top of page

Selmo aparca el todoterreno en lo alto del acantilado. Cogemos los aparejos del maletero y bajamos por el sendero. En algunos tramos la inclinación es muy pronunciada, y la abundante piedra suelta impide caminar con seguridad. Un mal gesto, un tropiezo, y la caída puede dar con tus huesos un montón de metros más abajo, allí donde van a romper las olas. Sin embargo llegamos al pedral sin mayor contratiempo.


Preparamos el cebo sentados en una gran roca, en una zona donde no llega el aire y el sol calienta. Yo uso la cabeza de un pescado que cocinó mi mujer hace unos días. La envuelvo en una red y amarro todo junto al extremo del palo. Selmo usa unos pequeños cangrejos de color negro que machaca con una piedra. Acabo un poco antes que él, así que saco mi paquete de tabaco del bolsillo del chaleco y me siento. Cojo un par de cigarros, los encendemos y nos quedamos en la orilla. Se está a gusto al sol, con los ojos cerrados. Parecemos uno de esos hombres ricos que vienen en verano y se acomodan despreocupadamente en un chiringuito de la playa mientras beben Martini.


-Ahora mismo no me apetece nada meterme al agua. Va a estar fría.

-Podemos esperar un rato aquí. Llevo unas latas de cerveza en la mochila.


Él tampoco tiene ganas de empezar. Los dos llevamos mucho tiempo al paro. Los animales que pescamos se los vendemos a los restaurantes de la zona. Obviamente es ilegal, pero merece la pena, por llevar un pequeño sueldo a casa. A mí no me importa que mi mujer sea ahora mismo la que lleve la carga económica de la familia. En unos meses me volverán a llamar de la empresa y me tocará subirme al andamio, y trabajar haga bueno o llueva. Y allí no podré sentarme al sol, como ahora. Otros no lo soportan. Hay tíos que necesitan esa sensación de llevar la voz cantante. Pillo una lata de cerveza y la abro. No me gusta mucho beber por la mañana, no me sienta muy bien, pero a veces hay que darle un poco de guerra al cuerpo. Miro hacia lo alto de los acantilados. Pongo mi mano sobre los ojos para tapar la luz del sol. Se puede ver un grupo de gente allá arriba. Usan prismáticos y miran en todas direcciones.


-No parecen agentes.

-Deben ser los voluntarios. Siguen buscando a esa chica, Clara.

-El mar devolverá el cuerpo. Lo malo es que puede ser a kilómetros de aquí.


Saco otro par de cigarros. De momento no parece que vayamos a movernos del sitio. Selmo abre una nueva lata y salta un montón de espuma que le mancha la ropa. Maldice entre dientes mientras se gira hacia mí.


-¿Sabes una cosa? Yo coincidí con ella unas semanas antes de que desapareciera. Fue una noche que había partido de copa de Europa.


Da un sorbo a su cerveza, que parece no estar nada fría. Yo sigo fumando mientras le escucho.


-El caso es que estaba con los chicos en el bar. Estaban Coto y Diego, los del club de caza y la peña de bachillerato, había bastante ambiente. Algunos se pidieron bocadillos para cenar. Yo solo bebía cerveza y de vez en cuando me metía en la boca unos cacahuetes de los que te ponen por cortesía. Entonces llegaron unos tipos vestidos de traje. Iban con el director del banco, que tiene ese nombre tan peculiar.

-Sacramento. Lo conozco. Con él firmé el crédito para comprar el coche de Marta. Hace poco lo trasladaron a trabajar a la ciudad.

-Ese es, el mismo, Sacramento. Yo los conocía de vista. Nunca había cruzado una palabra con ellos. Pues se sentaron con nosotros en la barra a ver el partido. Estaban eufóricos. Venían de cerrar una operación muy importante, o habían cumplido objetivos con el banco, algo así. El caso es que el tío no parecía nada altivo. Tú ya sabes que esa gente de traje no se mezcla con nosotros en el bar. Él, sin embargo, empezó a hablarnos y nos invitó a unas rondas, sin dejar que pagáramos ni una vez.


El sol me empieza a castigar duramente el cogote. Pienso en decirle a Selmo si nos metemos en las charcas a tratar de pescar pulpos de una vez. No deja de darle a la lengua. No le he escuchado hablar tanto en la vida.


