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Una chica cerca de un nogal de la calle se paseaba de lado a lado en la vereda, estiró su mano y pidió algunas monedas. Se moría de hambre, alguien la invitó a tomar un trago y terminó vomitándole, luego se durmió. Buscaron su dirección entre sus bolsillos y la llevaron arrastrando a su casa, ella se moría de hambre, deprimida, desesperada.

Sus ojos estaban puestos en la escopeta, la escopeta apoyada en el marco de la ventana. El ojo derecho cerrado. Su ojo izquierdo estaba abierto, apuntando, en la mira de su escopeta. Un tren pasó y ella disparó, hizo un agujero en la chapa atravesando un asiento numerado y crujió el cráneo de un pasajero. Con un sonido áspero de líquido derramado, estaba muerto. Al otro lado había solo una pared, una ventanilla llena de gotas de lluvia, campo y nubes grises llenas de electricidad.

Ella pensó en prenderse fuego con furia, después escapó de su cuarto desordenado y preparó la cena para tres. Semillas para su madre y su padre, ya no llovía. Cosiendo y rompiendo cortinas, haciendo sábanas sentada en su catre, su cuerpo estaba volviéndose peludo y viejo. Apretaba los ojos, apretaba una llave en su mano, tenía el estómago vacío y su pecho era de puro hueso y piel. Recordó una vez en la que había probado chocolate y lo había vomitado.

Contó las noches en las que la inyectaban con jeringas, sin saber que era lo que metían en su sistema nervioso. Contó las noches en que todos gritaban despiadados, eran los comedores de plástico del pabellón psiquiátrico. Ella no hablaba, trataba de acomodar los sonidos, dividirlos en cajas metálicas en su mente: peces recién nacidos, sus propias piernas, una noche, agua de mar, ginebra, alprazolam, procaína y olores rancios.

Un día volvió a su casa y encontró un perro con sarna durmiendo en su catre. Otro perro en el mundo de los perros pelados por la sarna. El perro tenía una historia y ella se sentía a gusto, ambos estaban pelados. Lloraba cuando los facultativos la sometían a tratamientos de extrema violencia y dolor, pero ahora tenía un amiguito y ella pensaba que ambos estaban pelados. Vomitó y trató de no ensuciar tanto. Hora antes, desesperada había ido a la playa y había tragado toda la arena que pudo, a veces el hambre era demasiado cruel con ella.

Esa misma noche recordó los rasgos de la gente que había sido alterada por extrañas enfermedades deformantes y ahora dormía drogada en algún pabellón, oscuro y sombrío en el recuerdo. Nunca podía dejar de estar alerta. Para ella era todo, el fijarse en los colores de la noche por la venta, se sintió exaltada por el desenfreno.

Definitivamente sabía de economía, sabía mucho de eso y hablaba con voz tranquila, cuando alguien la contradecía se quedaba muda, esperando. Se comía las uñas y cuando los enfermeras la veían, venían corriendo con un vasito y algunas pastillas, generalmente somníferos, ella pensaba que era objeto de burla y se quedaba quieta, inmóvil, después de tomar las pastillas se escondía detrás de un colchón, terriblemente avergonzada.

Una noche al salir de su casa, un hombre le ofreció semen en un frasco, le pregunto si podía venderlo por él, afirmaba que tenía grandes contactos y un monopolio en el mercado negro de indonesia. Tras mucha insistencia por parte de él, ella acepto. 20% de comisión de cada venta, cada frasco salía $45.- y a ella le pareció bien.

Tuvo varios problemas con la autoridad y dejo crecer su pelo. Sus ojos marrón claro hacían juego con su pelo, ahora crecido. Cuando se dio cuenta comía pizza todas las noches, sentada en su catre, en su cuarto de hotel.

