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Un moral de moras blancas


Esta vez, toda promesa, todo intento por retener a Daniela fue inútil, así que después del portazo, decidí correr al bar para ahogarme en ginebra. Lo que siguió en relación a aquella noche es oscuridad. No sé cómo llegué hasta la casa de mi abuela, ni recuerdo haberme acostado en la cama en la que dormí cuando era chico. No me acuerdo de nada, pero a la luz de una retrospección con fines literarios, surge un zaguán y una puerta cancel con vidrio esmerilado franqueando un patio de ladrillos toscos, desigual y meticulosamente colocados sobre la tierra negra; surge una hamaca roja bajo una parra, un galpón de chapa y una higuera.


Mientras sentía los dedos de mi abuela acariciándome el pelo oí —o mejor dicho, leí en sus labios— la palabra pobrecito. Volví a dormirme y soñé con Daniela: me gritaba, una vez más, que estaba harta y que se iba para siempre. Después tuve un sueño del que me quedó grabado un zaguán oscuro y estrecho por el que se llegaba a un patio. Sin duda, se trataba de la casa de mi abuela: allí estaban los ladrillos toscos, la parra y la hamaca roja, pero en el fondo no había ni galpón ni higuera, solamente un moral de moras blancas. Me despertó el olor a milanesas; ya era de noche. Fue la última vez que dormí tranquilo.


Durante la cena conversé animadamente con mi abuela. Le conté lo que había soñado. Le extrañó lo del moral de moras blancas porque, según me dijo, era lo único que había en el fondo cuando vinieron a vivir con el abuelo. Después se secó y plantaron una higuera a pocos metros. “¿Extraña el moral, abuela?”, le pregunté; “en cuanto me sienta mejor, le traigo uno y se lo planto donde usted me diga.” “Pero de moras negras, nene”, me dijo, “haceme el favor.”


Hablar de árboles me trajo a la memoria cierto rumor que circulaba en la familia sobre un tesoro que había traído el abuelo en uno de sus viajes —era marinero—, y que había enterrado debajo de la higuera. Soy desagradablemente escéptico en cuanto a este tipo de cosas, pero tengo un espíritu curioso; y como mi abuela no refutó ni reforzó aquellas habladurías, cuando ella se fue a acostar, me propuse desentrañar el misterio.


Alentado por la calidez de la noche y las expansiones de media botella de anís “8 Hermanos”, encaré hacia los fondos y tomé del galpón una de las palas y un farol de querosene. Una luna ambarina prologó los hechos y en la espesura de la noche, empecé a cavar. Lo hice sin detenerme durante unos veinte minutos. Confieso que más de una vez me sorprendí pensando en qué era lo que estaba haciendo; si la ida de Daniela había afectado mis niveles de sensatez y elegía la doctrina del esfuerzo inútil para castigar mi inmadurez y mi desidia. También me pregunté si lo que podía encontrar ahí enterrado valdría la pena. De pronto, ese montón de escrúpulos y temores me abandonaron y pasé de la cavilación a la sorpresa al sentir que la pala golpeaba contra algo duro. Tras un momento de vacilación, cavé un poco más y alumbré con el farol; asomándose a la noche, apareció un cofre del tamaño de una caja de zapatos. Entré en la casa en puntas de pie. Cuando pasé por la habitación de mi abuela, oí sus exhalaciones profundas y pausadas, como quien sueña que duerme. El tubo fluorescente de la cocina tardó en encender. Apoyé el cofre en la mesada. Lo limpié. Lo abrí; adentro había una caja de madera rústica y en su interior unos envoltorios de papel de diario que contenían piezas de porcelana; después de unirlas, apareció ante mí una réplica en miniatura de una pagoda china. Era atractiva, suave, casi sensual. Sin embargo, advertí que se trataba de una figura trunca: le faltaba su cúpula.


Cuando me acosté sentí una mezcla de excitación y cansancio que me impidió cerrar los ojos con naturalidad, pero en algún momento, sin darme cuenta, me quedé dormido. Volví a soñar con el zaguán oscuro y estrecho, pero en el patio jugaba una niña con la pagoda. Al acercarme, su voz trémula me decía: Debes ir a Colonia del Sacramento para recuperar la cúpula; solo así podremos descansar. Desperté sobresaltado y empapado en sudor.


