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Tabaco y Yerba


El recuerdo permanece con paciencia, sin esfuerzo. Fiel a sí mismo y por tanto incorrupto. Allí está desde aquel día del que no recuerdo otra cosa y que quizás era domingo u algún feriado. Con certeza: una tarde fría y sin luz en el cielo. Por aquel tiempo vivía solo y me sentía a la deriva. Masticaba mis tristezas con la discreción estoica de la costumbre. Estaba enojado con el mundo y más enojado estaba conmigo mismo y con mi existencia. Como si eso fuera poco se terminaron los cigarrillos y la yerba mate.

Todo el dinero que tenía eran esos irrisorios billetes sin valor y las monedas que restan de los vueltos. Capital absurdo y despreciado que sobrevive como una intervención artística donde se empeña la miseria en que nadie la olvide. No sé cuánto sumaba en total, pero me gusta creer que una cifra impar. Digamos once, o trece, o quince pesos entre billetes sucios y monedas desatendidas. Quizás, no lo sé, alcanzaba para algún atado de mataperros de segunda marca; para cigarrillos y yerba no. Sin cigarrillos y sin mate amargo la tarde iba a aplastarme hasta la desesperación. Ya me estaba aplastando la vergüenza de ese dinero que no servía para nada. No sé cómo, debajo de la tristeza, de la timidez, de los eternos pudores y los otros innombrables agobios, me vino esa suave rebeldía sin violencia, ese sentimiento que estoy seguro que tatuó el recuerdo allí donde aún sigue.

Me saqué el uniforme de entre casa y me vestí con la ropa de civil que sentía un disfraz que no lograba esconderme ni mimetizarme, vayas donde fueras uno carga siempre con su ser y sus circunstancias. Salí a la calle y caminé despacio, enfermo de ese dinero que testimoniaba a los gritos que yo estaba roto, cansado. Digo que era feriado o domingo porque todo estaba cerrado. Bajé por Avenida Independencia como quién va a apostar vida o muerte contra su destino. Aparece el kiosquito con sus marcos de puerta y vidriera pintados de verde; kiosquito miserable con más estanterías y exhibidores que mercadería. El lugar me estaba esperando como si fuera mi reflejo. Entro y pregunto, inundado de desconfianza, si hay tabaco Richmond y papel de armar; y mientras pregunto lo único que quiero es que el dinero alcance, que no tenga que irme con esa vergüenza amarga a la que tanto le temo. Compro tabaco y papel, me alcanza el dinero y nadie se entera que estoy en quiebra y fracasado hasta el tuétano.

Alcanza y sobra. Sobra, no sé, cinco o seis pesos. Dos billetes maltrechos y las moneditas que no he usado. Deshago el camino por Independencia mientras me voy acercando al supermercado y dudo, razono y me niego. Todo junto, todo en cada paso que doy. La verdad es que no me importa fumar ni tomar mate, lo que siento está más allá de la necesidad del vicioso o la simple necesidad. No se trata de eso, sino de la vida, de la soledad, de la indiferencia ajena, de la furia, de la tristeza hecha costumbre.

Entro al supermercado resplandeciente, amplio, repleto de opciones para el consumo. Hay poca gente y toda esa gente carga sus changuitos como si se avecinara el fin del mundo. Como siempre he sido estúpido creo que todos me miran, que todos saben que tengo cinco o seis pesos de mierda por todo capital y patrimonio, y cuando siento que todos me miran el corazón me golpea fuerte y con dolor. Voy hasta donde las yerbas, busco las de medio kilo, miro las ofertas y vuelvo a mirar. El desconsuelo es un cartelito con el signo pesos seguido de un número. Ya estoy listo para irme y no sé cómo, realmente no lo sé, doy con una góndola lindante a la de artículos de ferretería; ahí hay unos paquetes tristes, a pesar del color rojo, de una yerba cuyo nombre hace perfecta fusión con el packaging. Una yerba que se expone sin disimulos como una yerba de cuarta y a un precio que me deja veinte o cincuenta centavos de vuelto si la compro. No salto de alegría, vacilo, mantengo la fría cautela. La idea de ir a la caja y que por cualquier error deba dejar ese paquete de yerba marca “Magoya” me causa el vértigo de una derrota que nunca tendrá fin. Salgo ileso. El precio es el que he leído cuatro o diez veces, el puñadito de dinero se disimula en la grandeza del que paga con cambio para ayudar a la cajera. Salgo, el paquete rojo de yerba “Magoya” parece más pequeño que cualquier paquete de medio kilo de yerba, lo encierro en una mano y camino como si hubiera atravesado el fin del mundo y fuera el único sobreviviente.

Regreso a la guarida como si ya nada me importara, como si yo fuera nadie y a la vez fuera todos. Entro y la soledad está allí, la saludo por educación y dejando los tesoros en la mesa pongo el agua en el fuego. Lentamente, con una dedicación absoluta, armo dos cigarrillos deformes, hermosamente deformes, y los dejo allí dispuestos. Del paquete de yerba “Magoya” cae al mate un polvillo de un verde muy claro, un polvillo que no llega a ser impalpable por alguna extraña aspereza, un polvillo que le hace justicia al precio, pero que por efecto del agua caliente libera ese sabor necesario para que mi vida siga siendo vida y no un ejercicio inacabable de la agonía. Al segundo mate prendo uno de los cigarrillos deformes y con la primera pitada me siento el hombre más afortunado del mundo. Un hombre que puede esperar hasta mañana sin preocupaciones.

Han pasado más de diez años desde aquel día que quizás fue domingo o algún feriado, nunca he dejado de vivir a la deriva. El recuerdo permanece con paciencia, sin esfuerzo. Fiel a sí mismo y por tanto incorrupto. Cifro en ese recuerdo el momento en que aprendí que la famosa esperanza no es otra cosa que tabaco y yerba mate.

 

Autor: Fabio Morasso

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