Una mujer gorda y desalineada golpeó a su puerta una noche, venía de Capital y necesitaba un socio para deshacerse de todo lo que venía atormentándola desde los 11 años. Juntas cada noche preparaban la mercancía en bolsas, pesadas y acomodadas, listas para vender: Cocaína, Marihuana, Pasta base, Clonazepam y varias drogas de diseño. La mujer gorda se llamaba Giselle y por las noches se prostituía y vendía vino y cerveza, y cuando las cosas iban bien, botellas de whisky. Una noche juntas, Giselle puso todo el LSD que supuestamente estaba vencido en su petaca, creyó que esa era su última noche de mala vida y se preparaba para divertirse. Juntas de la mano pasearon dando tumbos por toda el área del centro y algo anduvo mal. Quiso recordar que había pasado y visiones de naranjas chupadas en primavera, la casa del campo que era propiedad de su abuelo, padre de su padre. Recordó como el tocaba la guitarra y ella escuchaba, mientras miraba ensoñando el parque por la ventana. Creyó que estaba naciendo, de su estómago chorreaban encuentros alienígenas y pastillas, laxantes, somníferos, procaína. Nacía de un balde, junto con otros tres baldes embotellaban tristeza. Tomo vino, pero todo parecía un sueño de infancia, creía con todo su ser que era una tortuga, una tortuga marina torturada a los siete años que conocía el efecto de la morfina; toda su vida estaba vacía. Tiro la toalla y corrió directo a las estrellas, preocupada, directo al mar. A los quince años pesaba 47 kg y aspiraba keta, la gente le regalaba cosas. Pensó en el desorden de su habitación. Pensó en que la gente que le regalaba cosas iba y venía rápido, y si volvían en el final ella quizás esté muerta, no podía saberlo.

Su madre disparo contra su padre a los 33 años de edad y después cometió suicidio. Ella quería desesperadamente que le crezca un pene, odiaba su condición de mujer. Internada, después en la calle, otra vez el internado, otra vez en la calle. Vio todas las noches desde su manta húmeda, en su cuarto de hotel y decidió partir. En un baldío encontró a un niño que no hacía más que reír y sonreír, solo decía que si y hacia cualquier cosa que uno le dijera. Ella volvió a su habitación, agarro la escopeta de su madre y volvió corriendo al baldío, donde estaba el niño. No apunto bien y le dio justo en la oreja, “así luce más bello” pensó, abstracta y trastornada. El sonreía, esa misma noche lo llevo a su habitación y lo lavo y vistió. Curo sus heridas. El niño había muerto 5 horas después.

Se sentía limpia, quizás eso la había curado, desarmó su cama, sus mejillas, se sentía torcida y busco silabas para probar su nueva forma humana. Absorbía energía como un generador en reversa, como una heladera fría y muerta.

Cuando volvió en sí, Giselle había desaparecido, estaba mojada y sin sus zapatos, tirada en una playa cerca del Torreón. Recobró la suficiente fuerza como para ver que le faltaba parte de un dedo y creyó que gritaba. Vio el rostro de su abuela muriendo y pensó que las personas ancianas regresan a sus seres queridos antes de morir. Ella volvió a su cuarto y vio a su perro caminando bajo la colcha por el piso. Su escopeta no estaba y su cordura tampoco, reconoció toda la situación, la luz de la ventana, reconoció el talle de su vestido y lloro. Su abuelo le había dicho una noche que las ratas podían comer sus pies si los sacaba por debajo de las sábanas. Su hermana le había dicho que luces de sangre corrían desde la luz de un viejo televisor señal de que alguien podía cortar sus pies con un serrucho. Sintió sueño y trato de dormir con el perro, a veces era bueno sentir su calor a pesar de la sarna.

Al despertar vio la luz en la ventana, inmediatamente el encargado del hotel abrió la puerta de un empujón y le gritó frenético: “¡ponente las zapatillas, dale pendeja!... ¡Te vas! ¡Vamos, fuera!” y ella pensó en la calle, el frío, la soledad y la pobreza. Se puso sus zapatos, apretó los puños y saco al perro de abajo de la cama, estaba en trance. Violentamente infantil, fuera del hotel, pateó al perro y caminó despacio hacia el Playland de la esquina, gritando mierda, engañada y sucia.

Cuando tenía 4 años su padre la había empujado y al caer se clavó una piedra en la mano, su padre volvió a patearla. Ella no tuvo tiempo de ponerse a llorar, sus manos y su cara estaban sucias también, apestaban a violencia.

Esa noche durmió en el parque, se sentía reina y poseedora de todo amor. Cortó más papel de diario y alimento el fuego de una de esas parrillitas blancas. Tuvo un sueño, ella podía volver y conformarse. Ahora era una reina, no tenía posibilidad de refunfuñar de ánimo, no tenía familia y vivía en un pantano. Estaba lista para enfrentarse al mundo otra vez.

 

Autor: Martín Giles

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