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La virginidad de las muertas


De las mujeres de mi vida, las más fieles y auténticas han sido prostitutas: con las decentes nunca pude congeniar. Todas me acogieron en sus vidas con exceso de ternura y desde el primer momento me tomaron como si nos conociéramos hace mucho. Un fácil, como suelo ser, me dejé arrastrar en el tobogán de la felicidad por casi medio siglo, tanto que tiré por el mundo varios apellidos y terminé convertido en un ferviente seguidor de la Santa Muerte, danzando con ella por puro amor a sus vírgenes y santos. Supongo que había razones de peso para vivir feliz con ellas. Sí, vivir, feliz, tal cual. Martha, por ejemplo, la primera, me despojó de mi virginidad casi infantil con una delicadeza magistral, disfrutó y me hizo disfrutar con un placer parsimonioso el manjar desconocido, raro de encontrar por sus rumbos. Fue dosificando todos los saltos y logró mantenerme de este lado de la vida. Me hacía caminar bailando sobre el filo de la navaja en unos espasmos interminables de asfixia entre el dolor placentero y la muerte. Era una especie de círculo catatónico, verdaderamente mortal, caótico, pues cuando ya me iba del mundo me hacía venir y regresar de nuevo al principio, al inicio y al final de la resurrección. No dispongo de palabras suficientes para explicarlo, pero jugó conmigo en calidad de muñeco de trapo, sin control, como cuando de niño mi tío Malaquías me encontraba en las calles del pueblo, me atrapaba entre sus brazos de pulpo y ya aprisionado me hacía cosquillas hasta dejarme tirado en la acera privado de la risa. Ni a Martha ni a ninguna les pagué nunca por su amor, y si ella recibió dinero por haberme abierto el camino al desenfreno no me siento comprometido. Una, porque quienes pagaron fueron unos periodistas viejos, mis primeros maestros de la vida y el lenguaje, que con eso me estaban bautizando en su mundo de machismo y borracheras diarias. Dos, porque se aprovechó de mi inocencia. Tres, porque me gustó que lo hiciera. Cuatro, porque fue la más honesta y leal de mis mujeres y la mejor consejera. Además, tengo una justificación profesional. En los tiempos empíricos, cuando los chamacos iniciábamos, lo primero que recomendaban los reporteros de experiencia como estrategia era acceder a los bancos de información públicos y privados, y para eso había que hacernos amigos de dos personajes: las secretarias y las chicas malas. Las primeras sabían todas las cosas de las oficinas, y las segundas recibían en los congales el complemento íntimo de la información colectiva: con ellas recalaban todos los hombres. Recuerdo mi primer jonrón en el mundo de las noticias y los medios, de ahí vino: de Martha, ¿cómo no le voy a vivir agradecido? Una madrugada llegó a mi cuarto en el quinto piso de una construcción tenebrosa. Daba miedo voltear a los lados no por el vértigo natural de los abismos sin protección alguna hacia los basureros llenos de botellas de vidrio, sino por la cantidad de varillas salidas hacia donde sea, algo común en las edificaciones de la ciudad construidas al ojo de buen cubero de macuarros y alarifes. Martha abrió la puerta con su llave, entró, me dio el beso fiel de su ternura eterna, se fue al baño, permaneció ahí como diez minutos, y regresó conmigo a comprobar con la convicción de siempre si la milpa de su llano seguía creciendo como la había dejado. Al final de uno más de nuestros retozos invariables se dispuso a dormir abrazada de mí, desnuda, pero antes recordó que tenía algo que decirme. Ya ni dormí: desde ahí empecé a configurar con los detalles la nota de ocho columnas que marcaría mi despegue. Dejé a mi mecenas como en su tercer sueño, por ahí de las diez. Bañado y fresco me apersoné en el despacho del secretario de Agricultura y Ganadería, un tipo elegante de apellido Urreta y título de ingeniero que no sé si alguna vez llegó a