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Noche en La Catedral


Rosavilma

Hoy era la fiesta que habíamos organizado con gran meticulosidad desde hace un mes, mis amigas y yo estábamos ansiosas de que todo estuviera en orden. Me vestí con la mejor pinta que tenía, me peiné mis largos cabellos castaños con un peine viejo, mirándome al pequeño espejito que tenía desde que llegué aquí. Cuando me estaba pintando los labios, pensaba en él, sabía que iba a estar ahí, no era necesario que lo invitara, deseaba verlo como él también deseaba verme. Pensaba en su mirada penetrante que hurgaba en mi rostro rebelde y en mi cuerpo ávido de sentir su aroma de semental, pensaba en sus ojos lujuriosos que se atrevían a desnudarme con su mirada recia… ¿Cuántas veces me habrá quitado la ropa con su mirada? Y esos pechos varoniles, y esos brazos robustos, y ese cuerpo de bestia que encendía mi alma y arrojaba fuera de mi cuerpo las incipientes ráfagas de una pasión desenfrenada que jamás había sentido. Su voz que acariciaba mis oídos me parecía haberla escuchado al terminar de peinarme. Mi ansiedad crecía por verlo otra vez y deseaba decirle con mis labios lo que mi cuerpo gritaba todas las veces cuando lo miraba, cuando le hablaba, cuando soñaba con él, cuando hacía el amor con él en todos los rincones de mi imaginación.

El salón estaba lleno de personas que buscaban afanosamente distraerse del tedio que emanaba de este lugar que nos aprisionaba todos los días y todas las noches. Conversaba con varias amigas, se empezaba a escuchar una tenue algarabía y comenzó a sonar la música. Varias parejas se movían al ritmo de la música, y, repentinamente, apareció él. Me invitó a bailar, le dije que sí con la mirada, sentí el calor de sus manos sobre las mías, me miraba fijamente y yo hacía lo mismo, nuestros cuerpos estaban cada vez más cerca, sus manos se deslizaron suavemente sobre mis caderas, mis manos se incrustaron en su portentosa espalda tan ancha como la lujuria de su mirada, mis pechos sentían sus latidos, sus manos irrumpieron con fervor sobre mi cuello, nuestros rostros se acercaron cada vez más, nuestros labios se juntaron buscando la humedad que no se hallaba en ningún lugar, nuestras lenguas se entrelazaron con fuerza, mis labios se sumergieron en esas carnosidades tan crujientes que eran sus labios y su aliento ya me pertenecía… Cuando mi aliento empezaba a extinguirse, sus manos inquietas se deslizaron hacia las fronteras de mis caderas y traspasaron con alevosía esa zona tan manipulada hasta llegar a mis glúteos, yo también hice lo mismo y sentí la firmeza de sus aposentos, el pudor y el recato se habían extinguido al igual que mi sensibilidad que fue arrebatada por ese cuerpo varonil que invadió toda mi piel húmeda de placer.

Al terminar la fiesta, lo invité a pasar la noche en mi celda, los dos sabíamos que teníamos que terminar lo que habíamos comenzado, sabía que era algo difícil de hacer, sin embargo, yo quería que este estremecimiento que sacudía mi cuerpo llegara al paroxismo y que mi cuerpo volátil se convirtiera en escombros de una mujer que necesitaba afanosamente sentirse deseada por ese hombre que no podía esconder su pasión por mí.

