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Las cosas terminan


Nunca me imaginé que los años se acumularan de forma tan espesa entre la gente. Que esa miel de tiempo sea tan pegajosa y sin sentido.

La ciudad era funesta y andábamos como desquiciados. En todas partes olía a humo y en todas partes la gente estaba suspendida en su propio abismo.

El peligro de caer en el propio abismo me fue revelado de la manera más inusual. Estábamos una vez en un taxi, no sé a dónde íbamos, sólo sé que el taxi había parado sobre la Avenida Córdoba. Yo estaba con la cabeza entre mis piernas hecha una especie de bollito y mi amigo me dijo cuidado o te vas a caer para adentro.

El pibe éste, el de las frases reveladoras en las madrugadas y desnudos extraordinarios a la caída de la tarde, era un sujeto extraño pero decía cosas interesantes, supongo que por eso fue mi amigo durante tanto tiempo, y durante el tiempo que ya no lo fue, lo extrañé de forma dura y pareja.

Así son las cosas. A veces te toca cruzarte con alguien, andar un tiempo por ahí borrachos de alcohol y de vida, exprimirse mutuamente como naranjas jugosas, atragantarse con el jugo y después las cosas terminan.

Después de eso uno continúa su marcha solitaria en el planeta de los solitarios, encontrándose de vez en cuando con otros, coincidiendo de tanto en tanto en camas, en trenes o en zaguanes. Caminando por la cornisa de la conciencia con cuidado de no caerse para adentro pero con las heridas abiertas de par en par por la puta vida. A algunos además, el tiempo los lame con grandes lengüetazos.

Me gusta pensar en aquellas borracheras mientras caminábamos por las vías y cantábamos canciones ricoteras y el azul de la noche era más azul, las noches eran más noches y el frío más intenso y nuestro. Andábamos con las manos en los bolsillos y tambaleándonos, recitando a Baudelaire y a Rimbaud, yendo hacia el sur por esas vías desiertas, por los descampados suburbanos y creíamos realmente y de todo corazón, que la ciudad era nuestra, que todos los tangos del mundo estaban compuestos para nosotros, que Arlt tenía un idioma que sólo nosotros entendíamos.

Me gusta creer en eso, en que hubo un tiempo en que nada tenía sentido pero nos era propio, o que sólo nosotros adivinábamos el sentido oculto de las cosas. Que éramos parte del motor del mundo, un suspiro ahogado en la boca de un dios que había creado todo esto y nos había abandonado a nuestra buena suerte. Y nuestra suerte era esa, andar por ahí, sorbiendo la vida a grandes tragos, acurrucándonos en rincones vacíos, llorando por los dolores de la finitud del ser o riéndonos ruidosamente de cualquier cosa.

Me gusta pensar que nada de eso se fue, que tan sólo ha hibernado pero permanece latente, que en cualquier momento seremos nosotros los que nos levantemos de las tumbas, daremos grandes saltos y lameremos al tiempo.

Lo último que recuerdo de aquellos días son las sirenas de las patrullas atravesando la oscuridad y el ruido de la bala cortando el aire. Después todo se confunde, la sangre corriendo por todos lados y nadie para ayudarnos. Yo sola, corriendo y a los gritos hasta conseguir la ayuda de una vecina que llamó a la ambulancia.

Nunca entendí bien qué había pasado, no sé si perseguían a alguien o sólo estaban disparando por joder, para demostrar su poderío.

Mi amigo estuvo internado un tiempo pero después se fue de este mundo como un fantasma triste. Y yo tuve que aprender a vivir sin él.

Hubiera sucedido de todos modos, no podríamos haber compartido la cama y la vida para siempre, pero me hubiera gustado poder soñar con un posible reencuentro, uno casual doblando cualquier esquina, volver a sentir su carcajada sucia y cínica de desprecio por todo lo que se considera aceptable, pulcro y decente.

El tiempo que se acumuló entre su carcajada y mis oídos es demasiado espeso y lo extraño, como dije, de forma dura y pareja.

 

Texto extraído del libro De Fauces al Subsuelo publicado por Ediciones Frenéticos Danzantes disponible acá

También se puede descargar el libro en PDF

Autora: Marina Klein

Soy autora de De Fauces al Subsuelo y de Danzando entre la Nada y la Furia, ambos editados por Ediciones Frenéticos Danzantes. También dirijo esta revista y la editorial recién mencionada.

Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal. Desde que volví, además de colaborar con varias publicaciones de habla hispana, hacer libros y revistas, coordino algunos selectos talleres de escritura y estudio para los últimos finales que me quedan para obtener la licenciatura en sociología.

Facebook: Marina Klein

Twitter: @Marina_Kle

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