top of page

Segundos afuera


Para todos los Monos, a los que antes de que puedan armar la guardia, un cross de izquierda los manda a la lona por toda la cuenta.

En Buenos Aires, seguramente haría mucho frío; estaría gris y ¿Cuándo no? Húmedo. Aquí en Nueva York, en cambio, el clima era templado, intrascendente, ni frío ni calor, en fin de un tono primaveral indefinido.

Faltaban un par de horas para la pelea y Yo trataba de que el tiempo desapareciera veloz. Estaba por cumplir uno de mis sueños: ganar en Norteamérica, debutar ganando en el Madison. De ahí al título mundial, sólo un trámite. El General me había dicho cuando lo fui a saludar antes de salir para acá que el Movimiento necesitaba otro Campeón Mundial, además de Pascualito, así todos veían como en la Nueva Argentina la Revolución Peronista daba sus frutos también en el deporte. Y yo le prometí al General que iba a ser Campeón. Este Williams iba a saber muy pronto lo que era recibir una paliza.

El Negro se había calentado un poco en el pesaje cuando lo cargué, aunque seguramente no entendió un carajo de lo que le dije, no le gustó nada que le toque la pera. Pobre Negro, lo voy a matar. No de a poquito, como lo hago a veces en el Luna con alguno al que le tengo bronca, sino con un par de golpes, para que a los norteamericanos no les quede duda de quién soy.

Don Pedro me dice que lo voy a noquear con dos derechazos. Que el Negro es un paquete y que ganó todas las peleas porque estaban arregladas por la mafia de Chicago que lo maneja. Parece que acá en Norteamérica el boxeo está todo manejado por la Mafia que arregla todas las peleas según las apuestas que ellos controlan y que ningún boxeador se anima a desafiar lo que ellos indican porque te hacen aparecer flotando en el Río, ellos también tienen Río en la ciudad como nosotros. Pero nosotros no tenemos mafias ni tiramos boxeadores al Río, por favor no hay como Argentina. “Y si no fíjate” le dijo Don Pedro, “las apuestas están 8-2 a favor de él. Toda la guita de la mafia puesta en el Negro”.

Pero no sabían estos de la mafia que Yo no podía perder.

Tratábamos de dormir, pese al frío, esa noche puntana hacía mucho frío, tal vez en ninguna otra ocasión sentí tanto frío. Yo estaba en una de las camas con el Carlos, mi hermanito más chico, la puerta se abrió con un sonido hiriente y apareció en la pieza-comedor-cocina, El Viejo, tambaleante como casi siempre, la vista perdida, grogy de la vida, tropezando con las cosas que poblaban el espacio libre de la vivienda, arrastraba las alpargatas por el piso de tierra, se acercó a la otra cama, ahí estaba La Vieja, se paró y le sacudió una piña, musitando algo que no entendí. La Vieja se irguió y El Viejo le metió un derechazo torpe y vacilante y se le tiró encima para seguirle pegando. Yo no pude más y me levanté, de un salto llegué a la cama de al lado, la Beatriz lloraba, quise agarrarle un brazo a El Viejo pero no pude. Vi como un puño grande y pesado se me acercaba inexorable a la cara. Un sonido seco, una bruma al principio negra y luego roja me atrapó. Rodé por el piso de tierra, sentí un frío aún más profundo en todo el cuerpo, mientras un dolor ciego me partía el alma.

Allá en Buenos Aires, como siempre, muchos estarán deseando que pierda. Claro que también hay muchos otros que están esperando que gane y me tienen una fe ciega.

La verdad Yo no me entrené mucho, ¿para qué?, estos tipos no saben cómo peleo y cómo pego. Los voy a sorprender, dos o tres piñas me alcanzarán, El Negro no va a poder aguantar. En la otra, por el título, ahí sí me voy a matar entrenando, como nunca. Pero en esta no valía la pena. Además en esta ciudad sí que hay joda, Buenos Aires parece un convento comparado con esto. Si acá en el mismo Hotel hay minas que se me regalan. Anoche mismo me traje una a la habitación. Con mi pinta y mi guita no hay contra posible.

