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Razón de ser


No hablaré de ella más que a través de una completa subjetividad, y no siento culpa. No podría, aunque quisiera, hacerlo de otra manera. Aún hoy, después de años de vivir el cuestionamiento, no puedo convencerme aunque sea vagamente de por qué terminó eligiéndolo antes que a mí. La última vez que la vi poseía un largo pelo rubio, muy brillante. En nuestras épocas de mayor cercanía, cuando aquel ser nefasto aún no había aparecido, podía reconocer aquel brillo particular a cien metros de distancia sin que me roce una mínima duda. Su rostro, terso, siempre fue suave e inmenso de acariciar. Respecto a su cuerpo prefiero no hablar. No quiero deshacerme en halagos vanos. Cuando pasaba tiempo conmigo las horas eran intensas y fugaces, y en mi memoria fácilmente equivalían a días. De las noches ni hablar: luego de que partiera, hubiéramos o no compartido la cama, el recuerdo vivo y sentido duraba cuanto menos una semana. Hablaba de arte, de ciencia, de la vida que según ella tan poco conocía pero que no obstante tanto le daba para decir, y de las cosas más banales que a un ser humano se le pudieran ocurrir siempre con una pasión inconmensurable. Todas esas conversaciones se daban efusivamente, cigarrillos de por medio para ella y pocas pero precisas palabras para mí, durante largas jornadas. Sentía algo parecido al terror por hablar delante suyo: no quería bajo ningún concepto dejar de oír sus palabras, pero menos quería romper su imagen de mí (la que incluso hoy conceptualizo frágil como una copa de vino) con comentarios vanos o irrelevantes. Así llegó a resultarme una operación casi artística el elegir mis palabras de modo que expresaran mi opinión e interés por las suyas, y me permitieran estar la mayor parte del tiempo en silencio. Cuando manteníamos relaciones carnales expresaba yo con la voz todo el estremecimiento y pasión física que sentía, y ella temblaba de gozo. Es inexplicable la sensación que me recorría en aquellos momentos: era como si, al tocarnos, mi esencia pudiera penetrar su alma, grabarse en ella, y en el proceso generar en su cuerpo esos temblores extásicos que tanto disfrutábamos. El goce, tanto para ella como para mí, era pleno. Por las mañanas se iba, sonriendo y esperando verme ahí por la noche, cosa que durante ese tiempo sucedió sin falta. Antes de salir por la puerta me dirigía una mirada que perduraba un largo tiempo. Sus ojos justo antes de que desaparecieran constituían un impacto profundo y suficiente para que la espera fuera sino una especie de existencia flotante, casi independiente del paso del tiempo. Durante la tarde me divertía no solo recordando vívidamente nuestros encuentros, sino imaginando cómo hubieran sido: a veces horas enteras se me iban pensando en las frases más banales y estúpidas que podría haber dicho. Aunque al conjugarlas en una posible realidad, inevitablemente, me invadía un súbito terror: no debía, bajo ningún concepto, permitir que salieran de mi imaginario. Un día apareció aquel, no quise saber cómo así que no pregunté, y destrozó prácticamente todo lo que teníamos. Comenzó a frecuentar nuestro hogar con muchísima regularidad, y este para mí era un templo al amor que nos teníamos. Nadie lo había hecho antes, y él lo profanaba, irónicamente, con las palabras más vanas que haya escuchado. Eran, muchas veces, peores que las que solía imaginar. Físicamente era como muchos hombres que había visto, y su rostro no emanaba ninguna sensación especial en mí, y seguramente tampoco en ella. Sin embargo, todas las noches que venía lo llevaba a la cama, y sin descaro o compasión por mi presencia, introducía su fabuloso miembro en varias partes de su cuerpo. Lo que en muchos casos hubiera constituido un quiebre en el amor, generó algo bastante distinto. Las primeras veces observaba con desagrado, y aunque me pese aceptarlo, con interés. Me era primordial determinar qué tan hondo era el placer que le generaba, qué tan intensa era su inmiscusión en su cuerpo. Imaginaba en tanto me era posible cómo lo sentiría yo, y no sé si por mera cobardía, me esforcé mucho en convencerme de que no importara qué tan bien lo hiciera, nunca llegaría tan adentro como yo lo sabía hacer. Y a la larga lo conseguí. Una vez que me harté de obviar sus actos (luego de un tiempo me resultaron tan triviales que podía reproducirlos valiéndome solo de los sonidos que exclamaban) y habiendo pasado ya muchas noches fuera pretendiendo evitar