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Cuando murió mamá resolví dejar el departamento de Once donde vivía y volver a la vieja casa familiar de Lanús. Si bien suponía que debía estar en ruinas, no podía seguir pagando el alquiler con mi sueldo de empleado de librería.

Sabía que no sería fácil. No pisaba la casa desde hacía 20 años. Mientras viajaba en el 45 iba recordando cómo había sido todo. Eran los mismos pensamientos que rumiaba cada noche y cada momento del día en que no lograba ocupar mi cabeza con alguna actividad mecánica o alguna lectura.

En el jardín de esa casa, papá jugaba conmigo a la pelota. Mamá me leía cuentos a la noche, me ayudaba con la tarea y me preparaba la comida. Yo era un chico estudioso, el mejor de la clase. Mis amigos venían a jugar y a hacer la tarea y mamá nos preparaba tostados de jamón y queso y chocolatada.

Parecía que todo iba a mejorar cuando mis padres me anunciaron que iba a tener un hermanito. Recuerdo la ropa de bebé que le compraron, cómo preparamos la habitación donde iba a dormir, las charlas con mamá, que me hacía ponerle la mano en la panza para sentir cómo pateaba. Todo estaba listo. El bebé ya tenía nombre.

Pero algo ocurrió. Ya faltaba poco y papá se llevó a mamá al hospital y me dejó en lo de mi tía abuela Nora. Como mis padres eran hijos únicos, mi familia era muy pequeña, solo nosotros tres y algún pariente anciano.

En el departamento de mi tía abuela me la pasaba esperando noticias que no llegaban y mirando la tele. Una noche estaba en la cama, despierto, tenso, luego de haber rezado y de pedirle a Dios por mamá y mi hermanito, cuando entró mi tía muy despacio, encendió la luz del velador, me puso la mano en la mejilla y me dijo: "Tu mamá se puso enferma, le subió mucho la presión y el bebé no pudo soportarlo. Lo perdió". Después me dio un beso, apagó la lámpara y se fue, cerrando la puerta.

Me quedé a oscuras, y me costó un poco entender el eufemismo. Mi hermano no se había perdido. Había muerto. Me invadió una tristeza muy grande. Por mi mamá, por mi hermanito, por mi papá, por mí. ¿Por qué el mundo era tan injusto? ¿No rezaba yo todas las noches para pedir que naciera sano?

Para peor, los días pasaban y mis padres no me venían a buscar. Apenas hablé por teléfono dos veces con papá, que trató de tranquilizarme, diciendo que pronto volveríamos todos a casa. Fueron unos días de verano interminables, llenos de angustia. Mi tía me sacaba por las tardes a una plaza en la que no hablaba con otros chicos. Sólo trataba de distraerme en las hamacas y el tobogán.

Por fin, papá apareció. Me trajo unos libros y algunos juguetes de regalo y me dijo que por el momento no iba a poder volver a casa, porque mi madre estaba enferma y él debía cuidarla. Lloré y pataleé, pero la decisión estaba tomada. Y así fue que me quedé a vivir en lo de mi tía.

Un día papá me vino a buscar con el auto. En el asiento delantero derecho divisé la figura de mamá. Corrí a verla, pero me planté en seco cuando la tuve cerca. Se le habían puesto los cabellos grises y sus ojos parecían extraviados. Fuimos a un parque y nos sentamos los tres en un banco. No hablamos casi nada, pero en un momento mi mamá me abrazó muy fuerte. Sin embargo, su abrazo era diferente a los de antes. No era cálido, no se sentía bien. A la vuelta me dejaron en lo de mi tía y me hice a la idea de que nada volvería a ser como antes.

El colectivo frenó con brusquedad y me sacó un instante del recuerdo. Ya faltaba menos para llegar y el paisaje del conurbano se me hacía familiar. Varias chicas con uniforme de colegio se subieron y comenzaron a hacer alboroto, sonrientes y despreocupadas. Recordé en cambio mi paso por la secundaria, tan diferente. Prácticamente no hice amigos. Estaba metido en un cono de sombras del que no podía salir. Una vez al mes, me venían a buscar y repetíamos el encuentro en el parque. Papá me contó que había cerrado el taller y se dedicaba a cuidar a mamá, que padecía algún tipo de trastorno psiquiátrico. Sin embargo, a medida que iba creciendo, me daba cuenta de que en realidad ella lo manejaba a él, con miradas y gestos.

El día que cumplí 18 años, papá murió de un infarto y mamá se quedó sola en la vieja casa. A partir de allí, no la vi más. Mi tía abuela iba a visitarla. Pero cuando volvía parecía aterrada, como si regresara de hablar con un fantasma. Ella misma dejó de comer y a desvariar. La convivencia era tortuosa, por lo que me fui a vivir solo al departamento que ya no podía pagar.

Una vez me llamó un vecino, preocupado por algunas situaciones que se estaban dando en la casa. Ruidos raros, olores nauseabundos, gritos. Le colgué. No quería saber más nada de eso. Mi madre se había convertido en la loca del barrio.

A medida que el 45 se acercaba a la casa de mi infancia me sentía cada vez más inquieto. Bajé y caminé unas cuadras, con las piernas temblorosas. En un bolsillo del pantalón me pesaban las llaves que me había dado una mujer en el entierro de mi madre. Estaban unidas en un llavero plateado con forma de denario.

Cuando llegué, estuve unos minutos congelado delante del portón. Finalmente me decidí y empujé las rejas que daban al jardín de entrada y enseguida noté que todo estaba reducido a escombros. El pasto estaba crecido, había gatos por todas partes y un olor repugnante se filtraba desde el interior de la casa. Abrí la puerta y tuve que contener las ganas de vomitar. El olor era todavía más fuerte y el desorden, total. Diarios en el suelo del living, telarañas, los muebles tapados de mugre. Todo era más chico de lo que recordaba. Me acerqué a la cocina temblando, abrí el agua fría y me mojé la cara y la nuca. El dolor de cabeza crecía. Intenté acercarme al baño pero me mareé y caí al suelo.

No sé cuánto tiempo estuve tirado en el comedor, pero cuando me levanté ya no entraba luz. Quise encender una lámpara, pero la electricidad estaba cortada. En un cajón de la cocina encontré una linterna y continué con la inspección. De pronto, escuché unos aullidos. Atravesé la casa como pude, haciendo a un costado pilas de diarios y todo tipo de objetos desperdigados por el piso. No podía comprender cómo alguien podía haber vivido en ese desastre.

Los aullidos comenzaron a ser más intensos. Fuera el animal que fuera, no la estaba pasando bien, era claro que tenía hambre. Entonces me di cuenta de que los ruidos provenían del piso de arriba, donde estaban las habitaciones.

El corazón me latía muy rápido y sentía un malestar en todo el cuerpo. Me forcé a subir las escaleras, peldaño a peldaño. Temblaba y tuve que tomarme del pasamanos. Me acerqué a la habitación de donde provenían los gritos. Abrí la puerta despacio y enfoqué la linterna al único mueble que había, una cuna. Entonces me acerqué y lo vi. Su cuerpo era como de bebé y no podía erguirse. Tenía el pelo y la barba muy largos y estaba sucio y flaco. Lo alcé despacio y le dije al oído, con toda la ternura que pude: "Gonzalo".

 

Autor: Víctor Pombinho

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