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Tenían 20 Años Y No Estaban Locos, Pero Estaban Ebrios.


Para G.F.Johnson.

«Se han ido los años

bajo citas de Bolaño,

y no es que esté desolado

sino un poco triste

por algo, por algo, por algo…»

—Tino el Pingüino.

A él lo conocí, si es que realmente se puede llegar a conocer a alguien en tan solo una noche, en una cantina de la colonia Guerrero. Una cantina, como cualquier otra del rumbo, ponzoñosa y deliberadamente nociva. Nociva, al menos, para quienes no conocieran el modus operandi de los antros de la zona. En cambio, si desde un principio ya estabas condenado a ser dado a luz en medio de tanta sombra, nada podría hacerte brincar del susto. Aunque, si bien es cierto que con el día a día te vas fogueando, como dicen algunos, hay cosas, sin embargo, para las que uno simplemente no está preparado. Y es que fue esa noche, esa maldita noche, cuando vi por primera vez cómo es que un hombre muere. O, más bien, cómo es que un hombre desdichado le arranca a otro la vida, haciéndolo así, de tajo y sin aviso, como carnicero. Y, como era de esperarse, esa macabra escena se convirtió en una visión acuosa instalada en algún rincón inalcanzable dentro de mi cráneo. Durante meses, tal vez años, fue reproducida involuntariamente tras mis párpados al cerrarlos. Una y otra y otra vez, en un acto reflejo.

Los detalles de aquel asesinato son detalles que no tiene ningún sentido enlistar, pues el procedimiento se llevó a cabo siguiendo, al pie de la letra, los pasos protocolarios establecidos con anterioridad. Por lo regular dichos pasos son, como es bien sabido, detonados inicialmente por una mujer, o más bien por las extremidades inferiores de una mujer, pues, sobra decir, no es en absoluto lo mismo. Incluso me atrevo a decir que una mujer es una entidad completamente distinta e independiente a sus piernas. Hay ocasiones en las que lo más sano mentalmente es aceptar, con la mayor naturalidad posible, que unos muslos femeninos tienen vida propia. Pero retomando el tema medular…aquella pelea, tan injusta como cualquier pelea, claro, se desencadenó a grandes rasgos debido a un problema de faldas.

Si se me permite, quiero agregar que nunca me ha gustado ser partícipe de riñas o zafarranchos de ningún tipo. Esta aversión mía hacia los llamados “tiros callejeros”, se acentúa considerablemente cuando éstos son originados por una señorita. Jamás me he metido en líos a causa de una mujer, y jamás lo haré. Ni que fuera yo un australopithecus. Y que quede claro: no es cobardía, sino elegancia.

Y ya entrados en materia de elegancia, por cierto, me gustaría señalar lo siguiente: sé bien que acabo de utilizar la palabra mujer en repetidas ocasiones. Más que una cuestión de escasez de léxico (que en el fondo sí lo es), es porque prefiero utilizar mujer a fémina, hembra, doncella, dama, o cualquier otro insípido sinónimo.

A diferencia de la gran mayoría de los asistentes, si no es que de todos, sin excepción, yo no me encontraba en estado de ebriedad y, dicho sea de paso, tampoco había consumido ninguna otra sustancia. Por ende, esta experiencia inigualable es una vivencia que me demanda cantidades aun más grandes de esfuerzo para poderla asimilar (una vivencia que, ciertamente, habría preferido no vivir), pues es algo que desencaja, por mucho, de la norma. En cambio, si esa ocasión yo hubiera estado bajo los efectos del alcohol, ahora podría achacarle lo inexplicable del asunto al sopor que engendran los licores baratos que sirven en ese lugar. Pero, para mayor tormento mío, esa noche yo no estaba borracho. Aunque, eso sí, estaba bastante exhausto, agotado.