-Él quería que ganara el Liverpool, como yo, así que me cayó simpático. Cuando acabó el partido el camarero bajó las luces y cerró el bar con llave. Nos dejó tomar unas rondas tranquilamente mientras recogía. Además podíamos fumar allí dentro. Estuvimos eligiendo canciones. Usábamos el reproductor de la televisión, esa grande tan moderna que tienen al fondo.

-Es una buena televisión. Tiene más de ochenta pulgadas.

-Total, que los chicos iban escogiendo canciones modernas. Música de baile, rap, cosas comerciales. Y al poco Sacramento empezó a poner temas muy bonitos de los ochenta, canciones en inglés, algo de funky. De verdad te digo que empezamos a disfrutar. Allí fumando y bebiendo, escuchando buena música antigua y hablando tonterías.


Selmo se pone en pie y yo también lo hago. Me mareo un poco, no sé si es por el alcohol, por el sol o por levantarme demasiado rápido. Quizás es una combinación de todo. Entramos a las primeras charcas despacio. Noto en las piernas el contraste de temperatura al contacto con el agua.


-Por fin salimos del bar y los tipos del banco se fueron. Todos menos Sacramento, que insistió en que fuéramos a los billares a seguir bebiendo. Y al final era un martes. Había chicos que madrugaban al día siguiente. Sin embargo la mayoría de nosotros aceptamos. Así que nos plantamos allí y echamos unas partidas. Jugamos al snooker por parejas.


Me agacho cuando llego a la primera piedra grande. Meto el palo con la red amarrada, lo voy introduciendo en las cavidades y lo muevo, esperando notar el tirón que indique la presencia de algún animal.


-Fue entonces cuando el tipo, que ya iba muy pedo, empezó a discutir con uno de los chavales. Por un tema de política, una tontería, era sobre el aborto. Resultó ser un hombre de ideas muy conservadoras. A mí son cosas que me la sudan, no me verás reñir por eso.


Caminamos hacia dentro, el agua cubre un poco más. En esta zona las piedras hacen unas cuevas que suelen ser ocupadas por pulpos, aunque a veces puede haber un congrio que te de un buen susto. Selmo se queda atrás para no mojarse hasta la cintura. Se sube a una piedra y saca otra cerveza.


-Entonces me lo llevé de allí para que la cosa no fuera a más. Me despedí de los demás, mi intención era acompañarlo a su casa. Él sacó las llaves de un Porsche y me las dio. Me dijo que quería seguir de fiesta, que lo llevara al pub de las afueras, el que está bajo el puente de la autopista, al lado del río. Yo había bebido, aunque me imaginé conduciendo ese coche. Me dije que merecía la pena correr el riesgo de que hubiera una patrulla de la policía.

-¿Y llevaste aquel coche?¿El deportivo del director del banco?

-Eso es. Te lo juro. Y fue increíble. Llegamos en un santiamén. Menos mal que nadie se cruzó en nuestro camino, porque iba a toda pastilla. Aparqué al lado de los pilares del puente y entramos en el garito. El ambiente era un poco turbio. Luz baja y música heavy. De todos modos estaba bastante concurrido para ser un día entre semana. El banquero se hizo un peta de mandanga. Me quedé de piedra, porque ni en sueños me imaginaba a aquel tío de traje fumando un porro. Luego se sentó en la mesa que ocupaban unos tipos duros, unos camioneros que trabajan recogiendo madera. Pude ver cómo les compraba una bolsita blanca, supongo que era algún tipo de droga.


Noto un pequeño tirón en el palo. Una resistencia distinta a la que hace la corriente al pasar debajo de la roca. Lo muevo despacio y lo que fuera que intentaba coger el cebo se suelta y vuelve hacia el interior de la cavidad. Decido seguir probando con paciencia.


-¿Insinúas que el director del banco es un drogata?

-Solo sé lo que vi. Al poco se sentó conmigo en la barra y pidió un par de jarras de cerveza y unos chupitos. Yo miré la hora, era tardísimo. Me pareció que seguir privando de esa manera estaba fuera de lugar, así que le dije oye, creo que mejor nos volvemos al pueblo. ¿Y sabes qué me dijo?


