Nombrar para sanar
La música tenía el volumen perfecto como para ser disfrutada sin interrumpir la charla. Estábamos en un bar con unas amigas. A unos meses de mi precoz viudez, ese era un evento bastante poco frecuente. Entre risas, chismes y repaso de las últimas novedades de cada una, se hizo explícita la preocupación sorora sobre mi falta de sexo.
Cada una hizo el repaso de los amigos solteros que podía presentarme, los amigos de sus compañeros que “podrían quizás” estar disponibles, entre todas hicimos el ejercicio de recordar entre mis viejos amantes cuáles valdría la pena recontactar.
Todo venía súper, estaba disfrutando muchísimo ese encuentro, esa mini pausa de maternidad que habilitó mi hermana cuando ofreció el cuido de mi hijo por ese rato de sábado. La noche se acercaba bastante a la perfección hasta que escuché EL NOMBRE. Una de mis amigas estaba enumerando las bondades de un compañero de trabajo de su marido, yo empezaba incluso a entusiasmarme y se me ocurrió preguntar chistosamente: “¿Y, cómo se llama mi futuro novio?”, y ahí llegó: “MARCELO”. La respuesta de mi cuerpo precedió cualquier otra reacción, como en casi todo lo que se vincula a ESO que suena en mí cuando escucho ese nombre: empecé a sudar, el estómago se anudó repentinamente, la garganta se me cerró, las manos y las piernas empezaron a moverse torpe y nerviosamente, la piel se erizó en efecto dominó desde algún punto imperceptible hasta la expansión absoluta.
- “¡No! Marcelo, no. No hay lugar para un Marcelo en mi vida”. Eso fue lo único que pude decir con una firmeza y una seriedad que desencajó los rostros de mis amigas. Las desorienté y cuando me pidieron explicaciones, no pude más que repetir: - “Marcelo, no; Marcelo, no. Marcelo, nunca más”. Cambiamos de tema, superamos la incomodidad con algunos chistes y la noche repuntó, aunque en mí quedó resonando ese nombre sílaba por sílaba, letra por letra, fonema por fonema, una y otra vez como un eco infinito que salía de alguna profundidad bien íntima de mi cuerpo.
Esa noche, cuando volví a casa, me dormí pensando en que hacía ya bastante que no recordaba CON EL CUERPO nada de aquello que, como tantas veces, creía saldado en mi pasado. Una vez más, la luz de alarma se había encendido: las amigas con las que había salido se sumaron a mis días hace algunos años recién, pero no dejan de ser cuatro buenas amigas con las que comparto gran parte de mi cotidiano, cuatro buenas amigas que no solo desconocen una parte importante de lo que ha significado mi desarrollo, sino que ahora eran cuatro buenas amigas con las que no me había animado a hablar de eso que ya hacía tiempo había decidido empezar a nombrar. Nuevamente yo en el lugar de no poder decir… No me gustó. De nuevo yo recordando lo importante que era empezar a decir, seguir diciendo, seguirme diciendo…
Esa noche, se empezó a gestar un relato. Porque al fin y al cabo, de eso se trata: de un relato. Uno de tantos posibles, uno entre los posibles tantos que vendrán. Un relato aquí y ahora, desde la mirada que tengo hoy, desde las fortalezas conseguidas hasta ahora, desde los entendimientos parciales alcanzados transitoriamente, de los recuerdos que decantaron provisoriamente y de lo que hoy necesito imperiosamente dejar de callar. Vendrán quizás nuevos relatos, hubo por supuesto otros, anteriores, pero hoy por fin pude poner en tinta y papel, de manera relativamente ordenada, aunque no por ello acabada, alguna secuencia que reconstruye ese tiempo clave de mi existir sobre el que se alza casi todo lo que pude ser desde ahí, lo que pude devenir y lo que tendré que seguir deconstruyendo y construyendo para poder seguir siendo:
Tenía 13 años. Mi cuerpo y la madurez aparente que portaba sugerían quizás otra edad, yo misma me autopercibía mayor, pero tenía 13 años, apenas 13. Acababa de despedir la primaria, las amistades de la adolescencia eran muy incipientes, hacía solo algunos meses había dado mi primer beso, papá aún me acompañaba por las mañanas a tomar el colectivo y no tenía permiso para salir después de las diez de la noche, tampoco para hablar por teléfono. Él tenía 17. La desdicha de la vida también pesaba en su mirada y en su forma de desenvolverse como años de más. Él también se sentía mayor. Yo con 13 sintiéndome de 17, él con 17 sintiéndose de 21. A veces creo que ese desfasaje subjetivo podría explicar apenas algo de lo que vendría. La diferencia de 13 a 17 es ABISMAL: es el abismo entre una niña y un casi hombre, bajo ninguna circunstancia es la misma diferencia que entre 17 y 21. Hoy, siendo una mujer adulta, todavía me cuesta por momentos comprender, hoy sé que era una niña, pero también me recuerdo vívidamente sintiéndome y creyéndome tan mujer. Esa quizás fue mi condena.