Y es que en aquellos días yo era escribidor (nunca me han gustado las palabras escritor, poeta, y cuantimenos, autor) en una revista de publicación trimestral, Fantastique, cuyo hilo conductor gira en torno al género fantástico, como bien se puede intuir por el nombre. Esta revista era posible gracias al trabajo conjunto, arduo y bien coordinado de un grupo de escritores noveles, mas no por ello sin talento, como algunos podrían suponer, cuya cabecilla era Mariana Kostina, la directora, y, desde luego, la respectiva punta de lanza: Blanca Vega, o mejor conocida en el ámbito como Fantasma. Entre ambas lideraban aquel pequeño equipo que, más que equipo, en ocasiones me daba la impresión de operar bajo el esquema de una logia, o de una secta, en cuyos rituales subterráneos siempre mora la semilla de lo irreal. En alguna otra ocasión, si se me permite, me extenderé a hablar acerca de estas dos mujeres mitológicas. Ya que, por ahora, no quiero desviarme de lo que nos atañe.

Precisando: el colectivo estaba conformado por un total de doce personas, yo incluido, motivo por el cual se nos llamaba Los 12 Monos, haciendo referencia a una película de ciencia ficción o thriller psicológico, nunca lo supe bien, en la que el actor principal, (cuyo nombre olvidé), efectuaba una serie de viajes en el tiempo con el objetivo de, en resumidas cuentas, impedir el inminente fin del mundo que un grupo de animalistas había planeado hasta el hartazgo con minucia. Esta asociación, tan radical en sus ideas, pretendía extinguir a la especie humana para que, de este modo, el control del planeta regresara a las manos (o a lo mejor es más correcto decir: patas, garras y pezuñas) del reino animal.

La analogía me pareció durante un tiempo graciosa: nosotros, Fantastique, llegamos a utilizar el mismo combativo estandarte pero aplicado al campo de la literatura. Pretendíamos, entre otras cosas, ser una especie de resistencia fantástica; arrebatar el control de los concursos literarios, de las garras y las pezuñas tan sucias de los encargados de estas cuestiones. Porque, a decir verdad, estos jugosos premios siempre son cosechados por integrantes del mismo círculo, misteriosamente. Nosotros, los Robin Hoods de la literatura.

Bien podrán suponer ustedes, por ende, que nuestra labor no era poca y, desde luego, tampoco era bien retribuida. Monetariamente hablando, claro. Ya que, respecto al aspecto motivacional, podría decirse que siempre nos fue bien. No era raro encontrarnos con cartas en el buzón que contuvieran palabras de aliento, animándonos siempre a no abandonar la lucha. Aunque, por otro lado, también era algo habitual encontrarse, de cuando en cuando, con amenazas de muerte. Amenazas que, para nuestro bienestar, nunca llegaron a concretarse… no sé si por la ayuda de algún dios misericordioso o más bien por la desidia de los hombres en la tierra, pero en fin.

Recuerdo que justamente esa noche debimos trabajar horas extra y a marchas forzadas, pues el aniversario de nuestra atesorada revista estaba próximo. Luego de la larga jornada era normal que yo acabara cansado y con ganas de olvidarme de mí mismo. Fue así que opté por meterme en el primer bar que se me cruzara durante mi trayecto a casa, los cuales, no está de más decir, no son pocos. Pero reitero e insisto, recalcitrantemente, en que al momento de los hechos yo no había bebido ni una sola gota de alcohol. Razón por la cual me cuesta aún más dar crédito a lo que mis ojos vieron y a lo que mis oídos escucharon.

Para no extendernos más en puntos que no vienen a cuento, he de decir que, de pronto, todo en el lugar fueron botellas de vidrio volando, hombres haciendo aspavientos como simios (aquí en verdad me sentí uno de los 12 monos aunque, en realidad, éramos aproximadamente un total de ochenta o cien orangutanes), gimoteando en el nombre de la veintena de féminas presentes. Después, y para sorpresa de todos (aunque tampoco fue algo tan sorpresivo, a honestas anchas), el lugar fue partido en dos, o en mil tal vez, por un tronido ensordecedor y similar al que emerge de los convertidores de energía cuando estallan en nuestras colonias populares, cuyo estruendoso sonido es la antesala de un silencio sepulcral barnizado por una oscuridad angustiante. O viceversa: un silencio angustiante cubierto por una oscuridad sepulcral. Fue como una especie de rugido metálico. A pesar de la penumbra se podía vislumbrar, con un esfuerzo despreciable, una nueva clase de humo: uno tan espeso que, sin duda, no podía emanar de los cigarros que reposaban, a medio consumir, en los ceniceros de la barra. Este humo, desconocido hasta ese entonces por mí, fungió como una suerte de cortina sedosa y, tras ella, la muerte y el diablo danzaban acompasados sobre el pecho horadado de un mortal.