Don Pedro me dice que vamos a ver buena guita recién en la otra pelea, con el Campeón por el título. Que en ésta tenemos que pagar el derecho de piso y no veremos un mango…Y bueno así será, además guita es lo que me sobra. Se amargan los oligarcas cuando prendo mi cigarro con un billete de 100 en el Cantegril.

Un anochecer volvíamos a casa con el Alberto, habíamos estado vagando toda la tarde. No recuerdo precisamente que hicimos esa tarde, porque al final había sido como todas. Entramos a la casa y nos pareció más grande, miramos bien y nos dimos cuenta que faltaban algunas cosas. Había unas pilchas de El Viejo tiradas en el piso, dos o tres cositas nuestras y….nada más.

Yo me quedé paralizado un buen rato, no podía respirar y una sensación de tenazas en el pecho con temblor en el estómago me invadió. Miraba sin ver lo que era evidente, al final La Vieja se cansó y se había ido, con la Beatriz y el Carlos.

Siempre decía que se iba a mandar a mudar, que estaba cansada, que nadie la escuchaba, ni le creía. Yo prefería no tomarla en serio. Se dicen tantas cosas. Pero esa tarde; justo esa tarde…se fue y me dejó a mí acá.

Ella siempre decía que Yo ya era grande, que me las iba a poder rebuscar solo, igual que el Alberto. Pero yo no era grande.

Con mi mano derecha fui tanteando lentamente la pierna hasta llegar al borde del pantalón corto y mis dedos empezaron a jugar con ese borde gastado, fue mi único movimiento durante bastante tiempo.

De repente un sacudón de el Alberto me volvió a la realidad. Teníamos que rajar también nosotros antes de que llegara El Viejo y se desquitara con lo que quedaba es decir nosotros. Así, agarramos esas cositas nuestras y nos fuimos para Buenos Aires colados en el tren de esa noche.

Don Pedro entró a la habitación y me dijo que era la hora de ir al Estadio. Lo que estaba esperando. Me levanté como un cohete y comencé a vestirme. Busqué un buen traje, el de los cuadros grandes, bien llamativo. Aunque acá es más difícil llamar la atención por la ropa, estos tipos usan pilchas de todos los colores y encima nadie mira a nadie. Los giles de Buenos Aires son tan distintos, fijate que en la calle Corrientes, cuando paso, dejan de comer para mirarme. La camisa blanca, una corbata floreada, bien lustrados los tamangos negros, la afeitada está bien y ahora, ojo, a peinarse bien prolijo. Van a estar filmando para los noticieros del cine. Un poco de perfume y listo. “Ya estoy Don Pedro, vamos”.

Salimos juntos por el ancho pasillo y una alfombra gigante nos tragaba los pies mientras íbamos hasta los ascensores. Un negrito con uniforme como de General nos abrió la puerta y bajamos en un rectángulo lleno de espejos. Aproveché a mirarme, para comprobar que todos los detalles estuvieran en orden. ¡Qué pinta!, todo un Campeón.

Salí del ascensor con el pie derecho. Había bastante gente en el Hall. Yo sacaba pecho, mientras Don Pedro entregaba la llave a otro Negro disfrazado de General. Atravesamos con paso firme el lobby, sobre una alfombra marrón y cuando estábamos llegando a la puerta giratoria de cristal con manijas en bronce, se acercó un gil que me preguntó algo que no entendí. Me tenían cansado de hablarme siempre en inglés. Enseguida me avivé que era un periodista y le largué con mi amplia sonrisa: “A Williams lo mato. Lo tumbo en el primer round y no paro hasta el título mundial. Avisale a Montgomery que ponga las barbas en remojo. Aprovechá a hablarme ahora, porque después vas a tener que hacer cola para verme”

El punto anotaba todo y nosotros salimos a la calle, era un loquero de coches, gente y bocinas. Un tercer Negro de uniforme de General esperaba abriendo la puerta de un Pontiac también negro, tal como Yo lo había pedido. Al fin y al cabo allá en Argentina Yo soy un negro. Don Pedro me dejó entrar, diciendo, “Suba Campeón”. Él también sabía que Yo no podía perder.

