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La curiosidad pendiente


El sueño de anoche fue claro. Germán era uno de los alumnos menos convencionales del Preuniversitario, con frikis en la camisa, estatura encima de la norma para un país con hambre celular, según un colega del bisturí, cabellos abundantes que acomodaba frecuentemente con las dos manos para dejar visible el surco donde, luego, crecerían las semillas anticomunes. Caminaba con la pelvis adelantada al resto de la osamenta y un halo de vaquero convencido de estar en una feria agropecuaria y no en el polvo verde que dejan las postas de las reses, preñando los cactus de Arizona. Todavía era muy alegre y ocupado en las maldades de la adolescencia, casi insoportable para mi gusto de futuro médico. Sin ser amigos, nuestros ángeles se entendían y disimuladamente disfrutaban de lo que yo no debía ni quería hacer. Evis era uno de sus mejores aliados y era tan bellaco como él, pero siendo católico, estiraba la mano sólo hasta las uñas. Nadie conseguía saber quién era el dueño del reloj que halaba el pelo o daba el cocotazo.

En 12 grado éramos los elegidos al Arca de Noé. La escuela por la que mi padre luchó para ser construida, donde estudió otro con menos suerte y fue asesinado para perpetuar en cemento su nombre en el alero de la entrada y donde Boti discriminaba todo ultraje a la lengua materna, llegaba al final de la historia por decisión unánime de la pituitaria que estrenó la silla en el imperio provincial de educación. Entonces levitaba una nube de inseguridad por las notas del escalafón para obtener las carreras y el llanto oculto de las profesoras que debían trocar los collares de perlas por pañuelos para cubrirse del sereno de las 5 de la madrugada para dar clases en los municipios. Nosotros de cualquier manera teníamos que salir y era el objetivo, así que cada cual soñaba en librarse, lo más elegantemente posible, de los padres y al mismo tiempo, dejarlos orgullosos. Fue cuando notamos que Germán cambió y andaba encima de una bestia lenta, invisible, indiferente y seria que lo alejaba de su sonrisa pícara y casi siempre grosera. El rumor de maricón lo encerró en una cápsula apática, como lo haría otro en su caso. En 1985 nadie decía gay, no tenían banderas de arcoíris, mucho menos una Mariela y la Isla ya había mutilado a todos los que, en los 70, quisieron hablar de la libertad orificial fuera del contexto de las clases de Anatomía o la consulta de un proctólogo.

Yo no sentía pena de él, sólo dos curiosidades: cómo se transforma un jodedor en jodido sin la ayuda de Kafka y cómo se podía sentar en los pupitres duros del Rubén Batista?

Sinceramente, no supe hasta ayer, que leí casualmente en Facebook, adónde aquella bestia lo soltó o lo acompañó. Escribe poemas: yo también, vive fuera de la Isla: yo también, visitó Paris y España: yo también, le gusta y hace fotos: yo también, tiene un hijo aparentemente normal: yo también y no tiene mujer visible: yo también.

Será que aquella bestia tenía varios nidos y para cada uno de sus cachorros regurgitaba la misma compota de alas?

Oníricamente estábamos juntos a nuestras familias del primer mundo y habían muchas iguanas verdes en una playa de aguas translúcidas, imposible de disfrutar por las rocas, como la ermita de seres prehistóricos invadida por el disfraz de la modernidad o, tal vez, era la Isla clonada persiguiéndonos. Cada uno tenía más de un hijo y los dejamos brincando en los colchones del hotel para ir, los cuatro, a una discoteca swinger por la curiosidad pendiente.

 

Autor: Abelardo Urgelles Orue

Profesión Médico Cirujano. Escribo desde la adolescencia con varios premios locales (Guantánamo, Cuba) y Premio Nacional de Poesía en el Movimiento de Artistas Aficionados, siendo estudiante universitario. Actualmente resido en Brasil.

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