pisar un surco o a tentar siquiera la ubre de una vaca. Tan pronto me senté frente a él me advirtió: “Quiero que comprenda que el asunto es muy delicado, muy grave para el estado, y estamos haciendo todo por resolverlo. No le puedo decir nada, sólo le pido la mayor prudencia”. Ni siquiera me dejó hacerle preguntas, nada. Me ofreció disculpas y me citó al día siguiente “para darme la nota exclusiva”, porque, según él, las negociaciones iban muy avanzadas y habría un acuerdo con los inconformes. Salí de ahí conteniendo la risa y la emoción. Al fondo del recibidor alcancé a ver a su asistente, un grandulón blanco, barbón y presumido de apellido Cuninham, con un vaso de jugo verde sobre su escritorio, disfraz inequívoco del remedio para los resultados de su estancia de la noche con mi mujer. Al día siguiente, a las seis de la mañana, mientras las musas del placer dormían, los manifestantes leían sorprendidos y ávidos su propia información, que ellos creían secreta, desde el encabezado del único periódico en publicarla, y junto con los demás lectores se enteraban por mi nombre de que tenían tomadas treinta bodegas con cientos de toneladas de fertilizante, retenidos los guardias, secuestrados camiones y equipos y bloqueadas las carreteras por agricultores que enfurecidos pedían el reparto gratuito del insumo. Pero la fama no lo resuelve todo en la vida, y menos cuando eres casi un niño. Si de por sí las mujeres tienen sus formas de ser inexplicables, el asunto es todavía más complejo cuando te ven joven pero con cara de viejo respetable, o por la experiencia que has ganado te miran con el recuerdo añorante de un tío lejano, u otro que ya se les murió, o un padre al que le buscan encontrar lo que nunca tuvieron en el suyo. Eso me pasó: las mujeres que me robaron el corazón nunca entendieron mis argumentos para darme el suyo. Era frustrante que más de una de aquellas a quienes les insinuaba de una y mil formas la posibilidad de relacionarnos, me dejaba con la boca abierta y las puras esperanzas de que me las dieran: las esperanzas, y se iban con el primer pelafustán que les hablaba. Así y por eso llegaron a cubrir ese vacío existencial Celina, la más bella de todas; Maribel, todo un caso; Fernanda, qué barbaridad; Esmeralda, hermosa; Angelita, puro corazón, y Patricia, al final. Ellas me abrieron sus puertas de par en par en lugar de las decentes. Es obvio que Martha era la matrona, la mayor y la más respetable, por sincera entre todas, y la que me enseñó los trucos amatorios para hacer volar por el cosmos a una mujer sin tener alas, la localización precisa de los puntos de ruptura en la perspectiva estética del placer, cómo hacerlas gritar de desesperación a punto de morir de éxtasis, a mantenerlas en el hilo de la muerte consciente, a arañar cualquier cosa con absoluta soltura, a estremecerse en un estertor agónico hasta caer descuajeringadas de felicidad. Celina fue la más hermosa, bellísima, de veras, y me la trajo la política y la suerte. Un día acompañamos a un aspirante a diputado por la zona norte. El tipo quería amarrar la candidatura de su partido a periodicazos, así que armó un pool de prensa. Lo acompañamos seis periodistas a una gira falsa por el Distrito y recalamos en Loreto. Llegamos al hotel, cansados, y nos dieron media hora para bajar a cenar, de todo: camarones, almejas, ostiones y langostas con sus pertrechos: cerveza, tequila y whisky a morir. Como a las nueve nos despedimos de abrazo del seguro candidato, que ese mismo viernes en la noche se regresaba a la capital, pero nos sugería a nosotros quedarnos el fin de semana en la playa. Dimos por hecho que como siempre ya estaba dispuesto el protocolo: cuando regresabas a tu cuarto había un sobre con dinero, una botella a tu gusto, botanas, hielo y sus periféricos. Esta vez había otro detallito oculto en el clóset de las habitaciones. Casi me dio un infarto cuando encontré ahí