Lo que hice, al igual que los demás, fue buscar con desesperación la puerta de salida que, por cierto, para cuando pude llegar hasta ella ya era un canal estrecho simplemente inaccesible: un montón de espaldas y brazos se agitaban con violencia, intentando escapar. En este momento una fuerza magnética y magnífica, una entidad superior e invisible, o quizá solo la curiosidad, me giró la cara hacia el punto cardinal exacto en el que un hombre joven agonizaba, ahogándose con sus propios coágulos que nacían de su nariz y terminaban aglutinándose tras su manzana. Pude percibir con clara nitidez el enorme arrepentimiento cincelado en su rostro, cuyas grietas indicaban una vejación provocada por el paso del tiempo o por los contratiempos. Incluso puedo asegurar que lo único que él anhelaba era poder pedir a gritos, más que el auxilio, el perdón tardío y a lo mejor inmerecido de los suyos. Quizás el de su madre o el de su mujer, tal vez el de sus hijos, no lo sé, pero aquel hombre, más muerto que vivo, estaba sinceramente arrepentido de algo. Lo aseguro por el modo en que su pupila se enganchó a la mía. Este instante fue extenso, no sé si fueron tan solo unos segundos o quizás horas enteras pero, para cuando por fin pude reaccionar y me disponía a ir a su lado, la marabunta y su terrible empuje me arrastraron con fiereza hasta la calle.

Afuera todo fue confusión y adrenalina mezcladas. Hubo, desde luego, quienes se sostenían la cabeza firmemente con ambas manos, como si se les fuera a caer debido a la impresión; hubo también aquellos que, en un inútil arrebato de cordura, se amarraron a sí mismos las manos en los bolsillos de sus pantalones e inyectaron la mirada en el pavimento, procurando dar la apariencia de que todo estaba en orden. Y si digo “inútil arrebato de cordura” es porque en verdad lo creo: no es sano proyectar cordura ante un mundo así de desquiciado. Aunque, por otro lado, también estuvimos nosotros, los que corrimos despavoridamente hacia ningún lugar en específico.

Y luego, así de súbito y sin saber con precisión el cómo, yo ya me encontraba sobre la icónica avenida Reforma. Fue hasta ese entonces que pude recobrar el control total de mis pies, cuyos pasos me orillaron obligatoriamente, y por suerte, hasta este punto en el que por fin me sentía a salvo, lejos de la muerte, digamos.

A pesar de que mi apresurada carrera ya no era sino los vestigios de un trote lento, las ondas tanto de mi respiración como de mi ritmo cardíaco aún eran bastante estridentes. Sabía que, si continuaba así, seguro terminaría por hiperventilarme hasta desfallecer. Fue por eso que, haciendo uso de todas mis reservas de autocontrol, modulé paulatinamente mis inhalaciones y exhalaciones, y también disminuí mi aceleración hasta encontrarme en una caminata armoniosa, en lo más parecido a una procesión del silencio. Pude ver entonces el cielo tapizado de nubes espesas y purpúreas, a ratos estriado por unos debiluchos pincelazos de un color mamey sumamente pálido. Prueba fehaciente de que el amanecer empieza y, con ello, el sol intenta penetrar fálicamente con sus rayos la sólida muralla de smog que la ciudad ha edificado en la periferia. Tal parece que los cerros no fueron suficiente escudo como para obstruir la vista a los dioses y escondernos, así, de todas nuestras atrocidades. Pude escuchar también el agudo canto de los pájaros que, atrincherados en los abedules, fresnos y ahuehuetes, expresaban con sus trinos su sabia y ejemplar indiferencia ante las angustias humanas. Ellos no le temen a la muerte, ni a las alturas, ni a las distancias…Pero no fue su sola valentía lo que les hizo crecer alas completamente funcionales en sus lomos, sino que fue un obsequio por la benevolencia pura tras sus pechos plumíferos. Los alacranes, por ejemplo, tampoco tienen miedo a nada y, sin embargo, no se les permitió volar: fundamentalmente por la turbia negrura que ocupa sus corazones.

