La segunda revolución
Era un adolescente cuando comenzó la segunda revolución tecnológica. Años antes, la llegada de internet y que cada quien tuviera una computadora en su casa, ya era algo que había cambiado la historia de la humanidad. Pero la segunda revolución fue mucho más allá.
Las computadoras llegaron a ser mucho más poderosas de lo que eran en las primeras décadas del dos mil. Lo pienso y casi que no puedo aceptar lo poderosas que eran. La gente de inmediato enloqueció por ellas, aprovechaban cada momento que tuvieran para estar con su nueva súper computadora. Tratar de entender todo el poder que tenían, ponerse a tono con cada programa, software o red social nueva que salía. Esto consumía casi todo el tiempo libre que uno podría tener en esa época, y les aseguro que no era mucho. Pero no tardó en cambiar. Primero, la mayoría de los empleados comenzaron a trabajar desde sus casas. Las grandes empresas, los bancos y centros de gobierno fueron los primeros ya que podían realizar las mismas tareas cada cual en su hogar. Luego, con la invención de la tele transportadora, casi toda la población humana dejo de ir a su empleo. Realizaban las tareas en los hogares y todo lo tele transportaban. Dinero, objetos. ¿Tenías hambre? No había problema, te tele transportaban tu hamburguesa con queso o tu pizza familiar. Los servicios desaparecieron. Los oficios que se gestaron hace miles de años y que llegaron a nuestro tiempo sin muchos cambios fueron rechazados de inmediato. Todo podía aprenderse por internet en minutos. Cortarse el pelo uno mismo, curarse de alguna enfermedad, sacarse una muela, todo. Surgieron nuevas redes sociales que permitían una conexión instantánea con tus “amigos” y familia. Ya no era necesario visitar a nadie, con sólo un clic podrías ver a cualquiera, y las imágenes de las nuevas pantallas rivalizaban con el ojo humano. El cibersexo les pareció más fácil a las personas que ir a un bar y combinar alcohol con suerte para llevar a alguien a la cama. La gente dejó de salir de sus casas, las calles estaban desiertas. Las imágenes que transmitían los mini satélites que se abarrotaban por los cielos, era considerado como el salir a caminar de antaño; con la ventaja de aún estar en tu cómodo asiento y con tu máquina cerca por si necesitabas otra cosa. ¿Qué mejor que caminar por el Océano Pacífico hasta llegar a otro continente? Ésta era la experiencia del afuera que los dones podían darte. Los barcos y aviones dejaron de existir, ya nadie los usaría. Los trabajadores públicos ya no hacían nada. Si las calles estaban abandonadas ¿para qué cuidar los parques, monumentos, etc.? Podían quedarse en sus refugios con sus propias súper máquinas. Sólo existían un par de enormes fábricas en los países más desarrollados, encargadas solamente de generar productos, reparaciones o accesorios para las supercomputadoras de cada usuario. Estos enormes complejos dependían de un hombre con su máquina para funcionar (así de poderosas eran las computadoras). Así que la fábrica era la casa donde ese operario vivía con su súper procesador. Con el tiempo ya nadie necesitó ningún producto, software o accesorio nuevo porque ya tenían todo. Así que las fábricas dejaron de funcionar. Fue el final de todos los empleos. El mundo no era más que un intercambio de cosas entre todos.