El sueño empezó a repetirse; cada noche, yo sucumbía ante ese mecanismo onírico sobre el que mi voluntad no tenía ningún poder, y al cabo de una semana, la autonomía de esas representaciones mentales me desquició. Sobrevinieron días confusos; rehuía dormir de noche, me masturbaba demasiado, tomaba merca, y durante el día, el sueño me alcanzaba en lugares públicos. En los pocos lapsos de lucidez que tenía, trataba de convencerme de que en algún momento, más tarde o más temprano, dejaría de soñar con la niña y la pagoda. ¿Pero de dónde sacaba yo esa convicción? ¿De la esperanza de tener de vuelta a Daniela y que, en vez de escuchar la voz de la niña, escuchara la suya pidiéndome perdón? (Con pudor confieso que, a veces, me imaginaba ensayando reproches hacia ella para provocar el arrepentimiento; entonces me complacía en humillarla. Después comprendía que urdía esos agravios para torturarme, y que ese rencor era hijo de la culpa que sentía por haberla dejado ir).


Una mañana me dije que así no podía seguir. Impulsado por el hábito de plantear alternativas, me entregué a la conclusión de que la única salida que me quedaba era hacer lo que me pedía la niña en el sueño: ir a Colonia del Sacramento y recuperar la cúpula de la pagoda china. No empaqué nada, casi que me fui con lo puesto. A las ocho de la mañana, con el aspecto de quien se vistió y salió de apuro, estaba en la Dársena Norte. En poco menos de una hora, crucé el charco en alíscafo; fue un viaje bastante agitado.


En Colonia recorrí galerías, museos, casas de antigüedades y los puestos de artesanías de la muralla. Todo fue en vano. Caí en el desaliento; me sentí perdido. También sentí la sed de alcohol que corresponde a un hombre desesperado y no tuve mejor idea que entrar en un prostíbulo. Elegí una morena de labios imperiosos. Apenas la vi, me la imaginé como después pude verla. Cerca de la madrugada, salí a los tumbos al empedrado desparejo y debí caer y golpearme la cabeza.


Me desperté en la comisaría. Un cabo diminuto, que por lo holgado de su uniforme parecía disfrazado, me condujo al calabozo. A la hora, trajeron a un hombre robusto, lívido y notablemente desaseado. Inmediatamente se puso a hablarme: me contó que lo habían levantado de un bar por pelearse y me sentí obligado a declararle mi contravención. (Es asombrosa la facilidad con que uno traba amistad en lugares como estos.) Cuando la conversación nos llevó a las confidencias y me preguntó qué me había traído al Uruguay, no le dije toda la verdad, pero tampoco le mentí; le confesé que perseguía un sueño que a su vez me perseguía. Fue entonces cuando me miró como quien sabe de lo que le están hablando y me dijo:


—A mí también me persigue un sueño. Desde hace una semana, todas las noches sueño con una niña que entra en un zaguán oscuro y estrecho que da a un patio de ladrillos. Debajo de una parra hay una hamaca roja; entonces, yo le pregunto a la niña si quiere que la hamaque, pero sin decir una palabra, me agarra de la mano y me lleva hasta el fondo de la casa para mostrarme una cosa rara que brilla a los pies de un moral de moras blancas.


Al día siguiente, me volví a Buenos Aires en el primer ferry (a un alíscafo no me subo más). Llegué a la casa de mi abuela con un moral de moras blancas —le dije que eran negras—. “Lo prometido es deuda”, declaré con solemnidad y le pedí que me mostrara el lugar preciso en donde quería que lo plantara. Cavé con denuedo, con precipitación y con algún fastidio. Enseguida apareció la cúpula envuelta en las mismas condiciones que la pagoda china. Le regalé la pieza completa a mi abuela como un recuerdo de Colonia. Quedó maravillada por la calidad de la porcelana y la confinó a una vitrina junto a una mamushka rusa. Esa noche me libré de la niña y de la pagoda china, y soñé que Ferro salía campeón.


En cuanto a Daniela, me enteré de que está en el extranjero. Sé que no va a volver y estoy en trance de olvidarla: paso los días eludiendo los lugares que me son entrañables, pero en vano me pongo a prueba; Buenos Aires, sin Daniela, es otra ciudad. Yo daría cualquier cosa por tenerla de vuelta. Por lo pronto, debo sobreponerme a su ausencia y a la fatiga triunfal que me dejó la fuga de un delirio.


 

Autor: Daniel Alberto Coletta

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