jones a girar en el tocadiscos. Me dejo envolver por la melodía y su voz se camufla con mi susurro de inglés mediocre. Come away with me, pide Norah. Los únicos hombres que me pueden acompañar son los periodistas anunciando números de infectados. Soy una osa solitaria que hiberna sin un fin cercano, nutrida por zolpidem y helados baratos de supermercado.


Lunes, aunque la única diferencia con los otros días es que tengo terapia. Si hay algo que pudiera ilustrar la sensación que se siente hacerla a través de una videollamada sería extrañamiento, esa definición que los formalistas rusos dan para distinguir el lenguaje literario del cotidiano. El lenguaje terapéutico habitual pero con menos certezas, sazonado por la distancia. No puedo decir que ella me conoce; por más intentos que haga el siglo veintiuno, nadie puede conocerse a través de una pantalla. Empiezo a llorar por mi futuro económico incierto, por el insomnio y por estar encerrada en este departamento que cada día se transforma más en un cubo de hielo, un iglú alejado de afecto. Son tiempos difíciles para todos, dice, como si el sufrimiento en masa hiciese sentir mejor. Dice que tengo que aprender a abrazarme a mí misma antes que a otros, como una especie de metáfora pobre sobre el amor propio. Ve la situación como una oportunidad para revisar mi autoestima. Ya le dije qué pienso de las oportunidades, ninguna se presenta como un encierro de más de tres meses. No todo tiene un significado oculto que tenemos que develar, capaz hay cosas que necesitan un signo de pregunta perenne, como los agujeros negros o las pirámides de Egipto. Cleopatra salta y se acuesta en mi panza. Los cólicos menstruales y las gatas negras no son buenos amigos. La abrazo. Pasame al menos una de tus siete vidas, debe ser insoportable vivir tanto, le susurro.


Salgo por primera vez en cinco días porque mis provisiones se acabaron. El aire escupe una apacibilidad desubicada, la quietud desentona con nuestra tierra cosmopolita. No quiero imaginar cómo estará calle Corrientes. Extraño ir a las librerías. La última vez que estuve en una buscaba Chicas muertas de Selva Almada. Cuando vuelva del chino lo voy a comprar en Mercado Libre. A Jesús le gustaban los gringos, Paul Auster y Joan Didion, tenías que ponerle un arma en la cabeza para que lea a un argentino. Sos mi cipayito literario favorito, le decía mientras desarmaba sus rulos. Conjurar épocas doradas desintegra el encierro gris. Quizá es momento de hacerle caso a mi vieja y comprar pintura azul. Chicas muertas, pintura azul, Mercado Libre.


¿A esta altura hay algo que no haya visto en Netflix? Repito películas, rutinas, recetas. Me altera la cotidianidad, es como un chicle pegajoso, sucio, que se estira pero nunca se corta, impregnado en la silla donde me siento todos los días a imaginar las vidas que podría tener si la pandemia no existiera. Llega de nuevo esa parte del día. Me tiro en el piso, quiero que el frío me recorra la espalda para que me desate de la realidad. La televisión sigue encendida, giro y levanto un poco la cabeza para ver qué está pasando: Moe y Larry son dentistas de Curley. Larry le sostiene la cabeza y Moe trata de encajar una pinza en el diente. La pandemia es Larry, la cuarentena es Moe, pero yo no soy Curley, soy su diente. Se me cae una lágrima tímida, absurda. Me río de mi miseria. Me acuerdo del whisky, sí, el Jack Daniel’s que compré con Jesús hace meses en la licorería del viejo panzón de la esquina. Me levanto tan rápido que me mareo, voy a la cocina y abro como desquiciada los cajones de la alacena, arriba, abajo, meto el brazo y lo estiro para llegar a lo que yace en las profundidades y ahí está, el whisky. Tomo del pico como si fuera una mamadera, juego a ser borracha. Escupo. Flashé, digo en voz alta. No tengo vaso de whisky. Agarro una taza y sirvo con furia mientras salpico la mesada. Me siento en el sillón a ver Las chicas Gilmore. Jack y las Gilmore, llorar y reír al mismo tiempo, combinación catástrofe.


Me despierto sin saber que me dormí. ¿Rory? ¿Lorelai? ¿El Jack Daniel’s? El papel de pared se me hace conocido, tiene una guarda de cerezas, estilo rococó, una superficie que podés saborear. Es la casa de mi vieja. Estoy en su pieza. ¿Qué mierda hago acá? Me tiembla la mano, siento la frente fría y transpirada. Me huelo la muñeca para ver si percibo mi perfume. Sí, menos mal, al menos no tengo el virus. Mi vieja aparece con su bata roja parecida a la de Sandro pero ceñida al cuerpo. Me da un sopapo. Boluda, casi me matás, ¿en qué carajos estabas pensando?, dice mientras se le escapan lágrimas egoístas y furiosas como Garganta del Diablo. Le pregunto qué pasó mientras me acaricio el cachete.


—Te quisiste suicidar, pendeja. No sé qué se te ocurrió, pero parece que tomaste whisky y después tragaste zolpidem. ¡ZOLPIDEM! Lo que te dio el psiquiatra para dormir. Decime, ¿vos me querés matar a mí? Menos mal que me hiciste una videollamada estando drogada y salí corriendo para allá. Sos una mujer grande querida, no me podés dar estos disgustos.


—Llamá a Jesús o alguna amiga. Necesito hablar con alguien de confianza.

—No tengo agendadas a tus amigas y no sé quién carajo es Jesús. Son las cuatro de la madrugada.


Me obliga a quedarme a dormir ahí y dice que tenga una “sesión de terapia urgente, larga y tendida”. A la mañana me sirve un café, me da un libro de autoayuda de Pilar Sordo, un beso húmedo en la frente que me deja la marca de su labial coral y pide un uber.


La psicóloga dice que tengo una psicosis leve, aunque sospecho que dice leve para que no me asuste. Un delirio místico. Mi vieja interpretó que dijo mesiánico y todavía piensa que creo que soy Dios, Jesús o Papá Noel. Es místico porque vos creés que saliste con Jesús, no que sos él, dice. Le pregunto si no es lo mismo. No, dice terminante. Creo que mi psicóloga es un poco chanta. Pensá que los chicos inventan mejores amigos, estuviste creando caos para curar tu cuarentena, a veces inventamos otra realidad para resguardarnos, es normal, dice despreocupada. Le digo que el veinte-veinte fue muy difícil. ¿Hay realmente años fáciles para alguien?, quizá fue lo más inteligente que dijo en toda la terapia.


El timbre me atornilla los oídos a la hora de la siesta. Es el pibe de Mercado Libre. Abro los paquetes y ahí están: el libro de Selva Almada y la lata de pintura de cinco litros. Me había olvidado. Supongo que alcanza para pintar una pared. Me siento en cuclillas y abro la lata para contemplar el azul genérico. Me mojo las yemas de los dedos con esa inmensidad celestial y las llevo a mis pómulos, trazo dos líneas de guerrera, de diosa hermética. Me pregunto qué pasaría si me fuera de nuevo a los resquicios de lo onírico con mi romance cristiano moderno y el color azul desconocido. Agarro las llaves, me escapo. Corro, mi respiración es un hilo. Corro para que no me encierre lo incorregible.



 

Autora: Federica Ruberto


Mi nombre es Federica Ruberto, estudio Lengua y Literatura en Buenos Aires y trabajo como docente.

Publiqué un artículo sobre feminismo en la revista estadounidense curatedbygirls el año pasado. Actualmente curso talleres de escritura gracias a una beca del Fondo Nacional de las Artes.


bottom of page