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Trance perra


Imagen: Jorge Cristian Belbrun

No tan rápido, me dije. Vas a llegar, así tengas que perder uña tras uña, así se te inflamen las patas vas a llegar. No sé en qué barrio estoy, no sé en qué ciudad. Hay gente que me alimenta pero prefiero huirles. Algunos me quieren retener, me encierran en sus casas, se compadecen de mí, piensan que estoy perdida. Y entonces todo retrocede, se aquieta, me desespera. Aprovecho la ocasión para alimentarme bien, para que me crezcan las uñas y se me cure el garrón infectado. También aprovecho la ocasión para llorar. Cuando me encierran lloro y ladro cada noche. Aprovecho y me desahogo. A veces corro tanto que no tengo tiempo de llorar pero sufro, todo esto me pesa muchísimo. Tengo recuerdos confusos y no sé bien por quién lloro. Me acuerdo de una alcantarilla que me sirvió de refugio durante una lluvia ciega y violenta, pero no sé si yo ya era un perro o si era la chica. Porque la chica también dormía en las calles, a veces. También corría y a veces se olvidaba hacia dónde iba o por qué. Y eso también me pasa.

Una vez estuve viviendo varios meses con un linyera y otros seis perros. Fueron buenas épocas, al principio el resto de los perros me recelaba pero el hombre me defendía. El hombre me protegía y sus ojos parecían dos charcos oscuros de petróleo. Yo permanecía lamiéndole los tobillos; nos enceguecíamos juntos mirando el fuego. Logre empatizar con un cachorro de la manada y en ocasiones también cuide de él. Pero el hombre me decía “vas a llegar” o, a veces, “no tenés por qué ir, déjate ser, déjate morir tranquila”.

Una vez me azotó, estaba borracho y me pego con un palo en el lomo. Una vez unos chicos me golpearon un ojo tirándome piedras; otra vez permanecí atada con un alambre incrustándoseme en el cuello tres días sin agua ni comida, una vez mi padre me agarro por los pelos me arrastro por el piso y comenzó a patearme en el vientre hasta que me deslicé debajo de una cama; nada de eso me dolió tanto como el petróleo prendido fuego de los ojos del linyera, gritándome que me vaya. Me aleje un poco pero me quedé en la esquina mirándolo con las orejas gachas, aguantándome el llanto para no irritarlo, hasta que a la madrugada cuando vi que se había caído desplomado por el vino, me fui para siempre.

Estaba preñada y las crías iban a nacer pronto, pero necesitaba estar lejos de la gente, así que me refugié en un campo abandonado al costado de la ruta. Había un basural cerca donde buscar comida. Allí nacieron mis cachorros y allí los críe. Todo ese tiempo me estuve acordando de mis hermanas, de unas flores de papel que hacíamos juntas con la técnica japonesa del origami. Creo que si me dieran un papel ahora mismo podría hacer una flor con la ayuda de mi hocico.

A los tres meses dejé a mis cachorros en el basural, tuve que morder a uno de ellos cuando me siguió, no quería entender que me tenía que ir sola. Me dio mucha pena pero corrí y no me detuve todo este tiempo. Atravesé varios pueblos y ciudades, los primeros me agradan, pero a las ciudades las esquivo todo lo que me es posible. Voy a llegar, me digo, me tengo que salvar. Pero a veces también pienso para qué, pienso y no me acuerdo, no logro recordar para qué tenía que salvarme aunque si sé cómo. Pienso en lo que me decía el hombre sobre dejarse morir, pienso qué pasaría si me abandonara acá, en este cuerpo de perra. Tan feliz podría ser con mis cachorros en el basural, o siguiendo sapos en las lagunas, o soñando interminablemente enroscada entre las patas. Pero después me acuerdo que no, que me tengo que salvar de nuevo, que me tengo que dar nacimiento. Todos tenemos una misión y la mía es estar ahí, un martes a la noche y salvarme. Aunque a veces también creo que tengo que salvarme para otra misión, para una cosa más importante pero que no logro recordar ni entender, algo que tengo que hacer, o algo que hice y no pude terminar. Los recuerdos son extraños, pero no tienen colores sino niveles y capas de intensidad. A veces, cuando me viene un recuerdo no sé muy bien si es algo que me pasó o que me está por pasar, si me salvo, si llego a tiempo.

