top of page

Centenario Blues

Dicen que la primera droga es el porro: mentira, al menos para los de mi generación.…

Los noventa no empezaron cuando debían, ni terminaron en el dos mil. Fue la década más larga de toda la maldita historia, se los puedo y voy a asegurar. Pero, ante todo, afinemos, ¿no? Tuviste que tener unos dieciséis o diecisiete en 1988, tuviste que pintarte tus remeras y pararte los pelos con jabón, era eso o ser un Rollin: o peor, podías haber sido víctima de toda la “mierda nacionalista” que Malvinas había dejado en las radios. PUTA MADRE, veníamos de abrirnos de piernas ante la primera colonización y estábamos a un paso de conocer el término: mundo globalizado. Éramos unos pelotudos pero, al menos, no éramos unos hippies de mierda: eso nunca, así que chala, las pelotas…Artanes, Ciclopentolato Poen, Tamilán, Akineton, las akinetas, dios mío, por 20. Y, por supuesto, el Aseptobrón, cuando venía con la bendita codeína.…Aaaaah, ésas fueron épocas, amigos.

Con un ojo puesto en el norte y el otro en el pasado, veníamos de ver a la generación de oro convertirse en unos imbéciles capitalistas. Los vimos dejar sus sandalias y ocupar oficinas en distintos puestos, los vimos convertirse en maestros y profesores, los vimos crear empresas y convertirse en patrones.

¿Esta gente no tenía palabra? Pero no importaba ya, nosotros tomaríamos la posta y cambiaríamos lo que estos giles habían hecho mal. Así que nos llevamos lo del amor libre como pudimos, lo de las drogas- a la perfección- y al rock: había que cambiarlo.

LOS VIEJOS DE ANTES TENÍAN RAZÓN

Hasta que escuché la canción de los Pericos, “La chala” para mí era eso que envolvía al choclo y nada más. La Primera vez que vi un recital de Charly, escuché hablar de drogas y todavía recuerdo el impacto que me causó. Fue en la cancha de Ferro, durante un acto de la UCR, tocaban un montón de músicos. Apoyaban, creo, a Angeloz o a algunos de esos que iban a competir contra el candidato del PJ (mano a los huevos, a las tetas, ya). La cosa es que Charly estaba sobre el escenario, en una terrible versión del Rap de la hormigas. Se lo sentía en su mejor momento, venía de arrasar con Parte de la Religión y andaba a pasos de formar Los Enfermeros”.

Entonces, la magia: hubo un momento en que Charly paró el show y se puso a hablar de no sé qué mierda sobre no sé qué carajo de quilombo mediático y, mientras puteaba, empezaban los acordes de No voy en tren. Tocó poseído hasta el estribo, ese lo cambió y así hizo caer mi quijada contra el verde césped de Ferro: cuando era chico nunca fui muy listo, tocaba el piano como un animal (lo alteró un poco), cuando era chico era drogadicto, y ahora también lo soy”. Lo repitió tanto que no me quedaron dudas. Después, siguió hablando de su sexualidad y de que todo debería ser libre.

Era la primera vez que escuchaba a alguien asumirlo y hablarme de ese tipo de cosas con tanta libertad.

Lo primero que hice fue darme la vuelta y mirar al Sapo, al Chelo y a las hermanitas uruguayas, que eran nuestras novias: Charly es un genio, les dije, y estaba loco.

Y, mientras volvíamos por Avellaneda, esas diez cuadras que nos separaban de Eleodoro Lobos, no pude pensar en otra cosa ¿Todas las canciones hablaban de drogas?

Hasta el día de hoy, ése sigue siendo uno de los mejores conciertos que vi de Charly. Y muy educativo. Y otra cosa, ése fue el último concierto al que fui sobrio, quizá por eso lo recuerdo.

Ese mismo año dejé la escuela de dibujo y me compré una guitarra eléctrica, la más barata, una Faim Mustang, con un solo micrófono de doble bobina, que pagué en australes.