En la calle había bastantes coches todavía, pese a que era de noche. Estábamos con el Alberto y dos pibes más, en General Hornos. Rondábamos la salida de El Cóndor, para ver si le podíamos arrebatar un bolso o algo así a algún pasajero distraído. A mí a la tarde, un chofer de la línea, un tal José, me había invitado un café con leche con medialunas. No sé qué me contaba, que tenía que viajar a Mar del Plata sin dormir porque había faltado el relevo o qué-se-yo. Que no tenía hijos y le gustaría tener uno boxeador.

Volvíamos para el lado de Constitución, a esa hora convenía estar en la Plaza o por la Estación, para ligar algo, además se empezaba a sentir el frío de la noche.

Por la vereda de enfrente vimos venir al Juanca y El Tape, que caminaban empujándose y riendo. Eran dos pesados, sobre todo El Tape. Se decía que había hecho sonar a uno por no participarlo de un negocio. Y todo el que se le cruzaba la ligaba. Uno de los pibes que estaba con nosotros se escurrió por el costado. En cuanto nos vieron se cruzaron directo a nosotros y rápido nos empezaron a prepear para que le diéramos la guita. Fue inútil decirles que no habíamos ligado nada. “Ahora sí van a ligar” dijo El Juanca mientras lo empujaba al Alberto, el otro pibe aprovechó para rajar. Yo me le fui encima y El Tape revoleó un derechazo directo a mi oreja izquierda que me hizo caer al suelo, en medio de una explosión de zumbidos. Me levanté como un resorte y volví a írmele encima. El Tape sacaba piñas voleadas y Yo medio ciego de la bronca le entre a pegar en seguidilla en la cara. El Tape estaba desbordado. El Juanca y el Alberto hacían que peleaban, pero en realidad miraban nuestra pelea, igual que otros vagos que estaban en la vereda de enfrente. Un poquito de sangre empezó a brotar de la nariz de El Tape, Yo me fui tranquilizando, esquivaba un poco y sacaba con más dirección y más saña, todas a la jeta. Cuando vi la sangre, sentí un placer tremendo. Insistía cada vez más con la derecha a la nariz. El Tape empezaba a sentir miedo, se le notaba en los ojos, bailoteaban más que él. Yo golpeaba y golpeaba, no quería rematarlo. Si me viera el chofer José que quería tener un hijo boxeador. Quería romperlo todo de a poco, El ojo izquierdo le explotó como un tomate podrido ante un derechazo certero y la sangre le cubrió ahora sí toda la cara. El Tape ya no atinaba ni a defenderse. Yo le seguía pegando, pero no tanto para sacarlo, sólo quería lastimarlo, pero lastimarlo mucho…El Tape apoyó una rodilla en la vereda implorando con la vista, le tiré una derecha mortífera….y se la paré a un centímetro del ojo sano. El Tape ni se movió, era de la calle también y tenía aguante. Yo me di vuelta y me encaminé hacia la Plaza Constitución, el Alberto me siguió feliz, excitado y burlándose de El Juanca que no podía creer lo que había pasado.

Íbamos por avenidas anchas y desconocidas, repletas de luces, carteles y coches que por momentos producían unos embotellamientos descomunales como nunca había visto en Buenos Aires, bueno en realidad había muchas cosas que nunca había visto en Buenos Aires, sobre todo esos edificios uno al lado del otro altísimos que casi tapaban el sol. Justamente esos edificios altísimos no dejaban ver otra cosa que cemento, vidrio y carteles luminosos. No sabía que Nueva York tenía cielo. Gente, ruido y coches por todas partes.