a Celina en calzones. Sólo lo digo como aclaración: la vi tan hermosa que me dio miedo tocarla. Me metí al baño y ella se fue a la cama. Cuando salí estaba tendida bocabajo. Me detuve a ver su imagen santa, inocente: jugaba con mi grabadora de audio, como niñita. Me imaginé que la habían sacado de alguno de los ranchos y aún no tenía experiencia en estos trotes. Avancé lento y me recosté en la orilla tratando de no interrumpir sus movimientos ni alterar la plasticidad de su figura, con sus caderas perfectas, blancas y torneadas. Cuando estuvimos cerca le pregunté cuáles eran los términos de su presencia. —Nada—, me contestó—. Me dijeron que te tratara bien. —¿Y qué hacemos?— le pregunté. Y me desconcertó el alcance de su respuesta: —Regálame tu música. Me dieron ganas de reír, más que otra cosa. Mi “música” era la casetera con la que grababa las entrevistas con la gente, con los políticos, pero no la utilizaba como equipo de sonido, sino como herramienta de trabajo. —Quédatela—, le dije. —¿¡En serio!? ¿Es en serio? ¿Me la regalas? —Sí, es tuya. Me conmocionó su ingenuidad, aparte de su belleza, por supuesto. Me acosté al lado suyo, oliendo su perfume, pero no la toqué. Ella tampoco hizo algo por insinuarse o mostrar interés en su orden de esa noche. Después de un rato me dijo que tenía dos horas y media para estar conmigo, que a las doce pasarían por las seis acompañantes de los periodistas para llevarlas de regreso, cumplido el servicio. Le dije que no se preocupara, no íbamos a acostarnos, que no acostumbraba ese tipo de regalos, no pagaba por mujeres. —Entonces—, me inquirió, entre dudosa y sorprendida—: ¿No vamos a hacer nada? —No. Nada—. Le apreté ligeramente la nariz con el índice y el medio. —¿Nada de nada?—, insistió. —No. —Mmmm… ¿No eres del otro lado, verdad? —Que yo recuerde, no, al menos en mi juicio. Hasta ahora no me ha cosquilleado ningún sentimiento ajeno a mi condición—, le dije. Y soltó la carcajada más linda y suave que he visto, lo que aumentó su hermosura. —Entonces, ¿quieres que te regrese el dinero que me pagaron? ¿Y tu música? —No—, le dije—. El dinero no es mío, y lo tienes tú. Y la música ya te la regalé. El que da y quita con el Diablo se desquita. Me pidió quedarse y hacerme compañía mientras las otras desquitaban el sueldo con mis colegas de la prensa, no podía anticiparse a la hora de salida. Y me hizo una pregunta que se me antojó una exageración de franqueza. Quiso saber qué les iba a decir a sus amigas cuando le preguntaran cómo le había ido en su encomienda. Ahí me serví el primero de los muchos tragos de esa noche hasta terminar esa botella y otras dos que mandé pedir al bar, de puro amor por Celina. —Camina como si tuvieras dificultad en la entrepierna —le sugerí—. Diles que soy un verdadero toro en la cama, un búfalo. Platícales que no sabes cómo te pudiste zafar de mí. Insísteles en que estuve a punto de partirte el cuerpo en dos. Así me ayudarás a levantar mi fama, subirás la tuya, y te sentirás satisfecha de saber que los demás piensan que devengaste bien el pago. Después de media hora de risa incontenible, que ninguno de los dos podía parar, me aventé con Celina sin tocarle un cabello la primera de un sinfín de aventuras que nos aventaríamos durante quince años por todos los pueblos de la Península, en nuestra relación incestuosa de hermanos y cómplices. Infinidad de veces lloramos juntos por desventuras propias y ajenas o celebramos victorias que ni eran de nosotros, bebiendo y arreglando los problemas del mundo a partir de hacer el amor con una convicción perfecta. El caso de Maribel es particular, pero académico, nada que ver con la inclinación por el degenere. Iba en mi grupo cuando me metí a estudiar Literatura y Comunicación en la Universidad. Coincidimos en el mismo equipo en el curso de Lenguaje Periodístico que el maestro armó para investigar problemas sociológicos. La suerte nos asignó