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Caminaba con la imposibilidad de respetar a nadie. Lo vio entrar como quiso, golpeando el piso con ese andar arrogante de algunos. La tranquilidad del lugar se quebraba a cada paso que daba. Y andaba a rastras, con la cadera ligera y el pecho ancho, rígido como tortuga. Por causa suya, las otras voces se multiplicaron. Las de ellos y las de todos alrededor de su mesa. Había en el aire un murmullo insoportable. No podría concentrarse en otra cosa y, como costumbre, en situaciones similares, se cerró de golpe al mundo de un portazo. Y así, los peores pensamientos se desbocaron.

Siguió la caminata interminable, el saludo excesivo, los gritos, las risas. Cada detalle le pareció irritable. No podía pensar en nada. El café sobre su mesa se enfriaba, la canela se apiedraba en el fondo y todo parecía excesivo; la felicidad, sobretodo, pero también los dos sobrecitos de azúcar abiertos. ¿En qué estaría pensando? Con uno bastaba, o ninguno. Dadas las circunstancias, felíz cambiaría ese horrendo café por una cerveza fría, se dijo.

Aquel hombre al que miraba callaba apenas para tomar aire y cerveza. Tuvo que enterarse de cada detalle de su vida. No le sorprendió que estudiara para ser economista. Tampoco su ropa holgada ni sus sandalias de playa. Los observó como quien mira una paloma muerta. Sus amigos compartían los mismos rasgos por lo que intentó no detenerse en ellos, sin éxito.

Sobresalía de esa mesa una botella oscura de cerveza. Bebían con soltura, a grandes tragos, chocando alternativamente los cuatro vasos de vidrio grueso. Y reían, cómo reían. Mientras, la espuma de su café se hacía más débil. Te conviene convertirte en otra cosa, le propuso en silencio, en café, por ejemplo, o en cualquier otra cosa menos este remedo de espuma temblorosa y aguada.

El pecho cautivo, a punto de estallar, le exigía un trago largo, de lo que fuera, menos de café. Le dijo que se jodiera, que a esa hora agua no tomaba ni loco. Tampoco quería ser la burla de nadie por tener un café insulso y una cerveza fría en la misma mesa. Sabía, por experiencia, que eran bebidas antagónicas, de una rivalidad arrastrada por años o siglos, no iba a ser él quien las sentara a conversar y arreglar sus problemas. No quería dar semejante espectáculo. ¿Pero qué iba a hacer con el café sobre su mesa? No podía dejarlo ahí, a su suerte (la canilla y la basura), no podía ser tan pusilánime. Le dió un sorbo por compromiso y su esófago enfermo se quejó como pocas veces lo había hecho; se contrajo y lo maldijo con escasas fuerzas.

Entretanto, desde la mesa del aspirante a economista le ofrecían risas burlonas, achinadas por la cerveza, alucinadas por las inevitables miradas de los demás. Creyó que se burlaban de sus consideraciones frente a un café, de su forma de hablar, de vestir, de su nacionalidad, de su cara infantil y achinada, y hasta de su forma de respirar. Tal vez era eso aunque sintió miedo al pensar en una realidad diferente, una que se riera de su imaginación y desmereciera sus cavilaciones estúpidas. La verdad es que ninguno gritó un improperio desmedido ni le lanzaron bolitas de nada. Lo cierto es que quizás nadie se había percatado mucho de su existencia y, si lo habían hecho, lo habían ignorado.

Decidió entonces concentrarse en su café y ver qué podrían decirle las figuras que tenía enfrente (el vaso, el agitador, la mesa misma). Pero nada, no pasaba nada. De inmediato pensó en alguien pasando por lo mismo y acercó sus labios al borde de la taza con resignación.

Logró bajar el café a la mitad por lo que ahora no podría reprocharse nada. En este punto, el abandono sería menos abandono y más una despedida. Alrededor, las mesas seguían llenándose de grupos similares en los que por centro de mesa brillaba la misma cerveza fría. Y la historia se repetía. Los mismos pasos, las mismas risas, la misma efervescencia. La tarde, pasados unos minutos, se tiñó de noche y las cosas cambiaron. No era tiempo de sentarse solo en una mesa de cuatro. Las miradas y las risas esta vez iban dirigidas con impaciencia. Lo invitaban, sin rodeos, a irse bien a la mierda. Dudó en principio, miró la hora en su celular sin novedades, pero salió del lugar en calma. No lo podría negar, por primera vez, en toda la tarde, se sintió solo. En ese momento quería, a lo sumo, como capricho ínfimo, una lata de cerveza. Pero a esta hora las cervezas son impagables, pensó con tristeza. Y esa noche, y muchas otras más, buscó sin éxito alguna botella olvidada en cualquier esquina de la ciudad.

 

Autor: Edward Ravelo

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