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La naturaleza de las cosas


Hasta hace poco tiempo, no podía darme el lujo de hablar de esto. Por el contrario, cada instante me esforzaba en olvidarlo. Sucede que basta encender la luz para que cada objeto a mi alrededor quede inmóvil, visiblemente tensos. En la oscuridad los oigo saltar, susurrar, caminar a mi lado en puntas de pies. De niño, solía pensar que era simplemente un juego, una forma que tenían los objetos de distraerse, liberar tensiones.

La luz, lejos de exhibir pudor, nunca nos oculta su obscena fascinación por desnudarnos. Jamás se lo recriminaría. Es este comportamiento el que me devuelve la calma, tras el absurdo libertinaje que predomina en la oscuridad.

Mis episodios no eran más que una reiteración de eventos espantosos. Sí, eran, porque hubo un quiebre. Un quiebre doloroso. Niego atravesarlo nuevamente, a pesar de saberlo superador.

Fue a mitad de la adolescencia que esto se volvió incontrolable. Llegué a no querer cerrar los ojos. La resequedad me agrietaba las pupilas. Mi cerebro se estresaba casi hasta el colapso de tanto procesar imágenes. En mi casa, las luces jamás se apagaban. Era el faro de la cuadra.

Una noche —de las que consideraba tranquilas en cuanto a mi padecimiento— cené tarde, pasadas las diez. Las persianas siempre altas. Durante el día abarrotaban de luz la casa. Al caer el sol, las ventanas se dilataban buscando la poca claridad exterior. Recuerdo el momento exacto. Apoyé la copa de vino sobre la mesa. Me levanté de la silla y al segundo paso, ¡todo se oscureció! Tan rápido como pude, abrí un cajón de la cocina donde guardaba la lámpara de emergencia, solo para recordar que se la había prestado a un vecino. Más rápido aun, abrí la puerta de la alacena arrancándola de la desesperación. No controlaba fuerzas ni calmas. Ya mi pecho era un cascabel; con la respiración hubiese inflado fácilmente un globo aerostático. Las decenas de velas que siempre merodeaban por la casa, en ese momento se habían escondido. Tres puertas más arranqué del mismo modo, solo como descarga. Sus bisagras salieron despedidas. ¡Ouh!, gritaron. Al caer, algunas se alejaron rengueando. Otras, estiraron la pata en pleno vuelo. No solo la casa estaba sin luz, también el barrio y, para mí, el mismísimo universo. Quedé inmóvil unos segundos, sabiéndome rodeado. Oí el tropiezo de un objeto metálico, de seguro con otro que, acostado, relajaba sus músculos. Alguno de ellos rodó hasta golpearme la punta del pie y luego dar contra la heladera. ¡Se desató mi locura! Escuchaba a cada objeto deambular por la casa; me rozaban, causándome escalofríos. Yo no les asustaba. Se sabían amos y dueños del mundo entero. Di unos pasos cuidadosos hacia adelante, donde me esperaba la pared. La palpé y apoyé la espalda. Algo se arrastraba por la cocina rayando el piso. A su vez, entre risas, las llaves golpeaban unas con otras deformándose: pretendían encerrarme por siempre. De repente, algo se toma de mi tobillo intentando treparme. Salté y me sacudí de tal forma que se me acalambraron las piernas. La oscuridad era completa. Temí la muerte del sol y de la luna en algún, quizás, pacto suicida. Un auto pasó por mi calle con sus luces encendidas ¡Corrí hacia la ventana! Lo miré y lo adoré como al Mesías que nos iba a guiar en un mundo ya de sombras, pero rápidamente dobló en la esquina y se alejó. Tomé una silla. Me senté y levanté los pies. Me coloqué en posición fetal. Escondí la cabeza entre las rodillas. Recé. O grité lo que recordaba era un rezo. Tan fuerte que no podía oír nada a mi alrededor. Momentos antes de que el corazón se me descalabrara, ¡sucedió el milagro! Volvió la luz. Intacta, radiante, blanca, serena. Me enamoré de ella. Se hizo presente de golpe, salteándose la penumbra, ansiosa por socorrerme. La sensación de renacer no duró demasiado. Toda aquella mezcla de emociones fue excesiva y, simplemente, caí desvanecido. Lo último que oí fue el golpe seco de mi cabeza contra el suelo. Desperté de día, con una protuberancia palpable en la sien.

Hoy, a la distancia, entiendo que aquella experiencia tan extrema me generó una cicatriz en la mente, un parche. Desde entonces, cada episodio fue disminuyendo su intensidad. Los últimos han sido casi imperceptibles o, incluso, vividos con cierta curiosidad. Es increíble cómo los objetos recuerdan su ubicación y postura. Las respetan con una mezcla de temor y deber, aceptando sin reproches que eso es parte de su naturaleza.

Hace apenas unos minutos, sorprendí a unas monedas llegando a su sitio con lo justo ante el primer haz de luz. Exhaustas por la corrida, no pudieron disimular la agitación en su pecho. Les quité rápido la mirada fingiendo no haberlas visto y, sutilmente, sonreí a sus espaldas para no incomodarlas.

 

Autor: Diego Simón

Diego Simón es un autor nacido en Quilmes. Escribe poesía desde los 18 años y hace dos comenzó a escribir relatos, al descubrir que sus poemas escondían historias. Obtuvo “Mención de Honor” por su relato “El Galeón”, en el “62° Concurso Internacional de poesía y narrativa ENSAMBLANDO PALABRAS”, organizado por el Centro Cultural Latinoamericano. Miembro de Centro PEN Argentina.

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Diego Simón - Escritos sueltos

Imagen tomada de http://bentobjects.blogspot.com/ Autor: Terry Border

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