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Caracol roto (poética y paradoja del)


Rotos, atravesados: con una rotura transversal de esas, imposible encontrar un ángulo que te disimule los agujeros. Cuando los caracoles están así, cuando podés verlos por dentro, descubrís los recovecos que esconden. Y se te revelan más reales que nunca. Crudamente enteros. Así se quedó él cuando ella se fue, como después de un gancho al hígado de Bonavena. Tripas en la pared y el grito desbordante de un animal asustado —aunque se lo callara—. Y calambres hasta en los músculos que no sabía nombrar. Todo él irreconocible, desconocido. Casi como si los años compartidos le hubiesen puesto un velo que le pegaba los párpados. Y bajo la crueldad de la lámpara sucia, se repetía: —Carajo, esto es el dolor. Ella le había partido todos los espejos —como dios mandaba, aparentemente—, y desde entonces él no lograba ser más que un reflejo roto de lo que había sido. Pura ruina, cicatriz hecha cuerpo. Le quedaba la tristeza viscosa, como mierda embarrada en las manos, y no encontraba la forma de fregársela. Ojalá pudiese limpiarse la tristeza tan rápido, tan así nomás como ella se lo limpió a él. Tras el knockout, poco a poco, el tipo se iba transformando. Y con la carne todavía sufriente y aguda, se descubría extraño, miserable, fuerte, ciego, patético, hermoso (también). Siempre creyó que una novela berreta de esas no lo iba a enredar ¡Justo a él! Pero la hecatombe le escupió las kriptonitas menos pensadas. Y así, igual de sorprendido, descubrió lo que era capaz de aguantarse: se volvía a armar, aun sabiendo que no habría arena que le llenara los agujeros de caracol muerto. No, nunca, nunca más habría arena suficiente, esta vez no, pero no importaba. —Si me recupero de esto —largaba, entre risas opacas—, me convierto en Highlander. Igual, pronóstico reservado. ¿Sobreviviré?, se preguntaba. En ese barro ansioso anduvo revolcándose varios meses. Ya había pasado otra tarde de martes insulso, cuando la volvió a encontrar. Él paseaba al Negro por la plaza, iban por ahí como dos vagabundos. Ella paseaba su vanidad por la avenida, taconeando su olor a jazmín. Él la vio, y no pudo olfatearla, pero le conocía el perfume de memoria. Dudó si tenías ganas de cruzarse: se quedó inmóvil, mientras la miraba irse. Sintió que masticaba piedras filosas y apretaba vidrios con los puños. Entonces entendió. El tsunami había arrasado, hasta con los lentes de mirarla como antes. Tenía abollado el amor. Estaba, sí. Estaba, y era bastante. Pero estaba tan arruinado que ya no servía. Destrucción total se dijo para adentro. Y, recién en ese momento, pudo verla entera a ella. Pudo verla con sus propios agujeros: era — sin saberlo— espeluznantemente linda. Rebalsada de demonios. Y tan egoísta como frágil. Tan, tan frágil. Tan, tan egoísta. Antes de pegar la vuelta, se sentó en un banco verde. Mientras miraba el piso y acariciaba al perro largó la ficha que le acababa de caer: Qué cagada, estamos todos rotos. A la noche, fumando en el balcón, tiró al patio interno con la colilla sus últimas esperanzas de ella. Ya entrando pasó por la biblioteca y se acordó que también existían los libros, los adornos de las repisas y el polvo. ¿Qué hacer? le preguntaba Lenin desde el estante de arriba. Y él no podía responder más que con parches mal cosidos: ¿poner a prueba los cimientos?, ¿apretar los dientes y, simplemente, transcurrir? O hacer fuerza para no caer cada día en la fuerza centrífuga que lo encerraba en esa puta espiral de nada. Siempre había deseado demasiado rápido, y era imposible saber si su destino sería convertirse en mariposa o en leche cuajada. Abrir los ojos a la belleza, o secarse del todo. Esa era la cuestión vital para él: la impaciencia que sembraba cada trasnoche, el temblor que recogía cada imposible mañana. Y como cada vez, antes de apagar la luz, creyó haberla soltado del todo.

 

Autora: Florencia Rivas

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