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Escultura: Natalia Zinola. Foto: Léia Senem

Ella me ofrece un cigarrillo y me extiende el encendedor. Que no, le digo. Que no fumo. Se encoge de hombros y se mete uno en la boca. Le tiemblan las manos. La televisión está encendida de fondo y el ambiente huele a vainilla y a madera. Que le hable de cualquier cosa, me pide. Empiezo a transpirar. Que cómo le está yendo en el colegio, le pregunto. Se ríe. Me echa todo el humo en la cara. Que no va más al colegio, dice. Que ya terminó. Le contesto que ah, que no lo sabía. Me miro la punta de los zapatos. ¿Hacía cuánto tiempo que no la veía? ¿Año, año y medio? Había crecido un par de centímetros y se había dejado el pelo largo. Se reía todo el tiempo y ya no se trababa al hablar. Además ahora fumaba. Que estoy más flaco, dice. Sonrío. Le contesto que gracias, que trabajar diez horas por día es la mejor dieta. Que también estoy más lindo, dice y me guiña un ojo. Miro hacia el pasillo. La puerta del baño sigue cerrada. Ella también mira. Que se va a fijar por qué tarda tanto, me dice. Apaga el cigarrillo en el mantel y se levanta.

Sigo sin saber muy bien qué es lo que estoy haciendo en su casa. Bueno, sí que lo sé. Estoy por participar de un trío. Que si su novia me parecía linda, me había preguntado mi amigo. Que sí, que no estaba mal, le contesté. Me había masturbado un par de veces pensando en ella, pero eso no se lo dije. Que querían probar algo distinto, me explicó. Que me tenían confianza. Que era cosa de una sola vez. Y que no se lo podía contar a nadie.

La transpiración me recorre la frente y me limpio con la manga de la camisa. Ella viene riéndose y me dice que está. Me lleva de la mano a su habitación. Las paredes están pintadas de azul claro y tiene cuadros colgados en cada una de ellas. Algunos son fotos enmarcadas y otros, portadas de álbumes. Hay ropa sucia tirada en el suelo y varios envoltorios de caramelo desparramados sobre su escritorio. La persiana está cerrada y no tiene cortinas. Ella desarma la cama y deja solo el cubre colchón y la almohada. Se me acerca y me da un beso. Su boca sabe a cigarrillos mentolados y la mía a alcohol. Mueve la lengua despacio y después me besa la cara y el cuello. Que le saque todo, me pide y levanta los brazos. Se le notan los pezones bajo el pijama. Trago saliva. Le voy sacando la camiseta con lentitud y con los dedos índices le rozo la piel. Tiro el pijama al suelo. Le miro las tetas. Son más grandes de lo que parecen, pienso y me doy cuenta de que ella siempre viste con ropa holgada. Me agarra las manos y se las pone encima. Mi amigo se para detrás y le acaricia los hombros y la panza. Le saca el pantalón y la bombacha roja de encaje. La empuja a la cama y ella queda boca abajo. Le miro los lunares que tiene por todo el cuerpo y las estrías blancas. Se las toco. Le toco las venas que tiene en el pecho y los pelos recortados del pubis. Que nos saquemos la ropa, nos pide. Me empiezo a desabrochar el pantalón. Que no, dice. Que nos saquemos la ropa el uno al otro. Que se deje de pelotudeces, le dice mi amigo. Ella se sienta. Que lo hagamos o que se termina todo acá, dice. Amaga con vestirse. Nos miramos. Me acerco a él y nos sacamos las camisas. Tratamos de no tocarnos. Le desabrocho el pantalón y le bajo el cierre. Él me hace lo mismo, y ella ríe desde la cama. Se levanta de un salto y le da un beso. Un beso largo y sentido, que no es el mismo que me dio a mí. Nos tironea del brazo y nos acerca. Nos manosea el pene y las piernas por encima del bóxer y después nos lo saca. Su mano es suave y está muy fría. La mueve de arriba hacia abajo, muy despacio. Alterna la mirada entre nosotros y después la mueve más rápido. Que la toque, me pide y abre las piernas. Extiendo la mano izquierda y le acaricio el pubis. Busco el clítoris entre sus pelos recortados. La toco. Empiezo a hacer movimientos circulares con los dedos y me grita que no, que ahí no es, que más arriba. Entonces la toco más arriba y ella cierra los ojos. Suspira y gime muy bajito. Mi amigo le acaricia las piernas, se escupe dos dedos y se los mete en la vagina. Ahora gime más fuerte. Me señala el escritorio. Que abra el cajón, me dice. Que saque los forros y que me ponga uno. Me levanto de la cama y revuelvo en el cajón. Hay cartas, chicles sin abrir, colitas para el pelo, auriculares. Que están en el fondo, dice y estiro la mano. Los agarro. Abro el paquete y saco uno. Me miro el pene y está flácido, caído. La única explicación que encuentro es la cantidad de alcohol que tengo en la sangre. Ella sigue gimiendo desde la cama. La miro y me toco. Le miro los ojos cerrados y la boca abierta. Le miro el pecho y las tetas con los pezones parados. Le miro el ombligo y las estrías blancas. Le miro la vagina y los dedos de mi amigo entrando y saliendo. Me toco. La miro y me toco pero no pasa nada. Que por favor me acerque, me pide. Que me una. Acaricia el colchón, lo rasguña. Que... no se me... para, le contesto. Apenas me presta atención y me dice que no puede más. Que si quiero que mire y que si no quiero, que me vaya. Que a ella le da igual. Entonces mi amigo se le pone encima y la penetra. Levanto mi ropa del suelo y dejo el forro sin usar en el escritorio. Que me voy al comedor, digo pero ninguno de los dos me escucha. Que quiere más, le dice ella. Me voy vistiendo en el pasillo. Que le pegue, le pide. Me siento en la mesa. Se escucha un cachetazo. Miro el paquete de cigarrillos mentolados. Que le pegue más fuerte, le pide. Prendo el encendedor. Que le dé una trompada si se anima, le dice. Toco las cenizas del cigarrillo que apagó contra el mantel. Que es una puta, le grita mi amigo. La televisión está encendida de fondo. Que es una pendeja de mierda, le dice. El ambiente huele a vainilla y a madera. Que está por acabar, le avisa ella. Y yo sigo sin saber muy bien qué es lo que estoy haciendo en su casa.

 

Autora: Camila Alonso

Nazco el día más aburrido del año (domingo) y le corto el desayuno a mi papá. Como soy del ’97 todos en el curso siempre son más grandes que yo. A los cinco años mi mamá me enseña a leer. Y a partir de ahí pido libros para mis cumpleaños. Empiezo natación. Lo dejo. Empiezo básquet. Lo dejo. Crezco y a los once me creo capaz de escribir novelas de ficción románticas y cuentos de terror. A los doce me doy cuenta de que no puedo. Empiezo gimnasia artística. Lo dejo. Empiezo teatro. Lo dejo. A los catorce me ofrecen ir a un taller de literatura y en la segunda clase decido que no quiero dejar de ir nunca más. Pasa un año o dos hasta que encuentro mi estilo y me inclino a escribir cuentos o textos cortos haciendo críticas sociales. También me gusta matar a mis personajes. Termino el secundario y empiezo la facultad. A los 18 participo con un cuento sobre un suicida en un concurso. No gano pero igual mi familia me lleva a comer a Mc Donalds. Sigo escribiendo. Cumplo diecinueve y no tengo ni idea de lo que estoy haciendo, pero sé que quiero seguir haciéndolo.

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Imágenes: Escultura de Natalia Zinola y Foto de Léia Senem Fotografia

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