top of page

Aquel gordito de la colonia de verano sí que sabía nadar. Todo en él era rollizo: tobillos, muñecas, hasta el cuello, parecía un gran muñeco Michelin. Pero, increíblemente, podía bracear más rápido que cualquiera, incluso con su cuerpo completamente sumergido, conteniendo la respiración de manera sorprendente, siempre los dejaba muy atrás. No obstante, afuera de la pileta, era siempre el último, hasta las nenas le ganaban en velocidad. Jugando en equipo, como por ejemplo en el fútbol, también era un desastre. Su cuerpo fofo era su principal enemigo. Apenas podía patear. En consecuencia, terminaba en el arco; pero era tan lento y blando que hasta los pelotazos sin dirección que impactaban en él, eran gol. Indefectiblemente la pelota siempre rebotaba dentro del arco. El equipo donde jugara estaría en desventaja.

Como no me gustaba que los chicos dirimieran el equipo mediante el "pan y queso" (con este método Facundo siempre era el último en ser elegido), empecé armarlos yo. Pero a pesar de mi esfuerzo en integrarlo, no evitaba que sus compañeros se burlaran sistemáticamente de él. Moby-Dick, hipopótamo, foca, gordo de sumo, gordo tira pedos, Pokebola, globo pesado, chancho, lavadora con patas, esfera interplanetaria y hasta alguno, con ínfulas de intelectual lo había bautizado adefesio de grasa, seguramente después de una visita al diccionario. Encima, por tratarse de una colonia de verano, los retos eran palabra prohibida y los castigos, causal de despido. Pobre Facundo. Al menos, tenía en algo con lo que desquitarse: la natación. Dios, que rápido que era.

La devoción de verlo nadar, las ganas de darle un premio a Facundo, me hicieron organizar un torneo de natación. Sería el segundo domingo de febrero, estábamos a fines de enero. Como el club no quería soltar un peso, los tuve que poner de mi propio de mi bolsillo. Mandé a hacer invitaciones a color para los padres, las medallas de aluminio (con mi sueldo de profesor, valdrían como si fueran de oro).

El día anterior a la competencia el entusiasmo era exacerbado. Nenas y nenes se apiñaban en la pileta. La ilusión de ganar fue como una inyección de adrenalina extra, y para chicos de entre ocho y once años era demasiado. Tal vez, mezclar un poco de Rivotril en el cloro... Aunque era mucha la responsabilidad, se me hizo llevadero hasta que una nena rompió a llorar. Carolina. La saqué del agua y me contó entre estertores que había perdido su cadenita de oro, regalo de comunión de su madrina. Miré la superficie del agua, el azul estaba moteado de salvavidas, brazos, cabezas, espuma. Era imposible cualquier rastreo sin meterse. El berreó de Carolina iba in crescendo. De pronto, como contrariando toda ley newtoniana, Moby-Dick saltó ágilmente y sumergió. El alboroto cesó, como si alguien hubiera apretado stop, como si ese Rivotril que nunca me hubiera animado a echar en el cloro, los nenes se callaron. Sólo se escuchaba el lloriqueo de Carolina. Los busqué a Facundo y no había noticias de él, de golpe la pileta se había convertido en un océano. Había pasado más de un minuto. Preocupado, me calcé las antiparras y salté al agua. Primero vi los pies, algunas sombras y en una esquina estaba Facundo, sus manos estaban ocupadas en algo brillante que parecía estar enganchado en una rejilla que del fondo. Me acerqué un poco, era la cadenita. Con el aplomo de un cirujano trabajaba para liberarla. Se lo veía tranquilo, sin prisa. De hecho yo necesitaba salir a la superficie, cómo podía tolerarlo él. Saqué apenas la cabeza, respiré hondo y adentro otra vez. Facundo ya tenía la cadenita en la mano y estaba subiendo. Salimos juntos. Él no parecía agitado. Su respiración se conservaba serena. Carolina exultante le dio un beso en la mejilla de Facundo que se puso colorado y sonriente, mientras que yo intentaba comprender cómo no se había ahogado.

