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El Imperio de los Feos


Los escritorios de la Gran Oficina se agolpaban con las toses, y las voces.

Papeleros, apilados. Los ficheros de otro tiempo, de un metal casi helado, como el vapor en las ventanas, en una mañana de un frío casi terapéutico.

El sol se colaba entre los vidrios, que parecían derretirse como la nieve.

Hay un arte un poco oscuro en los nombres, y que estos puedan mantener la atención de quien espera.

Los mostradores, si pudieran escapar, lo harían de noche, para conocer el brillo de la luna, puesto que el sol ya los había cansado.

Todo allí adentro sucedía de día.

El movimiento, las voces, las palomas en los alerones, el sonido cotidiano de la calle, que ingresaba con cada uno de los que venían con sus temas.

La noche, llena de olvido – sin penas ni glorias-se hacía notar a veces, sólo cuando algún sereno de turno estornudaba, o se quemaba con el agua que hervía para prepararse el café.

Cierta mañana, él armaba un expediente, cuando sin más quererlo, abrochó mal una de las hojas, y lastimó dos de sus dedos.

La sangre salía enojada, empapaba su mano, y en acto casi reflejo, envolvió su mano entera –aún desconocía el punto exacto de la herida- con alguna de las hojas que abrochaba.

Era un sujeto bastante impresionable, por lo que semejante cantidad de sangre corriendo por sus dedos, hasta su muñeca, atravesando como un río la palma de su mano, y más, le provocó nauseas instantáneas.

Ramírez, su compañero de escritorio, largó una carcajada que sonó por el pasillo.

-“¿Qué te pasa, Ramírez?, no es gracioso, ayudame”. Suplicó.

Ramírez reía con el placer propio de la malicia, no lo hacía por el infantil susto de su compañero, sino porque estaba viendo como se llenaba un expediente de sangre, y que seguramente, tendría que hacerse de nuevo.

-“No te preocupes por la sangre, maricón, no es nada”. Dijo guiñándole un ojo, y apoyando sus manos grandes y bien descuidadas sobre el escritorio.

-“A ver, dame la mano. Mirá, ya ni te sangra. Lavate, y volvé, que vas a tener que rehacer el expediente entero. Porque manchaste dos hojas, pero eso implica que debas empezarlo de cero, otra vez”.

Siempre pensó que aquella Gran Oficina era un imperio. El imperio de los feos, de los sin causa, de los poco valientes, que no se animaban a vivir haciendo otras cosas. Que depositaban sus vidas hasta el bendito premio de la tan esperada jubilación.

Imaginaba frecuentemente en el día que se jubilaría. Le faltaban al menos dos décadas enteras, pero ansiaba ese día, como pocas cosas había deseado en su vida.

Dejó de lado, por unos segundos, su pensamiento en aquel supuesto momento, cuando un grito lo sacó de su encantamiento, para traerlo al mundo real. La exclamación la emitió uno de los oficiales de seguridad, debían desalojar el lugar de inmediato: Se estaba quemando el subsuelo.

Se asustó al hilar mentalmente lo que estaba pasando, era lo que tantas veces él había soñado. En varios períodos oníricos nocturnos, en más de una oportunidad, había visto que la Gran Oficina se incendiaba. Un fuego magnífico, casi fílmico, histórico, épico. Como Roma con Nerón, era un incendio de seis días y siete noches. Se perdía todo. Para siempre.

Pero luego le llegaba un soplo de realidad, en que concluía que si bien todos los grandes imperios se caen, en algún momento reviven. Como Roma.

Se sentía encerrado, creando involuntariamente posibilidades remotas en su cabeza, para salvarse.

En ese momento, uno de sus anhelos de respiro de otros aires, se estaba cumpliendo.

Manoteó el tapado, fósforos y los cigarrillos. Salió como los otros cientos de miles, que gritaban, o se reían, o lloraban. Distintos sentimientos que se agolpaban en cada cuerpo, en cada rostro, pero todos tenía un mismo objetivo: la salida de emergencia.

Silencio. Calma. Sonido de agua, corriendo por los escalones, los pasillos, las lúgubres habitaciones. Y el humo, violento, presente, imperante, célebre.

Y los relojes siguieron dando sus campanadas, cada vez que los segundos se convertían en minutos, y estos, se disfrazaban de horas. Los bares siguieron siendo bares, y más boemios y contenedores cuando sonaba un tango; un tango triste, como los poetas sin rumbo, sin destino, que se sientan a escribir la dulce melodía del compás de los caminantes, de aquellos que andan.

De los que marcan los pasos – del tiempo, los relojes, y los otros, de la vida-

La sinfonía de las bocinas, apresuradas, de los susurros de los niños en las escuelas, del aleteo tan poco previsible de las palomas, que son las que lo saben todo, que son las que comen del pan y las tristezas del mundo; que son las que se posan en grandes ventanales, en donde el sol se cuela por los vidrios, dándole la bienvenida a otro día, en el imperio de los no favorecidos.

 

Autora: Julieta Brigas

Facebook: Juli Brigas

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