¿Y si no? ¿Qué pasa si no llego a tiempo? ¿Qué pasa si las personas me atrapan, si un auto me atropella, si una manada de perros me muerde? ¿Qué pasa si no llego? ¿Qué pasaría si no puedo nacer? ¿Qué, si me abandono como abandoné a mis cachorros? ¿Qué, si me doy muerte? ¿Qué, si ya no puedo correr? ¿Dónde acaba todo esto? ¿Cuándo comenzó y por qué? Estoy nerviosa y me hago todas estas preguntas y me estuve rascando la oreja con furia sin darme cuenta. Estoy nerviosa porque ya estoy cerca de mí misma, me huelo. Esta es la ciudad pero aún es temprano, tengo tiempo y voy a llegar. Puedo descansar un poco en esta sombra. Voy a permanecer un rato así con el pulso tranquilo, pensando lentamente en los pliegues del papel para hacer una magnolia. Eso me tranquiliza, o me tranquilizaba antes cuando el recuerdo tenía cierta precisión, ahora me desespera todo lo que me fui olvidando. Ya no sé hacer una guirnalda, ni tampoco una rosa, ni siquiera recuerdo las flores que solía hacer con papel, con algunas mujeres, que tampoco logro recordar muy bien quiénes eran. También tenía un recuerdo de mi rostro en el espejo que se esfumó, se llenó de bruma y oscuridad. Recuerdo estar en una alcantarilla, al resguardo de una lluvia, después de que el linyera me corrió de su lado. Recuerdo haber mordido a una mujer en una bicicleta, estaba furiosa, llevaba meses corriendo para salvarme. Mi vida era penosa. Pero no me tengo que dejar arrastrar por los recuerdos de perra, tengo que mantener vivo el recuerdo de la chica para salvarla, para que no se apague, custodiarlo y mantenerlo, como el linyera cuidaba del fuego.

Pero ya estoy cerca, la memoria se me está haciendo pedazos porque ya nací o debo estar naciendo, y todo es tan confuso. Quisiera olvidarme de todo de una buena vez. Quisiera jugar con una buena presa entre mis patas, o dormir, de una buena vez. Dormir como duerme un muerto. Estoy tan cansada, tengo sangre seca en todas las uñas, tengo hambre y frío. Pero cuando anochezca todo se va a acabar porque voy a nacer de vuelta, voy a salvarme. Tengo tiempo, voy a llegar, va a ser de noche y sé que voy a estar cerca, me voy a oler. Sé lo que tengo que hacer. Voy a llegar al contenedor de basura voy a saltar aunque me duela el garrón infectado, voy a arrancar la bolsa negra, voy a destrozar el plástico con mis dientes, voy a escucharme llorar, sentirme respirar siendo tan chiquita y ahí voy a llorar y a ladrar con todas mis fuerzas, durante horas hasta que salga algún vecino y me vea, a mí, bebé abandonada vuelta a nacer, descubierta en una bolsa de basura por una perra negra y escuálida. Y todo se va a acabar porque la bebe no va a morir de frío ni asfixia y la perra va a haber cumplido con el destino de sí misma.

Repito la operación mentalmente y pienso en todo ese plástico negro alrededor de mis ojos, pienso en los ojos negros como el petróleo del linyera que amé, pienso en el pozo oscuro que veo en el espejo cuando me recuerdo. Pienso en no ir, pero más que nada pienso en ir, en sacar la bolsa de basura del contenedor y de sacudirla con todas mis fuerzas, golpearme, despellejarme, destrozarla, comerla a mi bebe que soy yo, con mis propias mandíbulas. Porque en el fondo siento que para eso vine hasta acá, que me tengo que asesinar, que me tengo que impedir nacer, que eso es salvarme, que eso es la paz. Pero estoy a tiempo, aún no me decido.

 

Autora: Gabriela Sitto

ALGO SOBRE MÍ: Vivo en la ciudad de Córdoba desde hace varios años aunque nací en un pueblito lleno de viento y polvo y horizonte. Estudio la carrera de Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Escribo cuentos y poesía; hago historietas y tiras gráficas; me dedico a la pintura y a la ilustración. Todo esto porque ando como una sombra invisible desentrañando la forma de mi lenguaje, que es a veces palabra, a veces dibujo, a veces sólo sombra.

Imagen: (Foto y pintura) Jorge Cristian Belbrun

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