Finalmente llegó el segundo domingo de febrero. Se presentó como un día glorioso: soleado y las gradas de la pileta colmadas de padres y madres cargando a los hermanitos menores de los participantes. Hasta algunos papás tenían listo el cronómetro en mano. Me reí por dentro, ellos creían que habían venido a ver a su hijo ganar y en realidad aquel gordito, no sólo ganaría la competición sino el merecido y ansiado respeto de todos. Imaginaba las palmas coloradas de tanto aplaudir.

Era ahora. En sus marcas. Preparados. Listos. ¡Ya!

Facundo se zambulló de cabeza. Fue tan perfecto el salto, que hubiera deseado que la pileta tuviera trampolín y también hacer una competencia de saltos ornamentales. A continuación, entre tantos chicos braceando, lo perdí de vista, hasta que de golpe, cerca del final de la pileta asomó la cabeza. No sólo había aguantado la respiración casi un largo entero, sino que además iba primero y sacando varios metros de ventaja. Facundo, no nadaba, buceaba. Era increíble. Ni bien completó el primer tramo, volvió a sumergirse para deslizarse bajo del agua como un delfín. Aquel niño tenía aletas como brazos. Cuando llegó, el segundo y el tercero ni siquiera habían completado el primer tramo.

A pesar de mi ilusión, la realidad fue muy distinta: se escucharon pocos aplausos. La mayoría miraban atónitos a Facundo. No podían creerlo, hasta que un escéptico arruinó la merecida conquista. Luego se le sumaron otros. Aquel padre reclamaba que repitiera la prueba, que era imposible que un niño de diez años pudiera hacer los 100 metros en treinta segundo. Sí, treinta segundos. Y sí había roto un record mundial logrado por un adulto profesional, un record Guinness. Lo acusaba de tramposo. Otro padre reclamó que tampoco hizo crol, solamente se sumergió. Pero qué diferencia había, si justamente nadando crol te daba más ventaja. Para que no quedaran dudas, le pregunté a Facundo si quería repetir la competencia y esta vez nadando crol. Sin chistar, se acomodó las antiparras y se encogió de hombros.

Mientras los demás niños se preparaban para largar, llegó un hombre, que se metió, en silencio, entre las gradas. Era flaco, barbudo, con antejos y vestía un delantal blanco. Se sentó sin perder con su mirada a Facundo. Tal atracción provocó que Facundo lo notara. Lo saludo alegremente. ¿Sería el padre? Jamás lo había visto, ya que siempre se volvía en el colectivo escolar. Lo que sí sabía que aquel hombre me ponía la piel de gallina. Era frió, no le había devuelto el saludo y encima sus ojos celestes, inertes, enseñaban una mirada de penitencia. Facundo se incomodó e intentó salirse, pero el hombre y sin que lo percibieran los demás padres, le señaló el punto de partida. Facundo regresó. El hombre hizo un gesto que recién pude comprender cuando la competencia terminó y Facundo salió último. Había perdido a propósito. Aquel hombre le había ordenado hacerlo. No me quedaba dudas, yo había visto como nadó, sus movimientos fueron perfectos, solamente los hizo muy despacio para que todos lo superaran. Aquel niño era prodigio, un ganador, un pez. A mí no me podían engañar, pero al parecer sí al resto de los padres, que celebraron la derrota de aquel adefesio de grasas. Me esforcé para evitar que cayeran lágrimas mías, cuando entregué las medallas y ninguna era para Facundo.

Al terminar la premiación, enfadado, fui a buscar al hombre. Estaba al lado de Facundo, que con una toalla diminuta intentaba en vano cubrir su enorme cuerpo. Efectivamente el hombre se presentó como su padre, aunque la verdad se parecían poco. Me estrechó la mano y me pidió disculpas porque su hijo había hecho trampa y que jamás volvería a suceder. No le creía y le exigí explicaciones. Pero el padre sólo me contestaba que su hijo era un tramposo. Imposible. Y sí lo era, entonces era el mejor mago del mundo, dije. El hombre me clavó la mirada. Sus ojos celestes eran dos témpanos de hielo. Sin decir una palabra, se dio vuelta y se fue con Facundo. Jamás volvieron. Facundo abandonó la colonia.