el sufrimiento que sentía, terminé buscando alguna manera de equilibrar su placer con mi pesar sin hacer escenas escandalosas (bendigo la habilidad que a la fuerza desarrollé de ocultar mis sinceras opiniones). Así empecé a participar de sus actos sexuales con relativa frecuencia. Como es de esperarse, no lo hacía porque aquel sujeto me atrajera, sino porque ella hacía tiempo no me tocaba, y mi cuerpo dictaba que debía hacer lo posible para que ocurriera. Había pensado en tocar a otras personas, pero nada dentro mío me permitía buscar otra piel ni otra alma que no fuera la suya. Una vez que fue habitual mi participación él nos penetraba indistintamente (había leído ya mucho tiempo atrás en sus ojos su deseo hacia mí). Cuando lo recibía fingía los temblores que con la lengua procuraba generarle a ella, que entregaba a cualquiera su cuerpo sin pudores ni culpas. En mis noches de más profunda desesperación no podía evitar sentir que para ella daba igual quién le otorgara el placer que tanto le gustaba sentir, y por una cobardía que tampoco me enorgullece, no me atreví a averiguar si esto también era verdad. Luego de varios años de la misma rutina me mudé. Las gentes dicen que el amor en sí mismo no es suficiente, y no se equivocan: a pesar de que el mío por ella fuera inmenso, soportar aquel pesar continuo eventualmente se tornó un calvario. Intenté, en el tiempo que siguió, verla en mi casa. Muchas veces, al llamarla, decía que vendría. Como antaño la ansiedad me invadía, y la mente se me iba a lugares que hacía tiempo no visitaba. Volvía a imaginar y a recordar tantas mañanas y noches en su compañía, y la espera era larga y placentera. Regularmente, cuando llevaba ya una hora de retraso y llamarla hasta a mí me encolerizaba, le reprochaba sin asco su constante elección de aquel con el miembro maravilloso, y no de quien podía sinceramente acariciarle el alma. ‘¡Basta, basta!’ recibía en contestación, y entonces no podía hacer otra cosa que cortar. El sufrimiento posterior era intenso, pero un orgullo bastante justificado lo atenuaba: el paso de los años había borrado casi completamente el miedo por la acción de mis palabras. En una de las tantas llamadas me contó con efusividad que estaba embarazada, y todo mi ser se estremeció. Corté sin reprocharle nada, y por primera vez en todo nuestro vínculo no la llamé por varios meses. Como es esperable, ella tampoco lo hizo. Así se terminó de formar mi odio pendular hacia todo el género masculino (hoy en día hace tiempo no interactúo con nadie que a él pertenezca), y un poco más en general mi repulsión casi sistemática por toda persona. No me vinculé más que superficialmente durante los cuatro meses que siguieron. Me representó un esfuerzo enorme digerir la noticia que había recibido, y no pude disfrutar plenamente con nadie que se me cruzara durante todo ese proceso, aunque lo intenté. La soledad, que durante tanto tiempo no me importó, se presentó como una compañía fiel y embriagadora, y lentamente, disminuyó el dolor. Cuando resolví que esas cosas eran parte de la vida y que tenía que sobreponerme y llevar aquella realidad como tantas veces había cargado otras peores, la llamé pidiéndole que venga a verme. Esto fue hace unas pocas horas. Se alegró profundamente y dijo que lo haría. Una hora después de la cita no había llegado, así que llamé de nuevo, y luego de mis acostumbrados reproches, me invitó a su boda. Mi estupefacción podría haber sido vista desde la otra punta del continente. Me detalló apasionadamente (como antaño me hablaría de arte, ciencia o banalidades) la propuesta de él y su afirmativa, y manifestó querer que lleve los anillos para estar ahí cuando ella lo acepte, y para hacerlo yo también. Sus palabras me llegaban lejanas, como un eco, y yo no tenía nada para decir. Su impacto era cada vez más profundo, y cuando el pesar sobre mí fue insoportable y sus palabras parecían no tener fin, pregunté por qué debería yo participar de una ceremonia que tanto me desagradaba, y de la que prefería sinceramente no tener siquiera novedad. Ella, con su habitual falta de interés, dijo que era lo natural y correcto aceptarlo ya que, al fin y al cabo, él es el padre de la que en unos meses será mi hermana.

 

Autor: Nicolás Igolnikov Facebook: Nicolás Igolnikov

El libro Las cosas pasan de Nicolás Igolnikov está disponible para su descarga gratuita acá, en nuestra Biblioteca.

Dibujo de Patrice Murciano tomado de

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