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A cinco mil kilómetros de mi hogar. El grito ahogado de un bolero moribundo ha acortado las distancias. El perfume de las olas toca mi puerta y la brisa propia de las ilusiones me acaricia los ojos. ¿Hace cuanto que no oía el canto de las jóvenes sirenas clamando por amor? O a las gaviotas que buscan con fervor la cueva de los sueños, volando por siglos y siglos enfermas de nostalgia. ¿Es que el aire espeso que exhalan los rascacielos de la ciudad me ha congelado los pulmones? Pregunto. ¿Si los bloques grises que se erigen como estatuas se han convertido en los barrotes de mi propia cárcel? El sol y yo no hablamos más. Me dio la espalda por haberlo abandonado. O eso me dijo él, cuando una mañana de abril me dijo que me dejaba para siempre. Por eso camino sin sombra que me persiga. Por eso en cada rincón del paraíso perdido, escucho las voces de los desesperados que me susurran sus poemas eternos. Siento sus manos sin huellas que me rozan todos los huesos del cuerpo. Me llaman y los oigo. Me piden que me quede sordo. Pero si todavía quiero escuchar los bostezos de las nubes, cómo roncan los árboles y la arena que se ríe cuando le hago cosquillas con mis pies -les digo. No hay respuesta. Pero contéstenme. ¿O ya me quedé sordo? ¿Alguien? De pronto, escucho el silencio. El mundo se pinta de blanco y estoy allí de nuevo, nadando en el río de mis lágrimas con la señora Luz que me baña la espalda. El señor Tiempo está sentado fumándose un cigarro mientras su hija la Angustia se lava las manos con él agua más clara que mis ojos han visto. La niebla se dispersa con cada pisada que doy y el mundo se descubre ante mí. Décadas se me resbalan por mi piel mojada y camino por un sendero hecho de memorias. Miles de ruiseñores salen disparados del techo de una casa roja de dos pisos. No los escucho más. El silencio ya tampoco me dice nada. Aquella casa es la que me vio nacer. Aquella en la calle Córdoba 84. Aquí debe ser el lugar que las gaviotas buscan sin cesar. Del que hablan los vientos al momento de viajar de estación a estación. Este debe ser lo que las hojas muertas susurran antes de mezclarse con suelo. Aquí, en el rincón de la eternidad.


 

Autor del texto y la foto: Sebastián Hurtado


Nacido en Acapulco, México, ha emigrado a distintas ciudades pasando por Mérida, Ciudad de México y Vancouver donde actualmente reside. A sus diecinueve años fue ganador del 2022 FIC Monterrey Scholarship que le permitió estudiar guionismo en Canadá y en la actualidad se encuentra estudiando cine en Simon Fraser University. Su interés por el arte va desde la poesía, literatura, cine y fotografía.

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