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Llamando a la fortuna


La fortuna fluye en napas poco profundas. Tiene pulso. Algunos lo notan, yo intento. Soy apenas un aficionado y sin embargo, de tanto en tanto recibo un premio, en este caso el tuyo.

Iba por Corrientes para el lado de Callao con el Obelisco de frente. Ya no camino apurado, no ando con el celular en la mano. Llevo el paso a la usanza, atento a la trama sutil de las cosas. Eras la primera que asomaba en la escalera mecánica. Los pies juntos en un mismo escalón, la fortuna te traía hacía mí. Venías buscando, tratando que la tibieza del sol se adhiriera a tu rostro. Te vi primero y dejé que tus ojos me encuentren radiante. Me paré ahí, a la vista de todo. Crucé los brazos, y como si pisara un pedal impaciente movía el pie. Con un dedo golpeaba en mi muñeca un reloj inexistente. Se te iluminó la cara.

-¡Qué casualidad!- Te oí decir mientras te hundías en el abrazo que te ofrecía. Debo confesar que deliberadamente puse más peso que de costumbre. Durante unos instantes me abandoné a tu cuerpo, para que puedas sentir, como yo, la fortuna. La paciencia que hemos tenido, por fin dio sus frutos, nos puso solos a la vista de todos. Se leía todo en las pupilas, mis deseos proyectados en las tuyas, los tuyos en las mías. Volvimos los dos, por un instante, a todos los cumpleaños de nuestros hijos. Los roces otra vez palpables. Otra vez las miradas a encontrarse en el reflejo de los espejos. Me encantaba buscarte en el remolino de las fotos. En el desorden de los percheros, siempre estabas vos. Siempre supiste encontrar rincones donde mostrar la potencia de tu cuerpo, lo que cultiva, lo que tiene para dar. Rondabas lugares comunes, anónimos de donde era posible robarte. Siempre supiste donde arrinconarte para desenvolver el deseo. ¡Qué arte! Me dejabas mirarte hasta la obscenidad. En el ultimo cumple bailabas suelta entre todos sin perdernos de vista. De tanto en tanto me tocabas apenas con las uñas en los antebrazos, en la espalda. Supiste en la desincronización del todo golpéame con las cadera. Fuiste con cuidado, de alguna manera intuís que tengo algo de brujo. Tengo que confesarte que mientras bailábamos en grupo yo no cataba la canción que sabíamos todos. Nadie lo notaba, pero yo nombraba en vos baja los rincones de tu cuerpo donde quería posar los labios. Sabés, aunque te parezca mentira los siento desperezarse ahora, debajo del trajecito sastre, debajo de la camisa institucional. En estos escasos segundos en los que ninguno puede articular palabras y sopesamos el riesgo de estar así, tan anónimos, tan próximos, tan sin redes los siento latir. Abrís grandes los ojos, sin dejar de sonreír. No lo podés creer, que no te asistan las palabras, que siempre fueron tu fuerte. El juego de los silencios es el arte de los brujos deberías saberlo. Al fin el aire te llena, alzas los hombros, los pechos, el cuello. Pasa la saliva por ese huequito que tenés sobre la cadenita de oro con la nena y el nene. Justo cuando por fin van a salir las palabras te tomo de las manos. Estaban distraídas a los costados de tu cuerpo. Ni bien las toco, el aire se queda en vos, las palabras se suspenden. Apenas las agarro, pongo las yemas de mis dedos índices en el centro de tus palmas que miran al piso. Apoyo los pulgares al otro lado de tus manos. Te tengo. Lo sabés. Es un candado. Además de hablarte a vos le estoy hablando a tu cuerpo, sin traducciones, sin intermediarios. Me aproximo sin sacar mis ojos de los tuyos, pero no busco tu boca, invado el rincón junto a tu pelo y susurro, como en el baile entre todos

-¿qué vamos hacer con tanta piel? -Despacio para que lo sepas. Tan blanca que es tu piel, la veo arder en plena calle Corrientes. Rompo el candado. Llevo las manos a tu espalda. Te apoyo contra mi pecho para evitar que lo digas con los ojos. Te quiero escuchar. El aire se escapa de vos. Es casi en un suspiro. ¡Qué suerte! Y ahora es tu cuerpo que se apoya con todo en mis huesos. ¡Qué Suerte! Me olés el cuello, te llenás de mí. ¡¿Qué voy hacer con vos? decís. Me quedo en silencio porque estoy a merced de lo que quieras, te puse al alcance de lo que buscabas todo este tiempo. Te dejás un instante ahí, en mí. Mi pulso se ralentiza tratando de de estirar el instante, de saborearlo. En una bocanada profunda tus pechos empujan el mío. Asimilo ese pequeño envión, los cuerpos se desenganchan del abrazo, las miradas buscan enfocarse en esa nueva pequeña distancia.

Salís mundana del abrazo, segura de vos, con los ojos en llamas. Más hembra, más compleja. Te complace este nuevo nivel de verdad. Pero te olvidas que soy Brujo, lo que digo y lo que cayo están de nuestro lado. Se acortan los tiempos, las distancias. Nuestros cuerpos se nombraron en ese su idioma propio. Vas a tener que dar el paso.

-Me voy- decís. Cerrás los ojos, sonreís, estás hecha una pendeja ingrata. Me mata. Para que me sepas cómplice te miro sereno, de pies a cabeza, después asomo todo mi deseo por el balcón de los ojos.

-¡Entonces quiero verte ir! Digo- ¡no me voy a mover de acá!. Bajás los parpados despacio, ni bien se tocan los abrís enérgicos, las pestañas pegan el latigazo y la distancia entre nosotros se puebla de deseos. No me explico cómo podes caminar así, como si bailaras levemente embriagada entre un grupo de chicos, siendo la única que sabe lo que quieren decir tus caderas. Algunas gentes se cruzan entre tu ir y mi estar. Pero siento latir tus pasos en la acera al ritmo de la fortuna. Quince pasos nos separan, disfruto el esfuerzo que tuviste que hacer para alejarte de mí. La ciudad te traga, te vas poniendo anónima, quizás para los demás. Pero una hebra sutil une tu cuerpo al mío entre el ir y venir de los ajenos. Mientras permanezco de pie la gente me esquiva. Tu pelo, tus hombros de tanto en tanto se destacan en el pulso de marcha urbana. Vibra el teléfono, te tengo agendada como mamá de…

-¡Quiero verte! ¡Voy a buscar el momento!- y a continuación una diablita, una llama y la huella de unos labios rojos con rouge.

 

Autor: Diego de Lucía

Imagen de Ray Cesar

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