en el sorteo el tema que ninguno esperaba: “Prostitución”. Éramos cuatro integrantes, y ella la única mujer, pero me gustó que no se incomodara cuando tomamos nota de las indicaciones. Gracias a Maribel conocí a Fernanda. Fui comisionado en el equipo para contactar a una vendedora de amor para entrevistarla. La encontré en la esquina más oscura de un tugurio conocido como “La Faena”. Morena, preciosa, sólo se alcanzaba a distinguir en la penumbra su hilera de dientes blanquísimos, realzada por las luces de neón. Me dieron ganas de reír. También sentí temor, pero me acerqué. Fernanda fue directa: estaba arrinconada ahí porque andaba en sus días. Me gustó su sentido de responsabilidad. Le encantó la idea de la entrevista y sólo pidió mantener su anonimato. Nos daría sus datos de localización verdaderos, pero había que respetar su intimidad. La neta que me cayó muy bien, y aceptó que la entrevista fuera al día siguiente para aprovechar su descanso obligado por los ciclos de la luna. Los muchachos del equipo estaban entusiasmados, incluso Maribel, que consiguió el permiso de sus padres bajo el argumento de que si no resultaba maestra o escritora tenía como última opción terminar de periodista. Me gustó cómo ocurrieron las cosas, pero no pensé que terminarían por cambiar la vida de nuestra compañera y al resto del equipo darnos una lección para siempre. A Maribel le correspondió la pregunta clave: “¿Cuánto ganan las prostitutas?” Fernanda contestó con frescura que en días malos, como los que estaba pasando, apenas ganaba como mil pesos en el puro copeo por la imposibilidad de irse con los clientes, pero en días buenos, con unos cuatro o cinco ejercicios, podía llegar a ganar hasta treinta mil pesos. Maribel abrió los ojos grandotes: —¿¡Treinta mil pesos!? —Sí—, dijo la morena de los ojotes y dientes blanquísimos—. Pueden ser un poquito menos, pero dependiendo de cómo te muevas puedes llevarte más. —¿¡Diarios!?—, quiso saber la otra. —Sí, diarios. Maribel no volvió a la escuela. Renunció a la Literatura y la Comunicación como opciones para ganarse la vida. Dos años después terminamos la carrera sin saber de ella. Fernanda se interesó por mis historias y nos tiramos un ligue como de cuatro años. Yo salía del trabajo, pasaba por ella al bar y nos íbamos a mi departamento a leer, tomar, contarnos historias y vivir. Un día ya no la encontré, ni a ella ni a sus cosas. Dijo que había sido y se iba feliz, y me dejó sus bendiciones y un recado: “Alguien te busca”, y una dirección. Confié en su honestidad de prostituta y fui al sitio indicado. Era una casa en la colonia Bellavista, enorme pero discreta, en la que no se escuchaban escándalos, si acaso algunos murmullos cuando ibas entrando. El diseño era sorprendente: tenía recámaras subterráneas, al nivel de piso y en dos plantas superiores, con privados y balcones por todos lados, un laberinto oculto por vegetación exótica y frondosa y jardines con fuentecitas por doquier. Di mi nombre y me dijeron que esperara. Después de veinte minutos, un caballero del servicio me condujo a la sala principal. Otros veinte minutos, más o menos, y una chica amable bien vestida me pidió seguirla, entramos a una habitación decorada con sobriedad y me dejó sentado en el sofá de una salita. Ahí volví a ver a Maribel, pero fue ella quien me llamó por mi nombre: yo no la reconocía. Sirvió whisky en dos vasos, en dimensiones generosas, y nos pusimos a platicar sobre las anécdotas de la Facultad. Qué memoria: había cosas que yo no recordaba. Era equis en las clases, pero se diseñó una imagen exacta para su incursión en el oficio más viejo del mundo. Usaba caireles casi rubios, y se puso unos lentes con aire de intelectualidad. La conocían como “La Escritora”. Supo administrar sus virtudes: durante diez años reunió dinero para abrir cuatro tiendas de novedades: Culiacán, Mazatlán, Los Cabos y La Paz. A mí me llamaba con