Yo pensaba como le iba a dar al Negro ese. Saldría como un rayo del rincón a buscarlo. No le daría tiempo a nada. Ahí nomás, en frío, lo calzaría con la izquierda, porque me dijo Don Pedro que es zurdo. Una vez sentido, dos derechas bien puestas y…muñeco al suelo.

Don Pedro me interrumpió para decirme que no me descuidara mucho, pero que saliera a matarlo de entrada. “No sea cosa que el-Negro-de-mierda se agrande” Tenía que ir a la línea alta, sentirlo de movida. Yo asentía con la cabeza, con mi sonrisa natural. Si al final pensábamos lo mismo. Mientras tanto palpitaba los titulares de los diarios en Buenos Aires. ¡Qué contento se iba a poner el General!

Los norteamericanos se darían cuenta que había llegado al Madison el verdadero Campeón. A ese Montgomery le quedaba poco, muy poco. Había empatado con Williams y decían que era flojo de arriba. Pero que importa si es flojo o duro, si es Williams o Montgomery. Yo los fajo a los dos juntos.

Yo no podía perder.

Era un día pegajoso de febrero. Nos bajaron de la camioneta verde, éramos cinco pibes que vivíamos en la Estación Constitución. El tipo de traje, al que decían Doctor, nos levantó en peso en el Juzgado de Menores y dijo que íbamos a estar en el Reformatorio hasta que nuestros padres nos vinieran a sacar (El Viejo, La Vieja, Dios sabrá donde andarán). Eso era para mí cadena perpetua.

Nos recibió otro tipo de traje, medio pelado, sentado detrás de un escritorio enorme de madera clara. El tipo se sentía un presidente y medio parecía serlo. Nos dijo que ahí no había vivos y que el que no cumplía las ordenes perdía de verdad. Enseguida nos dejó en manos de un negro de uniforme con los ojos un poco enrojecidos y acento correntino. Este nos puso contra una pared en el patio y llamando a otro ayudante, también negro y también de uniforme, nos fue dividiendo con señales de cabeza. Yo con un pibe flaquito fuimos a parar a una celda del segundo piso. El Alberto no supe donde fue asignado. Nos acompañó el ayudante y guiñándole el ojo a otro pibe nos dejó adentro.

Había ocho muchachos en la celda, que nos miraban desde lejos, de arriba abajo, con todo el tiempo del mundo para estudiarnos. Yo me dirigí a la primera cama que había sobre la izquierda. En ese momento atronó una voz a mis espaldas “Está ocupada”. Fui para la de al lado. “Está ocupada”, repitió la voz. Me di vuelta y lo miré “¿Dónde duermo entonces?” le pregunté mirándolo fijo. “Conmigo” contestó el que estaba cerca de la puerta, a la vez que me quería manotear el culo. En un segundo saqué una izquierda seca que dio en el pecho del pibe y enseguida mientras trastabillaba, lo ametrallé con izquierda y derecha. Él quería cubrirse o responder, pero ligaba por todos lados. Un bombazo de derecha le dio en la pera y su cabeza reboto en el piso al caer. Ahí quedó como muerto. Un silencio tremendo bañaba la celda, todo estaba como suspendido. Un tipo que estaba sentado en el suelo nos señaló las dos camas de atrás; “están vacías” dijo.

Las luces del Madison Square Garden eran como la luna llena puntana, casi encandilaban. Desde varias cuadras antes ya se veía el resplandor. Bajamos del Pontiac negro con Don Pedro y entramos por la puerta lateral. Un par de tipos nos llevaron hasta el camarín. La verdad mucho más cómodo que los del Luna. Algunas personas nos cruzaron, me hablaron. Yo ya no distinguía muy bien lo que pasaba alrededor, estaba de lleno en la pelea. Solo pensaba pelear y ganar. No veía la hora de estar en el ring. Mis brazos estaban tensos, listos para golpear y noquear.

