Provinciano en departamento
El otro día fui con un amigo al cementerio de la Chacharita. Quería entrar a ver la tumba de Cerati, no sé, le pintó. Yo era tan fan como él y a mí me chupaba un huevo. También vimos la de Gilda, hablamos un rato con el conserje, fue lo mejor de la excursión, nos hablo más de la gente que va al cementerio que de los fiambres y su mármol, un agnóstico muy ameno, salió para poder reírse del “silencio boludo” de la gente. Me hizo olvidar la tristeza del edifico, el viejo canoso.
Desde que me fui a vivir a Buenos Aires, no recuerdo haber visitado un cementerio, ni pensado en ellos; pensé, y pienso mucho, en la muerte, en la mía, pero nunca con la imagen de un cementerio. Capaz porque en Salta quedaron todos mis muertos y la gente conocida que cree que hay un alma que merece ceremonia. Me dio una tristeza terrible ese lugar. Recordaba los cementerios de mi pago, que eran casi un recorrido turístico, con los sauces y los lapachos, con todas las tumbas de las más variadas creatividades hasta con los presupuestos más dispares, desde una mini replica de la Bombonera, hasta un montículo tapado con piedritas, sin cruz ni flores. Esa y otras tantas cosas quedaron en ese norte de mierda. Buenos Aires no era mucho mejor, pero era algo donde las desilusiones tenían que tardar en llagarme. Uno piensa que la muerte será la última. Me daba angustia, más de la que me bancaba, el ver que mi final podía ser ese. Un rectángulo de 30x40, con sus dos metros de profundidad; me daba ganas de irme a morir a mi pago o un pueblito cualquiera, total la municipalidad no me iba a dejar pudrirme en algún rincón. Son como los monoblocks estos nichos, pensé. Esa arquitectura brutalista e indiferente.
Me hizo acordar que tengo que pagar las expensas. Ese monoambiente de cartón, con su falsa cocina. No, la salida no fue buena idea. Tuve una sola casa en la que me gustó vivir cuando llegué, en Lobos. Me arrepiento de haber agarrado el trabajo en la ciudad. Me hubiera quedado de carnicero, con ese sueldo de hambre, antes que venir a la subsistir en la inmobiliaria. Mostrar los deptos chetos y ridículos no me frustra para nada, no estoy cerca de esa tortura de participar algo nunca voy a tener, no deseo para nada seguir habitando en esos mamotretos de cemento, no envidio para nada la vida de esos abogados de cuarta generación que son mis clientes.
Prefiero casa, no departamento. Donde salir a estirar las patas mirar el cielo que no me aplasta porque no quiere “quien carajo te juna, boludo” me diría, sé que el cielo no me registra, ni el aire limpio ni el pastito ni ninguna boludes, pero me gusta. Prefiero eso que el encasillamiento de los departamentos, las abejas me dirían que soy boludo, pero bue, allá ellas. Encima eso de tener que saludar a los vecinos, somos como convictos que se cruzan en pasillos. Prefiero mis barrios chatos, ahí todos somos presos, pero con una flexible perimetral. Todos presos con distintos paisajes.
Cuando me entierren, si caigo muerto cerca de gente que me conozca y me respete, no se gasten un mango en enterrarme, solo les pido que no me metan en esos garitos de cementerios cerrados. Me sentiría un triste archivo, que nadie revisa porque… bueno, huele a muerto el tipo… qué se puede hacer. Si caigo muerto, cerca de gente que me quiere y no me respete tanto, está bien que me metan en un hueco con linda vista, que me coman con los años los gusanitos, tener vecinos que decoren lindo el paisaje, que alguna flor salga de los huesos. Poética barata, eso sí, igual no se está para renegar, tener un poco de poesía siendo uno un fiambre sin memoria, no es poco. No me gustan los departamentos. Por favor no me entierren en un departamento, aunque ya no quede nada de mí que enterrar.
Autor: Miguel Pérez
Soy Lic. en comercio internacional que escribe, o escritor que labura de lo que puede.
instagram: @boceto_1993
Imagen tomada de acá
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