Un hueco en el pecho del mundo
Una foto.
Sólo una foto conmigo de espaldas y el reflejo de un fuego en medio de alguna noche.
Suena en mi cabeza La Trampa, El poeta dice la verdad.
No sé quién sacó la foto. La tengo entre los papeles desde no sé cuándo ni sé de dónde salió.
Tengo un escritorio de madera clara, pino.
Lo hice yo misma. Lo adapté al pequeño espacio que hay en esta casa pequeña rodeada de bosque.
El banco donde me siento a pensar o a escribir también lo hice yo con la misma madera.
Elegí un rincón, entre la estufa a leña y la pared, también de madera, y ahí quedó.
Arriba del escritorio puse otras tablas y pedazos de tablas, e improvisé una biblioteca para los pocos libros que cargaba en la mochila cuando llegué y los que voy consiguiendo a veces o algunxs visitantes me van dejando.
También guardo ahí cajas con papeles, fotos, notitas que alguien dejó, pedacitos de caracoles y conchillas que encuentro cuando salgo a caminar por la playa o voy hasta el faro abandonado, sobres vacíos de cartas que ya perdí, algunas cosas que pinto en papeles chiquitos.
Hay una parte de biblioteca dedicado únicamente a una pila de cosas que escribo en una netbook vieja que me regalaron e imprimo en una impresora que me compré con plata que conseguí haciendo unas funciones a la gorra el verano anterior en algunos pueblos por los que anduve viajando.
Al costado derecho, bien al lado de la estufa, hay una ventana rectangular, larga y fina, que da de lleno al bosque.
Cuando llegué no tenía vidrio. Todavía hacía calor y la dejé así un tiempo más. Me gustaba pensar que era un agujero por el que podía unirme al mundo exterior pero sin salir. Como el hueco de Alicia pero siempre abierto a un costado.
Entraban todos los perfumes y los sonidos sin filtro. Los mismos olores habitaban adentro y afuera, el de tierra mojada después de la llovizna era mi preferido.
Cuando llegó el frío, fui al pueblo cercano en bici y conseguí el vidrio. Lo puse asegurándolo con unas maderitas y ahí quedó. Resiste bastante bien al viento que llega del mar.
Igual me puedo sentar en el banco, con los brazos apoyados en el escritorio y mirar para afuera.
Cuando llueve es hermoso.
La estufa ardiendo, el agua deslizándose en su danza, y yo adentro con mi soledad tan acurrucada, bien adentro del útero de las cosas.
En la pared opuesta hay un colchón en el piso que es mi cama-nido.
También hay una ventana pero esa todavía sostiene su vidrio original. No sé cómo, la verdad.
Es tan vieja la casa y estaba abandonada hacía tanto que no sé cómo se sostuvo en pie.
En realidad el resto de la casa está en ruinas. Sólo el cuarto que habito está con las paredes y el techo enteros. El resto, o no tiene paredes o no tiene techo, o ninguna de las dos cosas.
A la cocina, de hecho le falta un pedazo de pared y de techo también. Pero locamente la casa tenía conexión eléctrica y un pozo con agua.
La luz estaba cortada, claro. Pero cuando decidí quedarme a pasar un tiempo ahí, fui hasta el pueblo cercano y hablé con la gente para ver cómo podía hacer con eso. Un señor me dijo que el cuñado trabajaba en la empresa eléctrica y que iba a preguntar.
Expliqué que no me quería quedar para siempre, sólo pasar ese invierno y tal vez un tiempo más, pero que no era mi intención más que eso. Y claro, pagaría la factura de la luz.
Unos días más tarde ya había electricidad y mi teléfono y la compu vieja volvían a tener vida, y la impresora a escupir hojas a lo loco.
Puse una lamparita sola en toda la sala en un cable con sócate que colgaba del techo.
No había señal de internet ni de celular pero iba regularmente hasta el pueblo con la bici que había comprado y me dedicaba un buen rato a leer y contestar mensajes. Además de comprar lo necesario para abastecerme.
Había dos almacenes muy chiquitos y atiborrados de mercadería, y ahí me surtía de todo lo necesario para la semana.
Al costado de la casa intenté una huerta y algunas cosas salieron. Así que así iban las cosas.
Un poco compraba, un poco producía.
Cuando llegó el otoño también me salvó bastante una gran cosecha de hongos que junté a lo largo de varios días y que preparé en frascos con la intención de que duren lo más posible; tarea que no suele ser tan fácil porque son riquísimos y en un par de días de lluvia seguidos, si hay harina para chapati, pueden bajar considerablemente su caudal.