Éramos amigos, ¡amigos entrañables! Nos conocíamos hacía NADA pero la euforia adolescente nos había convencido de que ya nada nunca jamás podría separarnos. Pasábamos muchísimo tiempo juntos, nos encontrábamos en el bondi para ir a la escuela y nos inventábamos los días hasta bien entradas las tardes. Nos escabullíamos juntos en los recreos para fumar lejos de las miradas adultas y nos volvíamos a casa a dedo para comprar puchos con lo que nos ahorrábamos del boleto. Yo lo ayudaba a estudiar para no sumar una expulsión más, él me llevaba a pasear por los barrios más recónditos de esa ciudad gris donde vivíamos. Mis primeras transgresiones fueron de su mano, en silenciosa complicidad. La mayoría de las tardes las pasábamos tomando mate en mi casa y filosofando sobre una vida que, al menos a mí, apenas se me estaba asomando. A mí me seducía mucho su desamparo, supongo que él encontraba cobijo en mi inocencia, en mi inocente amorosidad. Fuimos construyendo una intimidad muy profunda, rebuscada, hoy diría que perversa. Yo sentía que en mi abrazo él sanaba los golpes de su padrastro, la desatención de su madre, los desaires de esa novia que no lo comprendía. En sus brazos, yo podía sentirme chiquitita, indefensa, sin respuestas, sin perfección. Durante mucho tiempo sentí que él me cuidaba, que él me veía, que él me quería como nadie. Eso me repetía una y otra vez: “nadie nunca me iba a querer como él, porque nadie me conocía como él”.
Un día, me abrazó con una intensidad diferente, peligrosa. Yo estaba desolada, desahuciada: mi novio, mi primer novio, mi primer amor había buscado entre las piernas de una amiga mía aquello que yo aún no estaba dispuesta a ofrecerle. Un abrazo en un momento de vulnerabilidad… un movimiento milimétrico de los rostros… y llegó el beso que iba a cambiarlo TODO para siempre. Me gustó, ¡claro que me gustó! Tenía 13 años, mis hormonas eran autónomas. Lo quería, creía que él me quería, estaba con una crisis de autoestima y un hombre al que yo adoraba sobó mi herida con un beso. Mi instinto no advirtió nada de malo en corresponder ese beso y disfrutarlo. El problema no fue ESE beso, ni los dos o tres que nos dimos a escondidas los días posteriores. El problema fue cuando ya no quise más besos, cuando supe que no deseaba sus besos, cuando quise recuperar el orden que habíamos perdido y le expresé que él para mí era como un hermano, nada más, pero nada menos tampoco. Sin saberlo aún, ESE día entré al infierno, uno que no iba a consumirme, pero que dejaría llagas que hasta hoy cada tanto arden.
Unas cuantas semanas atrás, él había llegado a casa cargando una mochila y marcas en su cara, pidió hablar con mi papá. La charla no duró mucho, recuerdo que la que vino después entre mamá y papá fue bastante más larga. Se respiraba un ambiente raro, de una tensión y un silencio incómodos que prevenía un cambio importante, pero nadie se animó a preguntar nada. Cuando mis papás salieron del encierro de la habitación, papá se acercó a Marcelo y le pidió que esperara un rato afuera, en el patio. Raro. Todo muy raro. Nos sentamos los 5 alrededor de la mesa y papá y mamá nos explicaron que Marcelo se iba a quedar por unos días a vivir con nosotros, la pregunta era si estábamos de acuerdo, cómo nos hacía sentir eso. Cada vez que recuerdo ese gesto de mis padres, ese proceder, ese intento tan cuidado, pero inocente e inmaduro de priorizar ante todo a sus hijos y poner el bienestar de la familia en consideración de todos, le reclamo a esa niña no haber entendido la metáfora, no haber visto que AHÍ estaba la clave de la salvación. Después, prácticamente en simultáneo, recuerdo que solamente era una niña, al igual que mis dos hermanos menores, y que no le puedo seguir exigiendo, reclamando y mucho menos seguirla culpando y condenando por lo que no pudo o no supo ver. Los adultos eran otros y de entrada no nos supieron cuidar.
