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Hot Makanaki


Imagen de Minjae Lee

Espero el colectivo en una avenida arbolada que fuga hacia la profunda monotonía del barrio. Una noche cualquiera de un septiembre que no ha recibido sus dones todavía. Se lo puede escuchar antes de verlo. Es un FIAT 600 violeta metalizado. Tiembla por el empedrado como en una animación de flash. Ruge como si lanzara llamas y avanza con una vertiginosa ternura. Es conocido en todo el barrio como “Él Boliturbo” y tiene dos posibles pilotos: Macana-chico o Macana-grande.

Lo veo venir gelatinoso por la mano contraria. Por la forma en que se aferra al volante, curvando la espalda como un “fitito” dentro de otro, es Macana-chico. Pienso para mí, “menos mal, porque la semana recién empieza”. Levantó la mano para saludarlo: “Haw”. Es como si todavía jugara con él a los indios. Desde dentro mismo de la bola mística de cumbia, se alza una mano y por el ventilete ya veo la sonrisa endemoniada de Makanaki.

Sin necesidad de verlo puedo saber que acciona el freno de mano. Se escucha el chillido de las ruedas y el boliturbo se va un poco de costado, salpicando la vereda. Al detenerse, granizo rojo devora el silencio de la noche con su cumbia santafecina a todo volumen. A los gritos baja, acomodándose los pantalones con su típico pasito saltado. Mientras avanza destartalado como si chocara con todas las partículas de aire, se pronuncia acelerado como siempre y el idioma se le enreda en la lengua para salirle otro.

— Boochiiitaaa, que haché, parapapa.

Un idioma clonado que, saturado por la repetición, arrastra un gen recesivo. Cabe añadir que los Macana, tanto grande como chico, anteponen a cada frase un “ehhhh”, medio mezclado con ñ que obviaré por la salud de todos.

Respondo a su abrazo efusivo, rematado siempre con tres golpecitos en la espalda. El grado de afecto queda homologado con un “Taiguer’, con un “Fiera” o un “Master-master”, acompañado siempre de su gesto correspondiente. Con su natural picantería se anuncia “duro como enano de yeso” y tiemblo. Invento excusas que no lo detienen. Insiste, cada vez más cerca de mi cara, su cara cada vez más mueca. Me grita, mesiánico: “Vamo buscar trompeta” y ya no hay paz.

Macanaki se aferra a mi soledad para desmarcar la propia, y tras esta frase solo cabe añadir “y viceversa”. Junto a la puerta abierta de ese infierno violeta, brama, a viva voz, frente a mi cara: “Vamo’, Bochita, vamo’ buscar trompeta”. Promete: “Primero pasamos por el metegol, poray queda algún saldo de rolingas manijeras”. La vana promesa de esa tibieza fácil, sórdida, me acerca más y más al boliturbo que tiembla como un perro en celo bajo la palma de Macanita que no deja ni por un instante de dibujarme su mundo.

— Nos clavamos una rubia con manicitos, nos tiramos unos fichines…

Así entró, con su mano en la espalda, al ojo violeta de la tormenta. Una vez en marcha temblamos como derviches y por mí, sólo por mí, pone rock. Doblamos la curva con Creedence y me mira a mí como si el mundo tras el parabrisas no existiera.

— Iza-bel bochita, top secret, miraca que canuto.

Los dedos largos se le meten en una rajadura del asiento. Con un poco de estopa sale su pasaporte plateado.

— Vamo’ bochita, pegate un trompetazo que te veo medio gre-gre.

Sé que pifio pero soplo de cualquier modo; me quiero apegar a lo que queda de la noche. Está gruesa, es berreta, pero igual me hace corcovear.

Makanaki sacude unos volantazos, saca la cabeza por la ventanilla y festejando, pela un sapucay.

— Que tanto gre-gre pa´ decir Gregorio. Viste como raspa, bocha, parece criptonita, — sentencia.