Todavía me quedaba plata del verano así que estaba sin ansiedades.
Me pasaba los días entre caminatas solitarias a la playa, al faro, internándome en el bosque, y escribiendo.
La escritura estaba totalmente emplazada en el deseo de contarme. Estaba en un momento donde me era totalmente indistinto el camino estético que tomaran las cosas. Quería desparramarme en todo lo que hacía. Derramarme en cada intento vital.
Escribía compulsivamente al amanecer, mientras almorzaba, a la tarde mientras caía el sol, de noche si me despertaba por algún motivo. En cualquier momento. Sin lógica primera. Las historias se armaban ante mí de las formas más extrañas.
No era que quería contar algo en particular.
Estaba descubriendo el mundo y el mundo se me estaba descubriendo, desvendando, develando. La escritura se mostraba como una auxiliadora de todo ese proceso pero no de forma catártica o psicológica, sino que era por la puerta por donde entraban las historias.
Las historias no se me presentaban si no las escribía. O si mientras vivía no pensaba literariamente.
Estaba completamente invadida por todo lo relacionado a la literatura como forma primaria de narración. De vivir a través de lo narrado.
Como una especie de esencia primaria primitiva que está en el hueco del humanx como concepto general. De fuego en medio de una ronda y ojos hechizados escuchando los inicios de las cosas y los elementos del mundo y la magia y los astros y las noches y los cantos y encantos.
Todo como en susurros que provenían de algún lugar que no podía precisar pero que me colmaban de manera abrumadora.
Y blanda, me dejaba hacer. Me dejaba habitar por esas sensaciones tan extrañas que nunca había sospechado que se manifestarían de una forma tan fáctica.
El faro quedaba en una punta de arena negra y rocas, bien adentro del mar turquesa.
Las rocas cuando les daba el sol brillaban como oro.
La imagen era tan increíble que no había manera de escapar a su hechizo. Ahí no había modernidad y esa dicotomía tan obtusa entre naturaleza y cultura. Entre lo natural y lo humano.
No.
Ahí eras. Punto.
La absorción del paisaje, sus sonidos marítimos de agua estallando contra las rocas y la arena, los pájaros con sus gritos frenéticos, el viento que a veces ruge, el olor salado que llega a volverse corpóreo en esas pequeñísimas briznas de océano que se producen cuando las olas chocan con lo sólido y se elevan por el aire y se te meten en la nariz y en la piel y en la ropa.
Y el sol, saliendo al amanecer por atrás del faro volviendo dorado toda esa masa gigante de agua y el mundo entero resplandece de forma incandescente.
Y yo, con el perro que me empezó a acompañar en mis vueltas matutinas y que se llamó Bepo, apenas lo vi se llamó así, como el gato de Borges pero perro.
Me acompañaba hasta la playa y se bañaba en el mar.
Yo tomaba mate cada día más abrigada porque el invierno y el viento me iban calando día a día más los huesos, y él se metía al agua y cuando salía se sacudía con ese frenesí que tienen los perros para eso.
Después se tiraba en la arena al lado mío, que siempre era bajo los primeros rayos de sol para que se me caliente el alma y el resto del ser.
Se ve que él necesitaba lo mismo.
Era marrón y grandote. No convivíamos ni nada. Él venía cuando yo salía, daba las vueltas que tuviera que hacer y después me acompañaba a casa otra vez. Un rato después, simplemente no estaba más.
Cuando llegábamos se acostaba frente a la puerta que daba directo a mi cuarto pero cuando un rato después volvía a salir, se había ido.
Al principio me preocupaba y lo llamaba para compartir mi comida con él pero después me di cuenta que debía tener otra casa o debía vivir andá saber dónde y venía solo de visita o porque le gustaba que compartiéramos esos momentos de paseos. Éramos amigxs. Y eso era hermoso.
Así que así. Como todo lo que me venía gustando últimamente, era alguien para compartir pedazos de intimidad y de tiempo, mientras el tiempo transcurra sobre el planeta y unx lo habite.
Aparecía por entre los pastizales apenas me oía abrir la puerta. Movía su cola peluda y marrón claro. Me miraba a la distancia hasta que agarraba el mate y me ponía abrigo para salir. Ahí se acercaba y caminábamos juntxs, calmxs.
Cuando bajábamos la última duna salía corriendo y se zambullía en el mar.
No importaba la temperatura que hiciera, siempre se metía al agua.
Los días nublados o de lluvia me quedaba en la casa sin salir. Cocinaba lo que hubiera y pasaba el día entero con el fuego prendido, comiendo cosas ricas, escribiendo y mirando por la ventana.