Mientras me vendaba, Don Pedro, repetía que Yo no podía perder. Que el Negro era flojo de arriba y que no lo dejara armar. Tenía que salir con todo, a lo Campeón.

Me imaginaba entonces la pelea, saldría como una saeta, a matar. Un par de golpes y el Negro al suelo. El juez levantándome el brazo y Yo sonriendo y sonriendo. Como siempre, mientras los flashes brotaban alrededor mío y el estadio aplaudía tímidamente. Porque al final, el que había perdido era un negro y Yo acá soy casi un blanco.

Me imaginaba a los muchachos de la perrera. Si estuvieran aquí sí que atronaría el aire el ¡Dale Mono! Pero estaba solo con Don Pedro en Nueva York.

Un grandulón golpeó las manos varias veces mientras decía algo inentendible, parado en la puerta del camarín. Don Pedro me palmeó el hombro y me dijo “Vamos Campeón”.

Me puse la bata roja y empezamos a caminar por los pasillos internos, se oía un murmullo que iba creciendo a medida que avanzábamos.

Se abrió una puerta enorme, de dos hojas, de madera oscura y entramos al recinto principal por el lateral derecho. Don Pedro caminaba sonriente. Yo empecé a bailotear y tirar piñas al aire, con una sonrisa provocativa hacia la gente que en su mayoría me silbaba y abucheaba. En realidad no la veía porque estaba todo oscuro y sólo se iluminaba el pasillo por donde marchábamos hacia el ring y el cuadrilátero propiamente dicho, donde ya estaba el Negro, unos tipos más y el árbitro, un flaco medio canoso de camisa muy blanca.

Subí al ring de dos saltos y antes de saludar me acerqué al Negro y le rocé la pera con mi zurda…El Negro echaba chispas por los ojos…y por todo el cuerpo. No sé qué me dijo y Yo me reí, mientras le hacía señas de que lo iba a dormir de una piña. Con la derecha para mayor precisión.

Humo, ruidos, murmullos y Yo que ya era el Campeón, aunque no lo supieran, sólo me faltaba pegar dos piñas.

Totalmente iluminado estaba el ring del Luna Park esa noche de mayo. Estévez creía que yo era un paquete más, él apuntaba para el campeonato argentino. Había peleado bien con Salinas y venía de ganar dos al hilo por knock-out y yo recién empezaba. El creía que me ganaba a mí y después pelearía por el campeonato y yo sabía que lo iba a matar.

El árbitro nos llamó y dijo, medio solemne, que no permitiría golpes bajos, ni cabezazos, que peleáramos limpio para todo ese público que había venido a vernos.

Retrocedí, mirándolo fijo a Estévez, que saltaba, al parecer tranquilo. Don Pedro me susurró “Matalo pibe” y sonó el gong. ¡Segundos Afuera! ¡Primer Round!

Habían pasado dos rounds de estudio, algunas manos sin peso, Yo quería ver como pegaba este tipo que se las tiraba de gran noqueador. En el tercero me tocó un poco fuerte en el cachete y me calenté. Empecé a sacar, dos, tres, cuatro manos, una le dio de lleno en la cara, retrocedió apurado para buscar las sogas y ahí nomás lo calcé con una izquierda en el ojo. Se inclinó y le metí un uno-dos en la cabeza, las piernas le flameaban, si lo tocaba se caía. Pero lo dejé. Le entré a pegar abajo para sacarle piernas. Estévez creyó que se me acababa la cuerda mientras trataba de recuperarse un poco, trabando y trabando. Volví a la carga, una mano arriba, dos golpes al cuerpo y una zurda terrible en plena cara y la sangre de Estévez tiñó mi guante. Yo empecé a sentirme feliz, pegaba y dejaba, pegaba y dejaba. Así lo tuve seis rounds más. La gente me pedía que lo noqueara. Don Pedro también, pero Yo no quería…lo seguía matando de a poco, era la revancha, que todos vieran quien era el Mono…muchos giles del ring-side silbaban.

