top of page

La tijereta o corta pichas

Pintura de Egon Schiele

Estamos mi amigo y yo sentados en una mesa del Bar PoPo Music (Bar Poético Porrero Musical), porfiando neciamente sobre nimiedades. Este es nuestro cuartel general a partir de las seis de la tarde. Aquí mi amigo contacta con un teléfono de citas, para luego, a las nueve o las diez, marchar a punzar, herir de punta, el sexo de una guapa, haciéndola sentir interiormente ese algo que aflige el ánimo.

Estamos hablando de si nuestro punzón de mano, el de cada cual, remata en punta y sirve para abrir ojetes u otros agujeros, y otros usos como matrices de creación, hiriendo de punta, molestando más agudamente algún dolor ovárico de cuando en cuando.

En un instante, cuando le estoy diciendo al amigo:- Mi pitón es más hermoso que el tuyo, como bien sabes; un joven y guapo camarero en prácticas, algo travestido, nos pide que guardemos silencio, pues va actuar una joven y bella cantautora, acompañada de su guitarra.

Ella se presenta, puntualiza, da el último rasgueo, como perfeccionando las cuerdas. Canta una balada, un romance parecido al que cantaban por las calles y mercados los ciegos de antaño. Un romance que habla de un chico que festeaba con una chica. Hacía cinco años que se querían. El día de su santo, le hizo un corte de vestido; violándola con sexo consentido. Al otro día, el chico Juan la abandonó y Adela, llena de dolores, en cama no se levanta. Cuando fue su amiga Dolores a visitarla, la encontró con mucha pena y sangre en la entrepierna, y con una aguja de bordar metida por su vulva hasta la garganta.

A la joven cantautora le faltaban muchas cuerdas en la guitarra, y su voz tenue, suave, casi sin vida, nos hizo llorar a todos; deseando que terminara pronto, pues nuestros tímpanos no podían aguantar más el rasgueo de esa su guitarra. Su atracción era nula; y a no ser por el tema de su romance aludido, no le hubiéramos puesto ni la más mínima atención.

Sin darnos cuenta, se nos han colocado en la mesa dos jóvenes muchachas. Sin duda, en edad, las sobrepasamos cuarenta años. Las miramos, y el brillo de sus ojos, ese fuego que llevan en su interior, nos hace llevar nuestras manos a nuestras armas de fuego para dirigir hacia ellas la visual de nuestra puntería. Puntadas en obra de costureo erótico.

Ellas llevan roturas pequeñas en sus pantalones. El grado de intensidad o importancia de su sexo es muy pronunciado. En un espacio pequeñísimo de tiempo, pasando de la cantautora, les preguntamos:

-¿Cómo por aquí, majas?

Ellas, ni cortas ni perezosas, nos cuentan:

-Que han abandonado un convento de Lerma, cansadas de tanto falso pundonor, y el tanteo insustancial del asunto de dios. Que eso de la fe no les llama. Que ellas quieren juzgar y apreciar las cosas. Que ellas quieren calzar uno o muchos puntos de la vida.

Mi amigo, que es un bocazas, cortándolas, les pregunta:

-Y en cuanto al sexo ¿qué?

Ellas respondiendo:

-Estamos listas y en disposición de hacerlo. Le hemos tomado por mira, y tenemos la intención de lograrlo o conseguirlo en una u otra forma.

-¿Sois tortilleras?, les pregunto yo.

-Sí; y punto en boca. Os recomendamos silencio. También, queremos saber a qué sabéis los machos.

--Pues nosotros, dice mi amigo, estamos dispuestos a marchar, dentro de poco, a un piso de citas a echar un polvo. ¿Por qué no nos invitáis a ir a vuestro piso a tomar unas copas? Nosotros llevamos la bebida.

Sonriendo y brincando de alegría, levantándose de las sillas, nos respondieron:

- Vale. Pues sí. Pero, antes, esperar unos minutos que vamos al retrete a hacer un pis.

-Dejad la puerta abierta, les gritó mi amigo.

Ellas dejaron la puerta abierta como les suplicó mi amigo, pero no vimos nada. Se bajaron los pantalones, se sentaron en la taza que mira al auditorio, en sendos retretes separados y estrechos. Eso sí, sus caras, al hacer el esfuerzo de orinar, nos parecieron, a los dos, esas caras de diablos que descansan sobre los capiteles de las columnas de las iglesias románicas y cubren el espacio comprendido entre cada dos de ellas.

Salieron ellas, y nosotros las seguimos, preguntándome yo en voz alta.

-¿A qué sabrán estos lésbicos chuminos?

Subimos la calle que sube al Castillo de Burgos. Entramos en un portal justo al lado de un Bar, creo que “La Aceituna”, una tasca con sabor añejo, subiendo a un primer piso. Entramos en un dormitorio y, allí, sobre la cama, nos sentamos los cuatro, cada dos frente a frente, como en una timonera: sitio de la nave donde se sienta la bitácora y está el pinzote con que el timonel maneja el timón.

Ellas no llevan bragas. Como dijo una de ellas, las habían arrojado a la papelera del retrete. ¡Lo interior lésbico de ellas nos iba a pertenecer¡ Nosotros nos sentíamos como gobernantes o príncipes, sacando nuestro punzón erecto y ardiente.

Como labradores, a lo Burro, nos lanzamos sobre ellas, que se mostraban excesivamente escrupulosas y miradas en el acto, aplicándoles el arado común o de timón. Sus vaginas nos parecieron alguna de las islas de la Sonda, las principales del grupo de Sumbava Timor, donde suelen veranear los tocólogos, según dicen. No nos supieron a nada. “Estas chochas lésbicas son tan insulsas como las demás”, cantó mi amigo.

Pero lo bueno o malo, en el ajuste de estos polvos, es que, mientras metíamos la pluma primera del ave de cetrería, aparecieron entre sus muslos, cercanos a las ingles, unos insectos cortapicos, tijeretas o cortapichas, que nos cosquilleaban los testículos. Ellas, al ver nuestros gestos raros, exclamaron:

-Cortapicos y callares, Je Je; avisándonos de que no habláramos ni hiciéramos preguntas ociosas.

Terminada la eyaculación, y cogiendo el carnal punzón con los dedos índice y cordal de la misma mano, saltamos de la cama y nos sentamos en cada una de las sillas colocadas a su pie, mientras ellas, unidas como dos hojas atravesadas por un eje, giraban y giraban, abriéndose y cerrándose su vulva a voluntad de cada una, entre espermas recién bañadas, en un tijereteo propio al cortar una flor, las dos como metidas sobre la cama en una zanja o cortadura hecha en las tierras húmedas para desaguarlas.

Este su acto lésbico nos encandiló. Tanto, que nosotros, dados a la masturbación, haciendo uso de la misma trama usada por los indios en la pesca, cruzamos oblicuamente uno con otro nuestros punzones, como queriendo defender las eyaculaciones que arrastraba la excitante corriente, haciéndoles a ellas mirarnos con lascivia.

 

Autor: Daniel de Culla

Pintura de Egon Schiele

bottom of page