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El colchón colorea manchas marrones, retazos de otra vida. Me gusta pensar que son de humedad, pero ¿será así? Meto las puntas de la sábana en las esquinas de la cama. Podría ser orina de sus últimos días. Trato de alejar ese pensamiento que me hace sentir sucia aunque veo las manchas difuminadas a través de la sábana pálida. Siguen ahí, como si quisieran ser testigos indelebles de otros tiempos. Me siento y la cama robusta murmulla. Su fortaleza hace ruido, a veces me despierta cuando mi cuerpo se inquieta por las noches. Es ahí cuando pienso en ella y noto la resistencia a la decrepitud del roble, como una sombra errante que escapa a cualquier destello de luz.


Cuando ella se acostaba esto no pasaba. La llama, pide su cuerpo, se comunica con su alma ambigua. Me agacho y reviso las patas colosales rodeadas por la mugre de mi habitación. No tienen nada, solo se quejan cuando sostienen a una extraña. Me acuesto. Un barranco que no se amolda a mí, aún tiene su forma. Siento que soy inmigrante y que si fuera por su voluntad me tragaría como un agujero negro y me llevaría con ella. Las sábanas las compré ayer, antes de traer la cama, pero igual huelo su piel, emerge desde los poros del colchón como humo de algo que se cocina lento. Quizá es ella en la hoguera, pagando sus pecados; o quizá es la que aviva el fuego y se declara verdugo. Sus facetas, máscaras que confeccionaba a medida. No conozco a nadie que no haya perturbado. En el velorio solo estábamos mamá y yo, inertes, como si ella aún nos estuviese observando. Ni una lágrima gastamos. Estábamos ahí para diferenciarnos, para entregarle un poco de compasión ciega.


Trato de forzar la comodidad, estiro mis brazos para evitar que la cama se convierta en una inmensidad que no puedo ocupar. No hay caso, la proporción aurea solo pertenece a ella. Recorro mis pechos hinchados con el dedo índice y bajo hasta mi ombligo expuesto, acaricio mi vientre como si lo protegiera. Ella le dijo a mamá que no la debería haber dejado nacer durante una de sus últimas charlas. Me duele adentro, las compuertas de aire se cierran de golpe. Petrificada, envuelta en ráfagas de horror. Sigo apoyando mi cuello en la almohada, no hay dudas, pero se siente como si esta estuviese en mi rostro, abollándolo. Abrazo mi vientre. Los últimos vestigios de sol entran por los huecos de la persiana y en el color arena del techo una sombra se alza en el desierto. Mi garganta se seca. Veo su contorno ancho y distingo su cuello lleno de maldad. Tomo una bocanada de aire en vano, siento que las paredes de mi habitación se cierran poco a poco con el fin de aplastarme. No hay ruidos, solo mi aire acelerado que recorre un laberinto sin entrada ni salida. Cierro los ojos hasta que pase. Pienso en el bebé, en la buena madre que puedo ser, en mi mamá. Ella se cruza en mi mente como una doble, recordándome todo lo que no quiero ser ni repetir. Mamá, el bebé en camino, ella. Su sombra desciende del techo y se va a ese más allá que no parece lejano, debajo de la tierra. Aún no logro levantarme, algo nos retiene a los dos, como un imán en el medio de la cama.


 

Autora: Federica Ruberto

Mi nombre es Federica Ruberto, estudio Lengua y Literatura en Buenos Aires y trabajo como docente.

Publiqué un artículo sobre feminismo en la revista estadounidense curatedbygirls el año pasado. Actualmente curso talleres de escritura gracias a una beca del Fondo Nacional de las Artes.

Mi instagram es @federicaluciaruberto

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