Todos estuvimos de acuerdo en cobijar a ese adolescente desprotegido. Estábamos contentos, era sumar a nuestra constelación un hermano mayor con el que siempre habíamos soñado. Para mí fue un regalo: tendría a mi confidente, a mi protector todos los días muy cerquita.
Su presencia se fue expandiendo día tras día invadiendo con extrema sutileza nuestra cotidianidad. Se sumó a la lógica familiar con una solvencia exquisita, generando una dependencia como si siempre hubiera estado ahí, como si siempre hubiera sido parte. Papá ya no me acompañaba a la parada, no hacía falta, iba con Marcelo. Si estaba con él y avisaba, el umbral de las diez de la noche se tornaba flexible. Poco a poco adquiriría más permisos, todo parecía indicar que la compañía de ese hermano mayor inventado les daba a mis padres una tranquilidad que crecía proporcionalmente a mis libertades y también a mi desamparo. La etapa de prueba había resultado exitosa y tras una nueva reunión familiar, en aquel momento ya de seis miembros, mis papás oficializaron la pertenencia de ese extraño a nuestra familia: con la venia de todos, iban a llevar adelante los trámites de la tutoría legal. Todos muy conformes.
No sé si aquellos besos vinieron antes o después de esa segunda mesa redonda, no me acuerdo. Sí sé que ya no importa, que nunca importó realmente. Todo fue muy vertiginoso, con una rapidez insólita mi realidad y toda yo nos disociamos en dos devenires, en dos realidades paralelas que ya no espero más hacer coincidir, los entrecruzamientos que logré develar hasta ahora alcanzan y sobran.
El primer rechazo encontró por respuesta una leve tensión en sus manos, como para acomodar la orientación de mi cara según su voluntad. La prolijidad con la que empezó a manipular mi cuerpo me asombra hasta el día de hoy, si cierro los ojos todavía puedo sentir cómo su mano posada en mi nuca me sugería, hasta con delicadeza, la fuerza a la que me enfrentaba si osaba volver a despreciarlo. Ese fue el primer beso que no disfruté en mi vida, el primero entre muchos, miles. Un beso con sabor amargo, la amargura del asco, la vergüenza y el desamparo que empezarían a crecer y crecer desde mi saliva hacia todo el cuerpo, hasta llegar a constituirme, hasta llegar a definir mi feminidad, mi deseo y mi placer.
Esa primera prepotencia seguiría progresando. La mera tensión muscular estática se volvería poco a poco acción física. Un día me apretó fuerte el brazo para inmovilizarme, para timonearme. Otro día me atrajo bruscamente desde la cintura hacia su torso. Otro, me interrumpió el paso con su cuerpo entero y una mirada desafiante. Así empezó, todos los días un pasito más, una nueva frontera avasallada, una vueltita más de vehemencia.
Al principio solo me robaba besos, besos que ahogaban lentamente mi voz, besos que exigía con vigor sentir correspondidos. Un día, el beso se acompañó de caricias incómodas, de dedos que no respetaron la extensión de la ropa, la boca no tocó solo boca, se animó a visitar otros rincones de mi piel. Muy despacio, con un sigilo como si todo estuviera planeado me fue colonizando y yo prácticamente no opuse resistencia, cada vez que lo intentaba, su mirada me transmitía más terror, su cuerpo se volvía más bruto, más fuerte, más intimidante. A veces me gustaba… Sí que me gustaba, de ahí la vergüenza que sumaría confusión. Había ALGO en la voracidad con la que disponía de mi cuerpo que me seducía, que me excitaba, ¡claro que me excitaba!, no sé por qué me lo sigo reclamando.
Él dormía en el living. Los adultos de la casa creyeron que la distancia de una puerta que nunca se cerraba entre mi cama y su colchón era suficiente para que los roles y las relaciones al interior del hogar quedaran definidas. Marcelo no entendía de límites, tampoco de roles, tampoco de respeto, mucho menos de intimidad. En aquel entonces, mi yo niña creía que entender esa limitación en su psiquis, la inmoralidad con la que había crecido, eran argumentos que debían alcanzarme para no padecer sus violentas exigencias. Creo que ni siquiera podía reconocer esa violencia, la padecía, claro que la padecía, era evidente, obscenamente evidente, sin embargo, yo todavía confundía con amor todo lo que él hacía conmigo. Un amor enfermo quizás, pero sin dudas amor al fin, nunca y por muchos años después, se me ocurrió pensar que eso no tenía NADA pero NADA que ver con el amor.