cierta frecuencia para repetir con frenesí un acto de melancolía por su pasado estudiantil, hasta que dejó de buscarme: se retiró. A Esmeralda también me la trajo la suerte. Un día acompañé a unos empresarios de la construcción a una comida que terminó en un congal. Era la estrella y llegamos justo en el momento en que se rifaría una encerrona con ella en su privado. Alcanzamos boletos para los cinco que íbamos. Fui el último, y siempre he tenido una suerte maldita con los sorteos de todo tipo, pero ese día me gané veinticinco minutos que terminaron en cinco años en que me presentaba como su novio en las actividades sociales a las que asistía. No recuerdo con claridad cómo apareció Angelita, pero me gustaba por ingenua. Ya dije que todas fueron cariñosas, pero la malvada de Ángeles se mandaba. Era de armas tomar y nunca ponía pretextos ni justificaciones. Jamás se negó a mis fantasías, sólo a una que no puedo confesar aquí. Alguna vez estábamos ardiendo cuando intenté algo más allá, un detallito. Ella me rogó temblando que no lo hiciera. “Todo lo que quieras —me dijo, y me dieron ganas de reír—, pero por ahí no. Es lo único que me queda virgen”. Martha seguía siendo mi consejera. Nos alejábamos por días, pero luego me llamaba para repetir su hazaña de aquellos años pagada por los periodistas colmilludos. Nunca pasaron de dos o tres meses para vernos de nuevo. Cuando Patricia llegó a mi vida, Martha no se enojó, al contrario, se lo agradeció y le pidió que me tratara con cariño: era hombre de ley. Sólo me pedía prestado con ella de vez en cuando para rememorar su hazaña, pero para eso: recordarla y reírnos juntos, porque con el tiempo ya no podía llevarla a cabo. No sé si porque era mi novia, por sus méritos propios o porque ella ya se sentía cansada y requería de alguien que le ayudara, pero Martha le fue tomando confianza y cariño a Patricia para encargarle cosas personales del refugio: clientes, compras, pagos. No era para menos: media centuria abriendo centros nocturnos, desvelándose todos los días, cuidando de su personal, atendiendo a los clientes selectos y resolviendo conflictos obvios de la naturaleza del lugar. Antes había aguantado el ajetreo. Todo estaba cambiando, y los prostíbulos siempre serán un indicador importante de las transformaciones en una sociedad, sino es que el primero. A veces encontraba a Martha más reflexiva de lo acostumbrado, pero se negaba a explicar las causas. Por eso me buscaba ya no para repetir lo que hizo conmigo en condición de muñeco de trapo, sino para darse ánimos en la necesidad de continuar enfrentando un reto para el que no había otra alternativa. “Tantos años en el negocio, y que no me sepa mover”, decía. Tampoco la podía dejar sola, debía agradecerle cuatro décadas de vida feliz frente al dominio de las reglas sociales, de mujeres decentes que nunca comprendieron mi forma de ser. En el fondo compartíamos la misma categoría miserable: ella, matrona en un submundo poblado de bichos repugnantes para el orden moral. Yo, difundidor de noticias a modo que no afectaran las buenas costumbres. Estábamos al mismo nivel, y eso nos unía: la negativa a abandonar nuestra buena fe a pesar del pantano de hipocresía en que nos movíamos. ¿Éramos cómplices de la putrefacción moral? No sé, igual y sí. Pienso que así como nosotros tres nos fuimos uniendo en el amor, ocurrió igual con los demás signos de la descomposición. No los vimos llegar porque los confundimos con clientes, pero Martha sí los observó, les permitió entrar, y aun con su energía física mermada nunca aceptó sus condiciones porque era como abandonar y desproteger su planeta. Cuando yo me encerraba con Patricia ella cuidaba a los niños y negociaba los plazos de funcionamiento. Magali tenía seis años, dos menos que Luisito y cuatro menos que Héctor. Se dormían en el piso, debajo de las mesas, o en algún rincón jugaban al amparo de las imágenes