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Edipo en el sur


- Una forma era. Una forma oscura contra la pared blanca. Me divertía mucho.

Victoria narra un recuerdo de su niñez. No tenemos nada que hacer. Es sábado. Llueve desde temprano y es como si fuera a hacerlo por siempre. Miramos hacia afuera, hacia ese mundo que es de una blancura virginal. Celebramos la cancelación de una reunión. El número de la revista se demora por una superposición de causas. Los jóvenes de aspecto intelectual tenían un asunto urgente en Uruguay, la desabrida era impedida por una inundación. Miramos la lluvia y festejamos la suerte. Es como si esa blancura del mundo a través de la ventana nos pusiera a resguardo de todo mal. Fumamos un porro interponiendo una noción del tiempo que es nuestra, en un espacio que irrumpe, una y otra vez, con su vehemencia de signos, postergando indefinido eso que sucede, o que ya no sucede, como si la sensación, más que el hecho en sí, fuese del orden de lo eterno.

- Jugaba a adivinar. Era divertido. Él me quería engañar siempre, pero era yo quien engañaba. Podía hacer cabezas de caballos. Pero yo decía que eran otra cosa. Quería frustrarlo. Decía que era una taza, y no un caballo. Y peleábamos. Cuando era más chica lloraba. Papá no me daba la razón con facilidad. Me hacía explicarle por qué decía yo lo que decía que era. Quería hacerme pensar. Le salían bien las sombras. ¿Jugaste alguna vez con sombras?

- Sí- digo, con una voz afectada por el humo brusco. Aspiro de un modo prolongado, abandonado al entusiasmo. El humo llena los pulmones y crece hacia la cabeza. Un mar de lágrimas se interpone entre mis ojos y su cuerpo.- Poco. Era un juego del diablo.

- ¿Qué juego del diablo? ¿De dónde sacaste eso?- dice y me abraza con ternura muy deliberada.

- No tengo idea. Sabía que en algún momento del juego venía el diablo y te llevaba con él. Se aparecía porque se lo estaba invocando. Luego te arrastraba o te sacaba el alma convirtiendo tu cuerpo en una sombra temporal.

- No es juego del diablo. Estupideces. ¿No escuchaste sobre el teatro de sombras? Una forma de teatro de Oriente. Sombras y títeres. ¿Sabías que papá tenía una colección de títeres? Es algo que casi nadie sabe.

- No. ¿Por qué tendría que saberlo? Sé otras cosas. Por ejemplo, que habla mucho de la muerte.

- Sí, le obsesiona. De hecho, uno de sus títeres la representa. Es mujer, es blanca y no tiene ojos.

- Qué detalle deslumbrante. Ciega, como la justicia.

Ella piensa un instante. Mientras más la contemplo más frágil es su cuerpo. Bien podría ser como uno de esos muñecos, pero más liviana, más enemiga del viento.

-Nos mudamos, nos apartamos de la ciudad. A dos casas vivía un indonesio, un hombre viejo y tranquilo. Tenía más de cien años y papá lo consideraba un genio. Daba espectáculos de sombras. En su país fue una celebridad. Eso contó papá. Lo admiraba mucho y repetía fórmulas de su estilo de vida. Eso fue durante un tiempo. Yo nunca lo vi haciendo sombras, nunca lo vi haciendo nada, porque casi no salía de su casa, y cuando lo hacía era para tomar un poco de aire. Se quedaba inmóvil en su patio, llamaba la atención porque era capaz de permanecer durante horas sin realizar un movimiento. Papá aprendía mucho y hacía cosas increíbles. Una forma oscura, como una mancha de café en una hoja. Si yo adivinaba, papá mentía. Un día hizo un barco. Adiviné. Me di cuenta, pero papá dijo que era una gaviota. No se parecía en nada a una gaviota.

- ¿Había chicos donde se mudaron?

- Sí. Pero no jugaba con ellos. Para mí eran raros. Los vecinos, todos, eran como seres de otro planeta.

- Pero los seres de otro planeta eran ustedes y no ellos. Ustedes y el indonesio- comento.

La marihuana me hace atender a detalles ínfimos y pienso todo el tiempo en que podría haber dicho o hecho una cosa de determinada manera y no de otra.

- No, eran ellos- enfatiza Victoria-. Se encerraban en sus casas. Nunca se los veía.

- ¿Qué sabés de tu padre?

- Está en Italia

- ¿Con la novia?

- Sí. ¿Qué querés saber? No explica mucho papá. Yo no quiero preguntar porque lo conozco. No le gusta mucho. Se molesta. Sé las cosas cuando lo permite. Hay días en los que está más dispuesto, y días en los que no se le puede hablar. Tengo la sensación de que le cuesta ser feliz. Es algo que ocurre en su cabeza.

- Se preocupa demasiado en ser inteligente. Lo leí en alguna parte.

Calla. Me entusiasma su desgano, su cuerpo laxo, el recorte que de ella hago frente a ese fondo que es la ventana. Me intereso, inevitablemente, en el punto de vista:

- ¿Por qué no se llevan?

- No es que no nos llevemos

- ¿Entonces?

- Simplemente sucede. Cada uno afronta la vida a su manera. Yo construyendo, él haciendo lo que puede. Se volvió grande y empezó a aburrirme de una forma extraordinaria. Descubrió que yo podía elegir cosas que él no quería o no podía mostrar. Entonces nos distanciamos, inevitablemente.