Una madrugada me desperté con su mano interrumpiendo mi respiración, me cubría con fuerza la boca y la nariz, no hizo falta que emitiera palabra alguna, me miró, hizo un gesto con la cabeza, me tomó de la mano y yo, bien calladita, lo acompañé hasta su colchón. Tuve la primera de muchísimas madrugadas en las que le cedía mi cuerpo para que dispusiera de él según las ganas y la fantasía le alcanzaran. El sometimiento era extremo, él decía hacé y yo hacía, él decía gemí y yo gemía, él decía callá y yo callaba, él decía así y asá y así y asá yo respondía. Durante los días era “su hermanita”, así me decía, así me presentaba, así nos veía el mundo; por las noches, era su prostituta, una de las más complacientes.
Nadie sospechó nada. En casi un año, ninguno de todos los adultos que nos rodeaban se percató de las miradas cómplices, de los códigos silenciosos que manejábamos, de ese idioma que solo él y yo entendíamos. Lo veían, incluso lo halagaban, lo que no veían era lo enfermo en todo ello, no reconocían lo sexualizada que estaba nuestra relación, a pesar de que NO éramos hermanos, a pesar de que yo tenía 14 y él 18, a pesar de que yo seguía siendo una NIÑA con tetas crecidas y él, un hombre con TODA la violencia de sus congéneres. Tampoco vieron mis ojeras, ni cómo se me fue apagando el brillo en la mirada, no distinguieron mi irritabilidad, mi mal humor, mi enojo. Era todo nuevo, pero hacía más juego con la crisis de la adolescencia que con un síntoma que exigiera alguna atención especial. Mi hermetismo repentino, mi acidez en las contestaciones, mi falta de voluntad en cualquier tarea, mi casi mudez tampoco llamaron la atención de nadie, ni siquiera aunque ponían en jaque todo lo que había sido mi personalidad hasta antes de aquellos besos.
Tuve intentos de huir. Sí, los tuve. Más de una vez me planté, me dignifiqué, me expresé, amenacé con hablar, con denunciar, con pedir ayuda. La respuesta cada vez me llevaba a un lugar de mayor indefensión, de más terror, de más peligro. Primero, las amenazas fueron verbales, psicológicas, apuntaron a la culpa y a la vergüenza: “nadie me iba a creer, era su palabra contra la mía”; “yo solita me había metido en el brete de seducirlo”; “hacía meses que hacíamos chanchadas casi enfrente de mis padres y ahora iba a hablar”; “¡qué vergüenza cuando se supiera en la escuela!”; “qué mal ejemplo había resultado ser para mis hermanos menores”; “si Nico, mi exnovio, se enteraba, nunca más iba a querer saber nada conmigo”; “yo le había abierto las puertas de mi familia y ¿ahora quería destruirla?”
Más pasaba el tiempo, más violento se configuraba el vínculo. Mis exabruptos de querer escapar tomaban impulso y sus respuestas SIEMPRE refractaban más vigor. Una noche empezaron las amenazas de vida: “le haría daño a alguno de la familia”; “quemaría la casa con todos adentro”; “simularía un accidente con el auto”. CIENCIA FICCIÓN, sí, totalmente, pero yo le creía, realmente lo creía capaz de TODO, de cualquier locura. Alguna que otra vez, mi coraje le ganó al miedo y terminé casi ahorcada entre sus manos, con un hilo apenas de aliento; o con una cuchilla en la garganta; con una pistola cargada en mi sien, con golpes muy meticulosamente hecho para no ser vistos con facilidad y ser fácilmente justificados. Ya había mencionado algo sobre el infierno, ¿no? Así me sentía, ardiendo viva en un infierno del que no veía escapatoria posible.
Empezaron los ataques de pánico. Tuve mi primer intento de suicidio. Ni una cosa ni la otra despertó la más mínima sospecha alrededor de que estuviera necesitando ayuda. La soledad era extrema; la desolación, exagerada. Al final fue fácil reconocerle en la intimidad a la que me sometía que verdaderamente él era el que más y mejor me conocía. Salir de ESA perversidad, de ese PACTO de violencia disfrazado de amor, me llevaría más de 20 años.