Pasaron los veranos, los trabajos, las mujeres y yo me había olvidado completamente de Facundo hasta un mañana como cualquier otra, una noticia importante interrumpió la transmisión. Un argentino había ganado el premio Nobel de Química. Era el segundo argentino en ganarlo en dicha categoría y se llamaba Enrique Manzano. Después de la placa apareció su foto. ¡Era él! El papá de Facundo. Subí el volumen del televisor. El periodista decía que a la brevedad se pondrían en contacto con Enrique y que lo había ganado gracias a una mutación y regeneramiento de la mioglobina. ¿Mioglobina? ¿Qué era eso? Tampoco el periodista lo explicaba y esperaba que la información detallada la diera el mismo ganador del premio. Sin esperar un segundo más, busqué la palabra en Internet. Descubrí que la mioglobina era una proteína muscular, estructuralmente y funcionalmente parecida a la hemoglobina. La función de la mioglobina era almacenar y transportar oxigeno en los tejidos. La diferencia con la hemoglobina, que dicha proteína lo hacía en la sangre en vez de los músculos. La siguiente búsqueda que encontré me dejó perplejo. Aún más que la velocidad de Facundo en el agua. Se trataba del funcionamiento de la proteína en los mamíferos como la ballena, el delfín, cachalotes, orcas, focas, lobos, elefantes marinos y cualquier otro que te pudieras imaginar. La mioglobina era la responsable por la cual podían aguantar la respiración sumergidos a grandes profundidades en el mar y bucear sin dificultad. Los elefantes marinos podían soportar dos horas sin salir a la superficie y los cachalotes descender más de dos kilómetros en agua.

El hecho que el padre había adulterado la mioglobina y ganado el premio Nobel de Química y que su hijo nadara y aguantara la respiración al igual que los mamíferos marinos: me hizo reflexionar que Facundo había sido un conejillo de Indias. También suponía que los suecos que le otorgaron el premio deberían ignorar tal atroz acto de experimentos en niños. Hasta incluso al apellido Manzano, no me sonaba. ¿Sería realmente el padre? Deseaba buscarlo a Facundo en alguna red social pero no recordaba su apellido ¿Dónde estaría Facundo en este momento? Debería ser un adolescente o tal vez ya todo un hombre. La mezcla de intriga, bronca e incredibilidad me provocaron a seguir investigando. Quería denunciarlo a Enrique y meterlo en la cárcel, pero por otro lado necesitaba pruebas y también hasta qué punto era culpable. Por lo menos Facundo tenía un don, uno que no podía desperdiciar. ¿Y si era cierto? Se me erizó la piel. Podía ser realmente verdadero. Recordé aquel día que Facundo ayudó a Carolina. Lo feliz que se había puesto. Coloqué el cursor en el buscador, pensé y escribí: Salvados en un naufragio. Aparecieron muchas noticias. Entonces especifiqué más y agregué las palabras misterioso y sobrenatural. Pronto aparecería la noticia. Eso quería creer, que aquel gordito seguía con vida, lejos de los abusos de su padre. Quería convencerme que ahora Facundo era un superhéroe.

 

Autor: Bruno A. Biondani

Nació en Buenos Aires el 19 de julio de 1983. Comenzó a escribir a la edad de 21 años. En 2009 publicó su primer libro de cuentos, La Fuga del Tiempo, bajo el seudónimo de Barbú, con el cual siguieron tres títulos más: El Narrador (2010), Huellas en Discordia (2012) y El Orador (2014). A fines de 2016 publicó su primer obra firmada con su nombre, El Suicida, siendo la novela más vendida en el stand 3111 de la 43º Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. El Séptimo Rayo (2018) es su segundo libro que se publicó con su nombre y fue presentada en la 44º Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. En está novela, por primera vez en su carrera como escritor, Biondani nos ofrece un relato de ficción construido y enmarcado por hechos históricos, dejando varios interrogantes al lector, quien deberá aventurarse por sí solo y descubrir qué es real, qué podría serlo y qué nació de la mente del autor.Para futuro el autor tiene pendiente publicar una antología de microficciones y cuentos, como además re-editar la obra completa que firmo bajo el nombre de Barbú con el real. Además está pensando en dos nuevas novelas como también no descarta una posible continuación para "El Suicida" como para "El Séptimo Rayo".

Imagen de Yves Klein

bottom of page