Nos comemos una cuneta, el boliturbo salta y la cameruza hace estragos. Sin darme cuenta apreto los dientes segregando manija. Suelta, una vez en el paladar la trompeta orada, orada y Makanaki habla, habla. Le tiembla la chispa viscosa del ojo mientras ensaya otro trompetazo.

— De balanza — grita — de balanza, bochita. Posta, posta como la caroza que me como.

Frena, me mira desorbitado, pasa el canto del índice como frotando unos bigotes inexistentes y dice: “Te matás. Si la ves te matás”. En el medio de la calle vacía baja. “Te matás” , sigue repitiendo. Deja la puerta abierta, se va a la trompa del auto, pela garlocha y blandiéndola frente a mí, abre el capot. Pone una pierna sobre el guardabarro, arrima el instrumento a la boca del lobo y empieza a abrir y a cerrar la tapa violeta como si operara una guillotina frenética.

— Te cortás la pija, Bochita – aúlla desencajado.

Vuelve y arranca como si nada hubiera ocurrido.

—Me la acuerdo y me tiemblan las patitas – confesaba.

Tintinea la palma derecha abierta frente a mi cara.

—No sabé’ que masita, Bocha: cola, pata, ojo, pelo, globo, boca; todo, Bochita, todo.

Suelta el volante y se aplaude la cara.

—Toda completita Bocha, una petycorty que se parte de lo buena.

No podía unir las partes de su chica para imaginármela, a esta altura el desmembre está también en mi cabeza. Apretó las muelas queriendo creer en esa chica, o que una chica me va a hacer temblar.

Se me acalambran los párpados como a los cuervos embalsamados. Sin embargo, dentro mío, al fondo de los pasillos caracoleados de mi cabeza, me escucho decir: “mentira, mentira”. Pero igual no me hago caso, sigo haciendo fuerza, escuchando para adelante. Busco el siseo encantador de Macanita porque total, esta noche la tengo perdida desde hace mucho tiempo.

Él sigue contándome todo, ajeno a mis desconfianzas.

— La tetera que usa, Bochita, de esas blanquitas brillosas que tienen alambre pa´ apretar los globos— se frota las manos sobre el pecho peludo como amasando unas albondiguitas inexistentes.

– Pa´ peor, Bochita, tiene unos petardos así, mirá, me acuerdo y me chorreo todo.

La trompeta llama y desesperados desarmamos lo que queda de la papeleta, incluso le pasamos la lengua.

–Dos carbones los ojos, pestañas de cocotero– seguía diciendo Macana chico, tratando de espantar la escasez.

El boliturbo camina solo, las manos de Makanaki están ocupadas en el idioma de sus gestos.

–No sabés, Bochita, te mira con una carita que pide pista.

Con la lengua se escarba la coyuntura de las encías, buscando el rescoldo de la mandanga. Golpea el tacómetro y afirma, agarrándose el tobul, “Es putona, es putona, Bochita, los quince los festeja acá”. El coche, en piloto automático, salta sólo las cunetas zarandeándonos como a perritos cabezones.

–Así la voy a poner, agarradita del volante, con los gajitos acá.

Makanaki suelta el volante y con sus manos señala el cacho de espacio que sin duda ocuparía la maquinita quinceañera. Macanita vive asomando a sus humedades, y se desborda en la saliva eyaculada con cada “p” que pronuncia. Makanaki es sus gestos, que todo lo materializan.

Veo el vacío hacerse cola tierna entre sus manos. No dudo ni por un segundo que la tensión de sus pulgares despeja los gajos, haciendo que la luz llegue al hoyuelo imaginario.

El boliturbo, sin nadie que lo guíe, atraviesa barrios previsibles. Desde el fondo de las tripas nos viene un deseo primal. La papeleta voló hace tiempo, saludando en el viento con su melancolía de brillito metalizado. La nenorra que Makanaki dibujó en el éter se va desinflando, y la manija se viene sobre nosotros a medida que la guarrita invisible pierde su razón de ser.