Lamento con el alma que mi hermano Pablo que amaba a su hermano postizo y a su hermana legítima nos encontrara esa mañana y tuviera que lidiar con esa imagen en su memoria: yo contra la pared, con los piecitos en el aire, sujetada del cuello solo por una de sus manos mientras la otra me abofeteaba. La firmeza en el grito de mi hermano cuando dijo: - “¡SOLTALA, HIJO DE PUTA!”, me eriza la piel hasta el día de hoy. Él atino, con sus tan solo 12 años, recurrir urgente a mi papá y exigir intervención. Me sigue generando la misma mezcla de orgullo y de vergüenza que en aquel momento. ¿Si ahí terminó todo? NO, Marcelo se fue de casa, sí, papá lo buscó y lo llevó a vivir a una pensión que mis padres pagaron durante varios meses sin saber ni sospechar que desde ahí me seguiría hostigando, persiguiendo, vulnerando, llamando, buscando, amenazando, aterrorizando.
Yo no hablé, no articulé explicación alguna, iban a pasar 19 años hasta que pudiera convocar a una nueva mesa redonda para blanquear ese pasado que nos había atravesado a TODOS. En un primer momento, mis papás intentaron varias veces acceder a alguna información de lo sucedido, a algún detalle, alguna confesión, algún relato, yo NO PUDE hablar, no pude decir, no pude nombrar; como si el silencio hubiera operado como un refugio, un resguardo. Mientras no se nombrara podía no haber sucedido, podía quedar en el plano de la fantasía, de la confusión, de una mala interpretación de algunos hechos aislados. No le conté a NADIE, ni siquiera a ese psiquiatra que me medicó durante un tiempo hasta que más o menos me encarrilé y recuperé el humor y la voluntad. Creo que recién en la facultad le conté por primera vez a una amiga y ahí de a poco empecé a contar, empecé a entender, a reconstruir. Mis papás me juzgaron, pero no fueron los únicos, el mundo adulto me culpó de un supuesto incesto sin ahondar en mayores detalles, la humillación fue pesada, la culpa también, pero las preferí ante la vergüenza.
Me llevó bastante tiempo desandar los primeros caminos por los que llegué al placer, a la intimidad, a la confianza y mucho más tiempo surcar nuevos, siempre con la conciencia del riesgo latente de transitar los viejos ya conocidos. Requirió mucha atención, mucha cautela, mucho CORAJE. Necesité muchos años, pero sobre todo, necesité muchos amores, muchos amantes, muchos amigos, muchos amigos-amantes y amantes-amigos, muchos muchísimos orgasmos, muchas terapias, muchas charlas y confesiones para ir poco a poco, muy lentamente, quitando una a una las capas de vergüenza con las que se había recubierto mi cuerpo. Una vergüenza desvergonzada, inmoral, insolente, sostenida a base de los mismos ingredientes, de los mismos mecanismos que la constituyeron. Reconozco que fui muy privilegiada con muchos de mis vínculos sexo-afectivos posteriores, tengo una INMENSA GRATITUD por ello. Repetí patrones de opresión, de violencia, de humillación, claro que lo hice, tuve MUY MUCHO de eso en mi vida de mujer, pero también gocé y supe conectar con otras formas de amar, mejor dicho, amé y me dejé amar mucho muy mucho también.
CREO en el AMOR, creo en el amor como la única fuerza realmente transformadora, creadora y sanadora. Marcelo y los muchos Marcelos que vinieron después de él se quedaron con pedacitos valiosos de mí, sí, de mi inocencia; pero su MONSTRUOSIDAD no llegó a valer lo suficiente como para corromper mi capacidad de amar, todo lo contrario, esa fue mi trinchera. Desde AHÍ me levanté, de ahí tomé mi fuerza, desde ahí inventé mi resiliencia y desde ahí orienté mi norte, mi norte fue y será SIEMPRE el amor. Rota, sí… pero sin romper.
Autora: Laura Roattino
Facebook: Lau Roattino
Instagram: @lauroattino
Imagen de Catherine Stephani Echeverría Azocar
Nacida en la ciudad de Temuco, Chile en 1998. Artista, creadora de obras pictóricas y audiovisuales. Estudio la carrera de Licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Católica de Temuco, Chile. Actualmente reside en la misma ciudad y ha desempeñado diversos talleres de educación artística y exposiciones colectivas en diversas zonas de la Araucanía, Chile. El cuerpo, la mirada, la violencia y el sentir. Son los temas de desarrollo de sus obras como foco de reflexión y debate en torno a los mismos.
Instagram: catherine.ea_art
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