En 1988 tuve mi primera banda, la formamos con los compañeros del industrial. Ninguno sabía tocar ni un acorde y, en común, solo teníamos a Los Violadores, a Los Pistols y a Maiden. Ok, nuestra banda sería punk y nos llamamos “Asistencia Kriminal”, igual que nuestro primer tema. Eran tres notas; una que no me salía y las dos que conocía. El estribillo en la y sol menor, decía esto:

“Necesito una asistencia, necesito una asistencia”

Y el coro de todos nosotros gritaba “Kriminal”:

“Necesito una asistencia, necesito una asitencia;

Necesito sal de anfeta necesito sal de anfeta”

Y de nuevo el coro, “¡Pa tomar!”

Listo, yo ya había firmado: sin Dios, sin patria y sin hogar.

Mi viaje había comenzado. Y yo estaba perdido.

1989, EL NÚMERO MÁGICO.

Con tanta dictadura en este país, no quedaron muchos registros de la historia de las drogas en Argentina. De seguro, alguna boludez en algún libro de psiquiatría o algo por estilo, pero no hay ningún registro del impacto que produjeron a nivel social.

Yo sólo puedo hablar de los noventa.

De alguna manera, el “uno a uno” aumentó la variedad de drogas que uno podía conseguir, renovó un mercado que no iba a más allá del peor faso del mundo y cocaína con geniol. El valor del dólar, amigos, cambia la calidad de la droga; así que no tardaron en aparecer el porro colombiano y el brasilero para competir con el mercado paraguayo. Empezaron a conseguirse bolas de seda paraguaya, (resina en su máxima y riquísima expresión), el hash local y hasta había mezcalina. Si tenías algún amigo en España, llegaban -en pequeñas dosis- barritas de hash. Y la merca, mucho no puedo hablar del tema, nunca pudo gustarme y miren que lo intenté, juro que hice todo lo posible.

“Soda” explotaba en Latinoamérica; “Los Redondos”, acá. Había un Pappo recién llegado, tocaba por ahí y planeaba juntar Riff. Había cientos de pubs con bandas tocando todo el tiempo y empezaban a venir los grupos y solistas que nunca pensamos ver jamás. Y todo un arsenal de estimulantes disponible que, por supuesto, supimos usar.

La cultura Barra se había apoderado del rock y uno seguía su banda a morir. Así que, después de la entrada, el próximo gasto era la piedra, las pepas y una pequeña vaca para el escabio. Los pibes comenzaban a pintar sus primeras banderas, mientras abrían los cartones de vino y los llenaban de frutas y de hielo a veces, algún cabeza tiraba un chorro de alcohol puro. Y por qué no, algún Rohypnol.

En los noventa uno podía pasar de fumarse un cucuruchito de hash a tomarse un tetra con pastillas. Menos heroína, podía conseguirse cualquier cosa. Fue el auge de los locales que vendían pipas y sedas importadas y, generalmente, estaban en galerías, muy cerca de las disquerías.

Pero no todo fue descontrol, muchos de nosotros hicimos cierto uso del abuso y empezamos a buscar nuevos sonidos con nuestras bandas, a combinar colores y buscar nuevos trazos. Leíamos a Castañeda y a Baudelaire. Nuestra biblia era Flash, de Charles Duchaussois, y todos éramos músicos. Como nuestros antecesores, esperábamos el verano para cargar las mochilas y salir para el sur, para Gessell o hacia Córdoba. Los que elegíamos las montañas, de camino, bajábamos un día en Rosario para meternos en las afueras y buscar cucumelos entre las mierda del cebú. Y, recién entonces, seguir el viaje…

Al igual que en los setenta, los noventa fueron ese punto donde las cosas se renuevan. El abuso al extremo de todos los sentidos; la refundación del rock en la Argentina, el tridente de lo que sería el rock barrial: La Renga”, Los Piojos y Los Caballeros eran las tres bandas que se venían. Cualquiera de los primeros tres discos de esas bandas son un clarísimo pantallazo de qué fueron los 90 en Bs As.