–No sabés cómo la sirve este pibe– dice para romper el hielo, dando por sentado que íbamos en eso–. Te saca los ojos pa´ fuera como los dibujitos animados.

Así de pronto cambia la carátula. Macanaki se curva como metiéndose en los controles, saca la nariz y el cuello como en un acecho rastrero. El volante gira justo bajo la línea de sus ojos, y un tinte cromañón le aflora en los matices de la lengua.

–Ahí, Bochita, soy un señor, ya lo vas a ver.

Ahora quiero creerle más que nunca. Antes me mostraba sus deseos pero ahora me invita a ellos.

–De balanza, Bochita, ni una palabra más. Ahí un mogra es un mogra y sanseacabó.

Esa es la justicia que añoraba: la de Sanseacabó.

–Aparte, no sabés–me decía– má’ que terrones parecen dados, y la raspa así, che, mirá, y mandanga va cayendo en cascadita. Si la ves te matás, Bochita, te matás.

Antes, esas manos huesudas me hacían ver la carne blanca de la nenorra en el parabrisas; ahora es un carnaval de cristales blancos que empañan mi visión.

–La ves venir como en el flipper, Bochita. La balanza canta cuatro veintidós. En eso el pibe manda cucharazo y en verdecito dice cuatro siete cuatro. Ahí decís, que se le piante otro cucharazo porque el chabón no pijotea. Y si viene yapa, viene yapa. Pero el hijo de puta tiene una muñeca que da calambre. Vez que la vigilanta canta cuatro noventa y dos. Llueve un poquito más, cuatro noventa seis. Y el chabón le da un pijazo de piojo. Y la puta balanza se clava en cinco cero dos.

Ojalá temblara esa mano y no la del volante, pienso para mí.

–Ahí sí, Bochita, dos trompetazos más y no nos paran ni con un ferrocarril.

El fitito mamboretea por la bufanda de rocío. Bleque a bleque se afirma en el asfalto mojado.

–No nos paran, Bochita– decía Makanaki.

Yo me pregunto quién nos lanza. Pero la rentabilidad costo-beneficio se anula algebraicamente con el porcentaje de satisfacción alcanzado. Neutralizados ambos, y luego de despejar equis, se llega al único resultado posible: manija. Así anda el Boliturbo, con tracción a muela.

–Ahí no más, Bochita, nos caemos en Kitti’s – anuncia– Amuramos en la barra y de uñasco soplamos otro trompetazo.

Prácticamente nos podía ver en la barra.

—Entonces, ya se viene el puterio a revolotearnos– golpea el volante con las dos manos—, y nos enfiestamos, Bochita, qué mierda.

Me mira, masticando dientes con los ojos tan redondos y blancos que parecen faroles.

La F100 de frente a nosotros pincha con su bocinazo el colchón de Creedence que suena dentro del seiscientos. Como los gatos, Makanaki volantea, salpicando miedo. Así pasa el primer farol, después el costado, y al toque el hombre puteando dentro de la chata. Cuando pensamos que ya lo habíamos esquivado, el boliturbo se pone como un ciclón de chapa, y cordonea. Al final se para de manos y caemos en puesta de espalda. Como una tortuga violeta, el fitito gira con sus ruedas al cielo. Gateamos a través del hueco que deja el parabrisas roto, y por la alfombra de estrellitas en que se había convertido. Salgo como puedo, jadeante, mirando incrédulo el mamotreto neutralizado. Varios puntos de sangre me arden y tengo en los brazos algunos cristalitos incrustados con la precisión de los pochoclos manzaneros.

–Déjalo, Bochita, déjalo— gritó distante Makanaki, ya en el agite propio de la carrera declarada.

–No te encariñes, Bochita, que total es afanado.

 

Obra: Este relato forma parte del libro aún inédito Traficantes de Mitos

Autor: Diego De Lucía

Facebook: Diego De Lucía

Imagen de Minjae Lee

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