- Me suena un poco amargo.

- Es lo que es. Yo nunca lo vi incómodo con esa distancia, aunque pienso que no le es posible tener remordimientos.

- ¿Debería tenerlos?

- No. Papá no me entiende. Creo que es consciente de su límite, entonces me acepta. ¿Qué opción le queda? Hace mucho que no nos entendemos.

De repente pregunto:

- ¿Te sigue pasando plata?

Ella tarda en contestar. Algo que no pronuncia, una demora que lleva el peso de un reproche. Tengo la sensación de una vergüenza que es como una planta trepadora. Fracasa en su intento de prender una tuca. Se quema los dedos más de una vez.

- Sí. Sigue. ¿Me ves trabajar acaso?- dice.

Comprendo su tono. Enseguida dice que a su madre también. Él lo entiende como un deber.

Siento un mareo y lo disimulo yaciendo, me apoyo sobre un codo y levanto la cabeza. Ella tiene los ojos cerrados. Tararea una melodía al mismo volumen que la lluvia, que es un testimonio de lo real todavía durando. Sonríe inefable o eso me parece. Es probable. Debe existir correspondencia entre la música y el recuerdo. A mí, a veces, se me daba por soñar con agua. Nunca supe cómo interpretarlo.

Ella insiste con las sombras:

- Hacé algo.

- ¿Algo como qué?

- Lo que salga. Quiero ver.

- Nada- digo, pero ella ya ubica la lámpara de un modo tal que un halo luminoso reduce la pared a un triángulo que se ensancha hacia lo alto. Baja la cortina y, con la oscuridad del cuarto, el triángulo es un abanico en el que descansa el equilibrio universal. Ensaya alguna que otra figura. Compruebo que tiene una habilidad especial. Adivino todo. No hace falta ser muy imaginativo para hacerlo. Hace caballos, conejos, gaviotas y hasta una calesita que le demanda una rotación de muñecas que jamás le vi a ningún otro humano.

- Se ve que para hacer esto hay que estar dotado- digo, tratando de comunicar el asombro.

- Me enseñó papá- dice Victoria reproduciendo la figura de un pez- A ver vos.

Yo ensayo cosas simples. Siempre animales: caballos, conejos, un cocodrilo. Ella aprueba, pero me desafía a que intente con formas complicadas.

- No me sale nada.

- Tenés que ser creativo.

Entonces hago lo primero que me viene a la cabeza. Victoria no acierta. Como es tan divertido como frustrante, ella propone que haga las sombras a pedido. Accedo. Pide un coche. Hago una mancha ovalada. Reímos. Pide un murciélago. Lo que me sale es una planta. Volvemos a reír.

- Sos un desastre, pero me divertís.

Para reivindicarme ante su impresión me lanzo a un sinfín de formas a las cuales les pongo un nombre. Invento animales fantásticos u objetos de otro mundo que sirven para necesidades propias de otras realidades.

-Yo te enseño- dice mientras se apodera de mis manos. Hace que mis muñecas giren. Dice que es para que tomen plasticidad. Al principio me resisto. Duele. Ella me reta. Si no me relajo no llegaremos a nada. Estira mis dedos, me enseña un ejercicio para que se muevan rápido como tiritas de papel frente a un ventilador. A mí me gustaría tener dedos rápidos para tocar la guitarra o el piano, no para hacer sombras chinas. Me distraigo fácil y la hago enojar. Me da cachetazos y me toma de nuevo con violencia. Es rápida y fuerte.

- ¡El diablo!- grito.

Me sale un cuerpito con una cabeza inmensa y cornuda. A ella le causa una gracia que me parece exagerada, aunque me tiento y termino retorciéndome. Cuando se le pasa exige que lo haga otra vez. Me sale igual al anterior. Ella corrige la posición de mis manos, mueve apenas un dedo, corre otro poco un brazo. Se asusta, se agita, tapa sus ojos. Dice que mi sombra adquiere vida propia.

Miro con atención. Es un cuerpo digno. Parece el torso de un chico de diez años. Por un efecto extraño de la luz, que terminaba creándole una especie de campo energético, daba la sensación de movimiento. Pruebo alguna que otra variación y le invento una voz. Luego deshago el movimiento, brusco, me arrastro unos metros y simulo conjurar en una lengua muerta. La comedia sale bien. Victoria grita y se dirige a la ventana. Se queda bastante tiempo así, con el rostro hundido entre las manos. Luego escucho un gemido. Su cuerpo convulsiona quedamente.

La observo sin movimiento. Cuando noto que lo suyo es un acceso de risa me lanzo sobre ella. La tumbo, rodamos por el suelo y chocamos con la lámpara, que cae. Entonces la oscuridad se cierne sobre nosotros como la bruma más densa.

 

Autor: C.F. Mas

Nació en 1986. Estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires.

Es escritor y dramaturgo.

Publicó "El Infanticida imaginario" (Poesía. Ed. Milena Caserola. Auto antología).

Estrenó en 2017 la obra de teatro "Érase una vez los sensuales" (teatros El Excéntrico de la 18 y sala Nora Cortiñas de IMPA La Fábrica Centro Cultural), la cual va por su tercera temporada en cartel.

En 2019 se estrenará su obra "Eléktrica".

Contacto en Facebook: https://www.facebook.com/cristian.f.mas

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