Cuando llegamos a esa parte del mundo, hacía ya algunos meses largos, los chicos que me acompañaban se quedaron unos días conmigo y después que decidí instalarme en la casa, se fue cada uno por su camino.
El tiempo tiene otra densidad en el bosque marino.
Hacía sólo unos meses de eso pero sobre mi cuerpo habían pasado algunas eternidades por lo menos.
Pensaba seguido en ellos. Había sido muy hermoso el tiempo que pasamos juntxs.
El pueblo era chico. No había nadie que se pareciera ni remotamente a mí ni a nadie que conociera.
Había una escuela primaria pero secundaria no. Tampoco biblioteca ni librería de ningún tipo.
Casi todo el mundo trabajaba en algo relacionado a las empresas públicas como correo, electricidad, etc. o en tareas relacionadas al mar o, en menor medida, al campo.
Un poco acostumbraxs a lxs viajerxs estaban porque a veces llegaban por el mismo camino que nosotrxs a conocer la playa y el faro, desde el mismo camping que nosotrxs que quedaba a dos días de camino por el bosque.
Igualmente se podía llegar por otra ruta más corta, entonces a veces también algunxs turistas llegaban en auto o en algún colectivo local.
Pero no eran muchxs y no había infraestructura ninguna para recibirlxs.
Había un solo lugar para comer, cerca de la plaza, y eso era todo.
No había kiosquitos ni chiringuitos, ni nada parecido.
No sé bien por qué esa parte del mundo había quedado excluida de la voracidad turística que devora todo siempre.
Pero me alegró la vida que así sea.
Me despierto de noche con una aguja en el pecho.
No me sorprende, me pasa a veces y conozco su veneno.
No quiero prender la luz eléctrica. Tengo una vela al lado del colchón y un encendedor rojo.
La luminosidad leve y amarillenta espanta un poco las tinieblas pero sin destruir la mística de la noche.
Me siento y miro alrededor.
Está frío y húmedo. El piso está helado. La estufa se apagó hace rato.
Debe ser madrugada, pienso. Pero no hago nada para averiguar la hora.
No me interesa.
Lo que quiero es agarrar mi cuadernito sin levantarme de la cama.
Me estiro lo que puedo hasta llegar al banco donde había quedado abandonado hace un par de días.
Lo abro y trato de describir con la mayor fidelidad que puedo el sueño que me acaba de punzar.
No es fácil. Los sueños están hechos de una materia que no es tan abarcable con palabras.
Hay un ambiente, una atmósfera en el mundo onírico que no es siempre plasmable en este otro mundo donde reina otro tipo de lógica.
Igual lo intento.
Estoy caminando por una de esas calles de Buenos Aires con baldosas acanaladas color amarillento. Es de noche y hace frio.
Miro hacia un costado y la calle es como un túnel de árboles. No pasan autos.
Se ven las luces de los semáforos y las otras débiles que tratan de penetrar a través de las copas e iluminar las veredas.
Se ve a lo lejos una pareja que se está besando.
Los miro de lejos y paro la marcha.
Me quedo ahí. Sé que estoy invadiendo un momento que no es mío pero no me puedo ir. Necesito ver esas manos desesperadas trepando cuerpos. Colándose entre la ropa. Imagino en mis propias manos el calor de esos cuerpos. Creo que son una chica y un chico pero no estoy segura.
Son dos figuras en las sombras, en la parte más oscura, contorsionándose de deseo.
Me paro en un zaguán para evitar que me vean. Sé que está mal pero no puedo evitarlo.
Lxs miro. Trato de imaginar sus respiraciones agitadas. Siento en mis manos las pieles de lxs dos enredadas entre la ropa.
Imagino los sexos hinchados con todas esas capas de abrigo entre ellos, quemándose.
Tengo un orgasmo mientras duermo. En el último instante del sueño.
Los ojos se abren.
No hay nadie.
No estoy ahí, no vi nada, no interrumpí con miradas intrusas los secretos besos de nadie en ningún lugar.
Solo estoy yo en mi soledad de cabaña en el medio del bosque tratando de escribir la escena en la noche oscura.
Tratando de calmar el ardor en el pecho que me dejó el sueño.
El sueño y su reinado de todo lo posible.
Allá, en algún lugar de ese reino, había una chica y un chico, dulces y cálidos, resistiendo a la helada noche porteña, de pie, ocultos a la luz que vomita el farolito de la calle, apretados contra una pared gris, sobre las baldosas acanaladas, dándose besos húmedos y hermosos, mientras sus sexos se incendian bajo la ropa.
Acá, la quietud, reina.