Pongo todos mis sentidos en el palo y en la cueva. Sigo sin notar la más mínima resistencia pero decido aguantar. Ni siquiera me giro.


-Me cogió del cuello y me dijo que iba a seguir la fiesta, porque si se iba su casa y se metía en la cama se ponía a pensar en la muerte, y entonces no podía pegar ojo. Yo no entendía nada. Entonces llegó un taxi. Se bajaron unas chicas y entraron. Una de ellas era Clara. Yo la conocía del instituto. Era sólo un par de años más pequeña que yo.


De nuevo noto un tirón, esta vez más fuerte. El animal ha decidido que va a luchar por el cebo, no tiene ni idea de lo que le espera si no se retira a tiempo.


-Clara se acercó a Sacramento, se conocían. Él invitó a las chicas a una ronda y entraron juntos al baño. Luego salieron frotándose la nariz y hablando a toda velocidad. Yo sabía del pasado de aquella chica. Ya se había intentado suicidar cortándose las venas, y se había salvado por los pelos. Sabía que tomaba antidepresivos y que llevaba años con problemas familiares, entrando y saliendo de clínicas de salud mental. Así que me acerqué al banquero y le llevé a fumar. Le dije que Clara no debería beber alcohol ni drogarse. Que ese ambiente no le hacía ningún bien. Y el tipo se volvió loco. Se puso echo una furia. Dijo que llevaba un tiempo queriendo cepillársela y me gritó hasta que me harté y me fui de allí. Me dije que si quería pasarse con ella aquel no era mi problema. Caminé un par de horas hasta llegar a casa. Cuando entré por la puerta ya era de día. Mi madre había salido a trabajar. Desayuné café y bizcocho y me pegué una ducha. Luego me tumbé encima de la cama y pensé en todo aquello. En aquella chica confundida en manos de un hombre que parecía cada vez más desquiciado. Luego puse la radio y estuve escuchando los programas matinales hasta quedarme dormido.


Saco el palo despacio. Al fondo se pueden ver los tentáculos de un pulpo enorme que trata de hacerse con la cabeza de pescado. Acerco un mano al gancho y lo cojo fuerte. Me preparo para lanzarlo con fuerza.


-Hace un par de semanas escuché en las noticias lo de la desaparición de Clara. La vieron en los acantilados, más allá de las vallas. Luego simplemente desapareció. Parece que al final consiguió suicidarse. Unos días después alguien hablaba de ella en el bar. Decía que estaba embarazada. Que el hombre que se acostaba con ella no quiso saber nada y la dejó. No paro de pensar que tengo parte de culpa, que si yo hubiera hecho algo en vez de actuar como un simple espectador, la chica seguiría viva.


Lanzo el gancho con fuerza y lo saco rápido. Tiro el palo y cojo al pulpo con seguridad. Se intenta asir a mi brazo para zafarse pero lo lanzo contra la roca. Lo cojo y lo vuelvo a lanzar. Se queda aturdido. Saco la navaja para darle el toque de gracia cuando veo a Selmo. Está llorando con las manos puestas en los ojos. El pulpo se escabulle despacio, cuando vuelvo a mirarlo está llegando al agua. Guardo la navaja y salgo con calma. Pongo la mano en la espalda de mi amigo. Miro hacia arriba, aquella gente sigue en lo alto, con los prismáticos en la mano. Ahora nos observan a nosotros. Trato de imaginar cómo se verá desde ahí, dos hombres al fondo del acantilado, con sus instrumentos de pesca, tratando de darse consuelo por algún problema del que no saben nada. Me pregunto que pensarán.


 

Autor: Guillermo Martínez

Vivo en Asturias, al norte de la península ibérica. Tengo treinta y nueve años. En la pandemia del coronavirus estuvimos unos meses parados, sin trabajar. De esos meses salieron unos relatos que fueron publicados, luego vinieron otros. He conseguido ser publicado en las antologías de diversos certámenes como el de Fernando Trueba de Balmaseda, el certamen internacional Cuando Puedas, el concurso de relatos del Calvache o el de la Biblioteca de Almería. También he publicado en la revista literaria El Caminante. Lo sé, eso no me convierte en Raymond Carver, pero al menos hace que me considere a mi mismo algo más que un simple primate que aporrea el teclado de un ordenador.

Imagen tomada de acá

bottom of page