AULLIDO

No sé si fueron las mejores mentes de mi época, pero los vi echarse a perder mezclando diferentes drogas, los ayudé a inyectarse cocaína, los vi mezclar Ketalar. Los vi tomar pastillas o ácido hasta terminar internados en algún lugar y a cargo de algún juzgado.

Se terminaba en un hospital, en la cárcel o bajo tierra, así eran las cosas para los adictos de mi época. Así eran las cosas en mi barrio, ningún lugar marginal: hasta los 25, nunca viví a más de cuatro cuadras del Parque Centenario. De mis amigos y compañeros de aquel viaje, quedaron tres nada más; a uno, prefiero ni recordarlo, se hacía llamar el Sacerdote del Rock, el muy imbécil, y fue el primero en traicionarse. El otro es el Chelo, un amigo de la infancia también y ahora es colectivero de alguna línea. Cuando hablé con él, hace un par de años, me dio todas las malas noticias juntas. Al único que sigo viendo es a Yoni.

El Yoni es el único ser humano, que pudo sobrevivir al abuso de todas- todas- las drogas y no tuvo que soportar ninguna de las consecuencias: ni se murió ni terminó en ningún hospital y, mucho menos, preso. Detenido un rato, muy largo, sí. También, es el tipo más fiel a sus principios que conozco. Y hay algo que puedo asegurarles: mientras existan las drogas y el Yoni esté ahí, el mundo seguirá girando. Amén.

El resto de aquella gente y de esa época murió.

Por eso mi plural, durante toda la nota, porque esta historia va en la memoria del Bichito y de su hermano, el Negro Villa, que murió de sida. Y el otro lo siguió atrás, de pura tristeza. Y si tuviese, ni hablar, peinaría acá nomás en nombre del Dani, pero no.

Y no quiero hablar mucho de ella. No voy a aceptarlo jamás, hasta que toque su timbre o averigüe en la cuadra, voy a seguir pensando que soy un cagón que no cumplió su palabra, que todavía puedo pararme ante su puerta

que ibas a estar ahí siempre para salvarme

que todavía hoy nos separa tan un solo un pasaje,

que ibas a estar para colgarte de mi brazo y llevarme del kiosko al parque hasta convertirte en esa luna blanca que siempre brilla sobre el Centenario y

que me obligará a amarte más allá de la muerte.

DIS IS DI END, MAI ONLI FREN, DI END…

Me quedo con las ganas de hablar de Obras, de los bardos en Cemento; de los primeros conciertos de Los Ramones, del Fernet que tomé abrazado a las piernas de Iggy Pop en el Roxy y de aquel primer Guns, en River. Pero, bueno, esta nota no habla ni de mí, ni del rock en Bs As. Y, mucho menos, de cómo fracasamos. Hasta cierto punto, fuimos una copia mejorada, pero nada más, no estuvimos a la altura de nuestros antecesores. La prueba está en que creamos la generación que mató al rocanrol: mejor ejemplo, no se puede encontrar. Al menos, los setentosos, hippies del orto, habían sido lo suficientemente estrategas como para crear una raza que siguiera su legado.

Mejor volvamos a la falopa, ¿no?

El exceso y el abuso de las drogas son cosas diferentes, aunque suenen casi igual. La diferencia es una sola: uno puede excederse de vez en cuando y no está mal, pero el abuso implica otras cosas, amigos, es una adicción. El exceso es algo momentáneo y más cabeza, pero abusar de una droga es algo más especulativo, algo que se arrastra con el tiempo y trae consecuencias que echan raíz en la vida de uno para siempre. Yo pagué. Y, como verán, muerto no estoy. De los hospitales, zafé, gracias a dios.

Solo me tocó un tiempo de encierro; y perder a mi amor, la primera de todas las Rubias, la única mujer que valió la pena amar.

 

Autor: Néstor Grossi

Este texto apareció antes en Revista El Anartista.

bottom of page