Miro por la ventana pero la oscuridad es total. Solo se ve mi propio reflejo iluminado por la luz amarillenta de la vela.
Se empieza a oír la danza de gotas suaves que chocan contra las hojas de los árboles y el suelo, contra el vidrio y el techo.
Va a ser otra jornada de lluvia cuando amanezca. Mientras tanto no es nada. Es una zona libre de tiempo ese pedazo de noche.
Mientras no se enciendan luces eléctricas y el sol no asome, estamos fuera de lo mensurable. Solo hay ese hueco tibio donde decidimos anidar.
Y el agua cayendo hace de todo más hondo, el hueco más hondo y a mí más hundida en él. En esa huida permanente hacia adentro, en ese abrigo-refugio que encuentro en el pecho, entre las sábanas, dentro de esa casa, en el medio del pecho del bosque.
El color ocre había invadido mis sentidos. La sensualidad que se arrastraba desde el sueño hasta esa vigilia entreabierta que relataba el sueño escribiendo, tratando de no salir de él porque me dejaba el aire pesado y sensual en la garganta y los pulmones, y se expandía por el resto del cuerpo de forma lenta pero imparable.
Cerré el cuaderno y soplé la vela. La oscuridad me abrigó.
Debajo de las sábanas y las mil mantas, todo era cálido y dulce.
Abrí las piernas. Dejé que la tela roce la piel. Estaba desnuda en la inmensidad del cosmos.
No había nada ni nadie en ninguna parte. Era yo. Un cuerpo deseante en lo infinito. En una esfera azul que flota en el espacio.
Me recorrí con las puntas de los dedos de las dos manos. Lento. Como tratando de no esquivar un rincón.
No había apuro. No había tiempo. No había nada que no fuera ese lugar y ese momento y ese cuerpo.
Me hundí en el terciopelo de la oscuridad húmeda con todo mi ser vibrante.
En el seno del placer de las cosas.
En el vibrante seno del placer de las cosas.
En el húmedo, tibio, profundo, hueco del placer de las cosas.
De todas las cosas del mundo.
En donde habita el placer de todas las cosas del mundo.
No un cuerpo. No una tensión a ser aliviada. No un final buscado, un final en sí.
No.
Un transcurrir del placer. Un espacio habitado sólo por el placer que proporciona un cuerpo que de alguna manera conecta con el universo y todas sus profundidades.
Una ola que recorre desde el punto último de los dedos de los pies hasta la coronilla.
La boca se abre y los suspiros se materializan en colores cada vez más intensos. La lengua pasea por sus propios labios y dientes y toca la noche. La cabeza se inclina hacia atrás, la espalda se arquea. La piel no encuentra límites en su propia dimensión.
Los dedos bordean y se hunden en toda la humedad donde habita el interruptor mágico que tenemos las mujeres entre las piernas.
Las piernas permanecen abiertas hacia el todo. Hacia la penetración de ese todo en ese cuerpo acostado en un colchón en medio del bosque en la noche.
Y la ola que ya es imparable me abraza, arrasa con toda yo y sacude cada molécula. Y me hundo. Y revivo. Y salgo más limpia y más pura y más brillante. Y me abrazo a las bellezas que acabo de contemplar que existen en las profundidades del todo.
Y brillo.
El mundo sigue. El bosque me anida. No hay nada que hacer ni ningún lugar donde llegar. Solo estar, ser, adentrarse en el laberinto de las cosas.
Este cuento forma parte del libro Fragmentos de Mundos que se publicó durante el 2021 en Ediciones Frenéticxs Danzantes y que se puede conseguir acá
Autora: Marina Klein
Soy autora también de los libros de cuentos “De Fauces al Subsuelo”, “Danzando entre la Nada y la Furia”, la novela “Trashumantes”, y de las plaquettes “La vida secreta de quien come en la cocina”, “SEAMOS Libres que lo demás no importa nada”, “¿Te gustó coger?”, “Georgina Orellano Puta Feminista” y “Donde los muros eran de niebla” editados por Ediciones Frenéticxs Danzantes. También dirijo la Revista Extrañas Noches y la editorial recién mencionada.
Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, tuve un programa de radio, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal.
Cuando volví hice la carrera de sociología, donde además de aprender un montón, una vez más, me di cuenta que la academia no es lo mío.
Todos los libros se pueden descargar de forma gratuita en la biblioteca libre de Ediciones Frenéticxs Danzantes
O adquirir en físico en el catálogo de Ediciones Frenéticxs Danzantes
Facebook: Marina Klein
Insagram @marinakleinx
Imagen de Egon Schiele
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