Llegó una época en la que cada persona tenía su máquina. Dependieron tanto de ellas, que los países que no podían costear una supercomputadora por habitante desaparecieron. Solo existía Estados Unidos, algunos países de Europa y otros cuantos de Asia. Todo los demás estados que conocíamos como “tercer mundo” perecieron sin que a nadie le importase. Años antes de este punto de la historia, yo cumplía ya mis cuarenta años, la humanidad sufrió una división. Los internautas encerrados en sus mini casas de dos por dos por un lado y los antiguos como yo, que no querían caer en la esclavitud de vivir a través de una máquina. Me gustaría decirles que nos separamos en dos mitades, lamentablemente, nosotros éramos solo unos miles. Los de la vieja escuela, vagando por las pocas partes habitables que quedaron en el mundo. Me gustaría decirles también que tuvimos éxito. Que vivir como nuestros antepasados de las edades antiguas nos permitió ir creciendo y formar una civilización nueva. Sin embargo, creo que acostumbrarnos tanto tiempo a la comodidad de ir a una tienda por nuestra comida, atrofió nuestra capacidad de cazar, pescar o cultivar. Además, no ayudó el hecho de que la contaminación alcanzada tras la segunda revolución secó los ríos, arruinó las tierras, mató las plantas e hizo desaparecer a la mayoría de las especies o, peor aún, las evolucionó en animales capaces de acabar con cualquier humano. Era fácil para los internautas, su comida casi era hecha por la computadora. La tecnología era tal que hasta con una roca podía hacerse una hamburguesa. Las defunciones superaban a los nacimientos en tres a uno entre las tribus de los antiguos donde residía. Las enfermedades también hacían mella en nuestro número, francamente ninguno sabía nada de medicina o de asistir un parto. Fuimos desapareciendo poco a poco. Solo quedamos unos cuantos viejos que presenciamos esto desde el principio y, afortunadamente, somos más resistentes de lo usual. No sé cuántos sobrevivirán todavía en otras partes del mundo pero no serán muchos.
El hambre me llevó hace unos días a meterme en el mini bunker de un internauta para buscar comida. Caí en la desagradable decisión de matarlo si era necesario por el tan preciado alimento, pero no hizo falta ya que lo encontré muerto por inanición. No llevaba más de uno o dos días descomponiéndose. Ver tantas muertes me dio buen ojo para medir tiempos de decesos. Lo curioso era que su tele transportadora parecía abandonada hacía meses. Pobres, su simbiosis con los aparatos era tal que preferían no comer a tener un segundo con la cara fuera de la pantalla. El piso junto a él estaba lleno de orines y excremento. Eran eses de un color que traduje como la falta de cualquier nutriente. Rojas algunas, al igual que los charcos de orina. Su rostro pálido al extremo demostraba la carencia de luz solar. De seguro estaba tan clavado a su silla, frente al escritorio, que su carne se había soldado al cuero. Podría haber visto con su máquina, que se encontraba encendida todavía, si había internautas vivos por ahí o si todos habían muerto de hambre como el que me había encontrado, pero decidí no hacerlo. Tengo la teoría de que no somos tan estúpidos como para morir por no poder dejar la computadora, sino que la inteligencia superior de las máquinas nos hipnotizaban, o algo parecido, para que las usáramos todo el tiempo y así tener ellas el dominio de todo. Para mí tiene sentido esta idea y por ello opté por ni siquiera ojear el monitor.
Dejo esta carta tallada en la habitación de este internauta que encontré muerto, para que alguien en el futuro la encuentre. No sé si al salir de aquí me queden muchos años o apenas un puñado de días de vida. Tal vez cuando encuentren esto, los humanos no existamos más. Quizá lo lea alguna especie que quedó en la tierra y evolucionó para ser los nuevos jefes. Pero tengo fe de que a mis líneas las descubrirá una avanzada civilización de más allá de nuestra estrella. Sé que no hablarán mi idioma pero si son tan avanzados, bueno, tradúzcanme. Si pueden también, reparen la supercomputadora que yace en el piso, tal vez les ayude a saber más de nosotros. No pude evitar destruirla. Mi odio hacia ella fue mayor.
Este cuento forma parte del libro “El hueco del relámpago”, publicado en el año 2015 por la editorial Expreso Nova.
Autor: Miguel Ezequiel Olasagasti.
Nacido en San Nicolás provincia de buenos aires el 6 de mayo de 1989. Se mudó a Morón, provincia de buenos aires, a los cinco años y reside ahí desde entonces. Estudio licenciatura en letras en la universidad de Morón además de asistente de edición editorial en el instituto Mellea de capital federal. Publicó cuentos en las revistas literarias "Nuevas voces" y la revista "Crepúsculo". Su primer libro llamado "El hueco del relámpago" salió en 2015 por la editorial Expreso Nova.
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