de la Santa Muerte alrededor. Cuando yo llegaba, la niña corría a recibirme y me pedía dinero. Le daba un billete y salía disparada con sus hermanos a la tienda de la esquina. Antes de volver con leche y galletas, se ponían a jugar en las maquinitas, mientras nosotros, en el reservado de Paty, cumplíamos ritualmente nuestro propio juego. Cuando las cosas se pusieron negras y Martha, aferrada a su convicción de honestidad y decidida a proteger su galaxia, se negó rotundamente a vender droga, yo no alcancé a percibirlo por dos razones bastante entendibles. La primera de ellas: andaba embelesado con las ternuras de Patricia en todo, y segunda: Magali profundizó hacia mí su trato de papá, aunque me decía de tú: me abrazaba y me mimaba. Nunca supe quién fue su padre real, y la verdad que no sé si ella o su madre lo sabían. Los papás de Luisito y de Héctor andaban lejos o en el infinito, quién va a saber, igual y eran parte de los signos que no vimos. Yo me admiraba porque los niños veían todo con tanta naturalidad que me preguntaba cómo sería su vida en el futuro. Era elocuente: Magali ya pintaba para encabezar otra generación de prostitutas honestas, fieles y auténticas como Martha y como Paty. Me divertía cómo bailaban “Zorba, el griego”, remedando a Antony Queen y Alan Bates, que alguna vez les enseñé andando borracho. El día del ataque iba por la tercera noche refugiado con Patricia, tratando de olvidar la última de mis oportunidades de congeniar con una mujer decente, Érika, una niña fuera de lo convencional en todos los sentidos. Estaba a punto de superar mi frustración y de plano tirar por la borda lo que me quedaba de confianza en las mujeres de la superficie, gracias a su ternura y a los arrumacos de Magali. Salimos temprano del refugio a comprar las cosas que faltaban para el servicio de ese día y me pidió que la llevara. Las diosas de todas las noches dormían y el único ajetreo eran las primeras danzas matinales de Luisito, Héctor y Magali con las vírgenes de la Santa Muerte reinando en la sala todavía a oscuras. Los sicarios llegaron y cortaron la energía eléctrica desde la calle. Rociaron gasolina en la entrada general y la incendiaron para que nadie pudiera salir. Luego soltaron ráfaga sobre las cortinas de lado a lado con la intención de cubrir con plomo todos los espacios con la pista al centro y Martha en el primero de los cuartos. Un presentimiento, el sonar repentino de sirenas y un mensaje del celular completó el cuadro a Patricia, la última puta honesta de mi felicidad. Aventó las cosas y me dejó con ellas ahí tiradas. Se le paró enfrente a un taxi que ya iba ocupado, bajó del asiento de atrás a una mujer y ordenó rumbo al conductor, quien no se atrevió a contradecirla. La imaginé aullando como perra herida desde el coche mismo rumbo al universo de contraste entre dignidad e indecencia, nuestro mundo feliz de desprecio y autenticidad.

 

Autor: Elino Villanueva González Tianquizolco, Guerrero, México (1965).

Licenciado en Lengua y Literatura y maestro en Historia Regional. Periodista hace casi 40 años, principalmente como cronista, e historiador, profesor y escritor. Fundó y dirigió las revistas culturales Entre Mares y Plebes. Profesor de tiempo completo en la Universidad Autónoma de Guerrero, México. Premio Fiestas de Fundación (La Paz, 2005), premio Nacional de Cuento de Humor Negro (Morelia, 2006), Premio José Agustín (Acapulco, 2009), Premio Nacional de Cuentos Campiranos (Texcoco, 2008), premio “Elena Garro” (Iguala, 2016) y premio “Letras Surianas” (Taxco, 2018). Es autor de los libros El ciclón Liza, La isla de la sal, El estruendoso silencio de tu voz, El gol de la honra, Domiro el profesionista, y coautor en Palabras viajeras, Palabras peregrinas, Historia General de Baja California Sur y “30 crímenes digitales”.

Imagen de Juan José Sifuentes tomada de

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