Al final lo volteé; medio estadio aplaudía –la perrera bramaba- la otra mitad silbaba o se hacían los otarios. Yo me reía…miren al Campeón…giles…. Era un mensaje para Salinas y para Prada, que se cuidaran mucho.

Yo estaba de espaldas al centro del ring, tenía visto que El Negro estaba bailoteando en su rincón, mientras otro negro viejo le hablaba constantemente. Don Pedro me decía que lo matara, que Yo era el Campeón. Que Yo no podía perder.

Sonó la campana en forma estridente.

¡Segundos afuera! Pensé, me di vuelta rápido para ir a buscarlo, tal como lo había soñado tantas veces, no lo iba a dejar mover y lo serviría con la izquierda. Giré para eso hacia la derecha y levanté la vista. En un instante las luces, los ruidos, el humo y una mano enguantada se me vinieron encima. Un sonido seco rebotó en mi nariz, me inundó una bruma al principio negra y luego roja que me atrapó. Sentí otros golpes en la frente y en el mentón. Quise apoyarme en las sogas y no las encontré. Mis botas querían aferrarse a la lona que parecía el piso de tierra de casa, y se empeñaba en no parar de moverse. Otra mano enguantada volaba hacia mí. No podía moverme para esquivarla; con mi mano derecha intenté tocar el borde del pantaloncito blanco. Un sonido seco reventó en mi cara, ya no sé dónde y creo que en la caída ligue otro golpe en la oreja izquierda. Todo se movía, el ruido era atroz, las luces bailaban en mis ojos, una sensación como de tenazas en la garganta con temblor en el estómago me invadió.

Mi cara golpeó, rebotando contra la lona y el mundo se me vino encima.

Justo a mí…que no podía perder.

 

Autor: Miguel Angel Acquesta

me llamo Miguel Angel Acquesta, nací en Nuñez, cuando era un barrio, el 2 de junio de 1949. Me crié y viví en el barrio hasta 1976, estudié la escuela primaria y secundaria en él. Trabajé desde los 18 años como sereno de garaje, vendedor de medias por la calle, empleado administrativo, limpiador de un laboratorio, vigilante haciendo la colimba, empleado administrativo otra vez, dueño de un quiosco que fundí, profesor de mecanografía en media, profesor de diversas materias de psicología en superior, profesor universitario, funcionario universitario, funcionario del miinisterio de educación y me jubilé el año pasado. Viví en Villa Urquiza, Almagro, Olivos, Nuñez II y Villa Urquiza II. En tanto me recibí de Licenciado en Psicología en la UBA en 1979, queria estudiar medicina pero me impresionaba la sangre y queria estudiar Literatura pero necesitaba laburar de algo. Me casé en 1978, tuve dos hijas durante el alfonsinismo, corriendo la coneja como todos los docentes. Siempre me gustó escribir y traté de hacerlo nunca me hice mucho tiempo para eso. En los 90 produje bastante participe de algunos concuros gané uno, tuve dos menciones y perdí varios. Estuve a punto de publicar un libro de cuentos pero me curró un "editor". Me publicaron cuatro cuentos en una Revista de Lomas de Zamora "Buenos Aires Gran". En 2003 enviudé. Empecé a trabajar como funcionario en la Universidad y a rehacer la vida. Siempre leyendo mucho y tratando de escribir algo. Desde esa epoca hasta ahora no leí nada más de psicología sólo literatura.

Ahora jubilado, trato de seguir viviendo y dedicarme a escribir, cosa que tal vez hubiera debido hacer desde siempre y no darle tanta bola al mandato inmigrante de "laburar y laburar". Ojo tengo bien claro que a esta altura de la vida mi colectivo ya pasó. Pero bueno nunca es tarde para escribir alguna que otra cosa.

Imagen tomada de

bottom of page