Sebastián

Allí estaba ella, en medio del grupo de mujeres, todas estaban bien arregladas, sus siluetas atiborradas de curvas encadenaban mi mirada hacia esos cuerpos esbeltos. Varios guardias empezaron a bailar con las mujeres, el aire se enrareció con los olores femeninos que se mezclaban con la claridad que ondulaba en el salón que poco a poco iba tomando un calor que acariciaba la piel de los cuerpos, yo me acerqué a ella y le pedí que bailara conmigo, ella aceptó con una sonrisa que enaltecía aún más su belleza. Sus ojos grises atizaban mi atrevimiento y despojaba de mi mente todo resquicio de inseguridad. Bailamos por varios minutos, mi cuerpo se exaltaba con el contacto de su piel sudorosa, mis manos sintieron esas curvas que formaban parte de su cuerpo cubierto con ese vestido insolente que mostraba su figura de hembra altanera, mis manos inquietas cabalgaron por esas caderas de yegua indómita, mi corazón se aceleraba sin control e inevitablemente, mis dedos acariciaron su cuello sedoso y mi boca quería sumergirse dentro de la suya, mi boca se estremeció al sentir sus labios carnosos que tanto deseaba saborear, su lengua buscaba aferrarse a la mía y lo consiguió con gran facilidad. Mi aliento se mezcló con sus suspiros de placer, mis manos cayeron sobre su trasero firme y monumental y ella mostró una señal de que ella no quería ser dominada por mi incontrolable desenfreno, ella también se hizo sentir en ese preludio encarnizado y sus manos sutiles invadieron mis glúteos tratando de que mi cuerpo se fundiera con el suyo y que la vorágine del éxtasis hiciera estragos sin precedentes en esa sala donde el frenesí estaba esparcido sin piedad en aquella noche sin escrúpulos. Después de aquella orgía de caricias y de impulsos, ella me invitó a terminar lo que habíamos comenzado.

Luego de haber finalizado la fiesta organizada por las presas de la cárcel de mujeres La Catedral, en donde trabajaba como guardia de seguridad, no podía quitarme de la cabeza la idea de pasar la noche con ella, yo era el guardia que custodiaba el pasillo donde ella se encontraba y tenía la llave de su celda. Era arriesgado consumar esta pasión dentro de esta cárcel, pero valía la pena entrar a su celda, y satisfacer esa fantasía que se podría convertir en realidad… Despojarla de su vestimenta con mis manos y no con la mirada, sentir su desnudez sobre la mía, besarla con vehemencia en sus labios, en su cuello, en su diáfano vientre; recorrer con mis labios sus voluptuosos pechos, transitar por esas caderas ondulantes por la cual mi mirada se había extraviado miles de veces e irrumpir con firmeza en su recinto sagrado con mi vástago que se erigía como un mástil de un barco que navegaba por las tempestades de la lujuria, sus curvas eran como las olas de ese mar lleno placer que no tenía fondo y cuyas profundidades desconocidas tenían que ser exploradas por mis labios sedientos del sudor femenino, por mis manos y por mi mástil que se endurecía con las ráfagas de su aliento, con los crujidos de sus huesos, con el roce de sus carnes mancillando mi piel. Era una batalla en donde no habría un vencedor, solo habría dos cuerpos abatidos por el desfogue impetuoso de la pasión. Cuando iba caminando rumbo a su celda con la idea de atizar esta pasión que quemaba mis entrañas y un poco más abajo de ellas, inesperadamente, se escuchó la alarma de incendios y comenzó el protocolo de evacuación. Un incipiente incendio había comenzado en el recinto principal de la prisión… No me preocupaba en lo absoluto el inoportuno incendio, me preocupaba apaciguar este fuego interior que ofuscaba mi mente y buscaba la forma de sentir el cuerpo de esa hembra que me había invitado a penetrar en su intimidad llena de instintos incontrolables que permanecían encerrados en ese cuerpo voluptuoso que ultrajó mi manera de mirar en el momento en que ella ingresó a esta prisión hace tres meses.

Solo deseaba pasar una noche entera con ella en esa celda mugrienta y lúgubre, en ese antro de perdición que todavía no había hecho mella en su jovialidad de mujer insaciable… Solo buscaba violar su recinto y robarle un poco de su cuerpo, un poco de su humanidad, y que me hiciera su rehén dentro de su cuerpo cargado de sentimientos escondidos y no satisfechos. El incendio se propagó con presteza por el interior de la cárcel, y fui a buscarla para sacarla de la celda. Al llegar a la celda, ella no estaba, la puerta estaba abierta y había un mensaje escrito en una de las paredes con pintura labial que decía: «Te espero en el baño de mujeres para terminar lo que hemos comenzado» En ese momento sabía que esa noche iba a ser mi última noche en la cárcel. Y así fue. Me despidieron por haber tenido una relación con una presa. Ahora estaba desempleado, pero había consumado mis ansias de placer carnal con Rosavilma y había aflorado en mi ser algo que me incomodaba y me tenía desconectado de la realidad y que muchos lo llaman amor.

 

Autor: Raúl Lazo Bravo

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