Imagina un escorpión con alas, más o menos eso es un escritor. O un escribidor, mejor dicho: un ser oscuro con pinzas en lugar de manos, y que lleva a cuestas, y siempre al alcance, la tranquilizante posibilidad de poner punto final a su propia vida. Mora en terrenos áridos y desérticos, casi hostiles o post-apocalípticos, y siempre guarecidos entre las sombras, bajo las piedras.

Pero ya no quiero desviarme más. No fue hasta este tiempo y espacio, es decir, Reforma-Insurgentes a las cinco y media o seis de la mañana, cuando él y yo entablamos conversación. Supe entonces que también era de los que corrieron sin rumbo después del acontecimiento.

Me llamo Edgar, dijo mientras apoyaba sus manos en las rodillas y veía al piso como para recuperar el aliento, lo que acaba de suceder en ese lugar es una evidente anomalía en el sistema pero, sobre todo, es una injusticia, ¡una pinche injusticia! Saqué un pañuelo del bolsillo de mi saco y se lo extendí. Él lo tomó apresurado entre sus trémulas manos y, sin siquiera dirigirme la mirada, secó su frente perlada del sudor frío. Uno nunca sabe, continuó mientras seguía en su intento de recobrar la entereza, nadie puede asegurarnos que aquel hombre no era un padre de familia. Imagino el dolor de su esposa o el de sus hijos, si es que llegó a tener, pues se le veía joven, y casi puedo escuchar hasta acá sus quejidos y demás lamentos. A lo mejor ni era mala persona, o a lo mejor solo tuvo un mal día y quería pasar a desahogarse, a lo mejor solo buscaba el calor de unas manos tibias y cariñosas. Sé perfectamente que a todos nos llega nuestra respectiva hora, nuestro ultimátum, no importa si fuiste bueno o malo en vida, la muerte siempre llega, es verdad. Pero ¿así nada más? ¿Sin más preámbulos? ¿Tan violentamente? Yo creo que no se vale, decía, no se vale morir así.

Su discurso pausado me hundió sin reparos en reflexiones nimias y que ahora he olvidado. Entiendo que ello no fue sino un mecanismo de defensa primitivo que activé para intentar reconstruirme después del shock. Y sin embargo estuvimos largo rato así: él hablando entrecortadamente mirando el suelo grisáceo, y yo escuchando con atención mirando el cielo cada vez más iluminado. Es verdad, le respondí, hay veces en que ningún luto es suficiente. La muerte siempre nos toma por sorpresa, tan parecida a la vida per se.

Cuando por fin se incorporó, me agradeció (ahora sí) por el pañuelo y, con lo que me pareció los esbozos de una mueca que pretendía ser una sonrisa, me dijo que debía alistarme, pues, según palabras de su abuelo, quien encontrara alguna vez un muerto más valía que se preparara porque le empezarían a llover los cadáveres. Dio media vuelta y comenzó a andar hasta perderse de mi vista.

Ese mismo día, pero ya en la noche, confieso que volví a pasar por el bar con la intención de entrar y abundar en detalles. Pero estaba cerrado con piedra y lodo, además de las enormes calcomanías que rezaban [CLAUSURADO].

Después de dos o tres semanas del suceso todo había vuelto a la normalidad. Y en cuanto vi que el tugurio volvía a abrir sus puertas al público, entré de inmediato y sin pensarlo.

Y ahora heme aquí, sentado con ustedes y compartiendo la misma mesa y la misma botella, contándoles la historia de cómo conocí a Edgar, el joven de aquella foto rodeada de veladoras en la barra.

 

Autor: Alán Guzmán

Facebook: Psiconauta.

Imagen: Gustave Doré

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