Massavana
Un temblor me despertó.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Es difícil discernir entre el día y la noche aquí abajo.
Extraño a mi madre.
Comencé a temblar de frío; me despojaron de toda mi ropa al abordar y un solitario pedazo de tela sucio cubre mi entrepierna. Todos nos encontramos en la misma situación.
Las cadenas lastiman mis tobillos y muñecas, reducen absolutamente mi movilidad, no encuentro acomodo. Somos muchos aquí abajo, demasiados. Navegamos hacía lo desconocido. No sé qué van a hacer con nosotros. El temblor no obedece únicamente al frío que recorre mi cuerpo.
El agua comenzó a filtrarse a través de las paredes. Jamás había estado en una embarcación tan grande, pero sí tenía algo de experiencia navegando en pequeñas balsas: solía acompañar a mi padre a pescar en mi pueblo.
Ellos lo mataron cuando me capturaron. Ahora estoy solo y rodeado de extraños. Extraños que están tan perdidos como yo, tiemblan igual que yo. Sus miradas están desprovistas de esperanza. Anuncian la muerte.
En ocasiones abren el compartimiento que nos conecta con la superficie del barco y se llevan a alguno de nosotros. Muchos no regresan. Los que sí vuelven, quedan tan exhaustos que son incapaces de relatar su experiencia allí arriba.
No entiendo lo que dicen los tripulantes del barco. Hablan en una lengua distinta a la mía, una que nunca había oído antes.
Se hace difícil conciliar el sueño entre este cardumen de gente. Los llantos de las mujeres y niños son desconsoladores; el frío y la humedad insoportables. La tos es el sonido dominante en este lugar. Pero sin duda lo peor es la combinación de hedores que emana del recinto. Las moscas se aglomeran alrededor de la carne expuesta de los cuerpos mutilados, de los harapos negros y mugrientos, que alguna vez fueron claros, y, sobre todo, de los desperdicios humanos, ya que no tenemos forma de limpiarnos, ni donde evacuarlos; lo único que nos queda es intentar aguantarse.
Tampoco nos alimentan demasiado, solo una vez al día. Nos dan una sustancia pastosa y grisácea carente de sabor. El agua escasea. La desesperación llevo a algunos a intentar beber lo que se filtra por las paredes, pero desistieron al descubrir que no era dulce.
Escucho pisadas que vienen de arriba y se aproximan a la compuerta: dos hombres aparecen. Uno es muy alto, de cabello rojizo, el otro tiene el cabello claro. Ambos descienden hasta nosotros por una escalera. Intento evitar mirarlos.
El barco se mueve cada vez más por la tormenta y uno de ellos, el más alto, perdió el equilibro en una gran sacudida. Cayó encima del excremento de una mujer que dormía. Vociferó algo en su lengua, incomprensible para mí, pero se notaba que estaba enfadado. Pateó despiadadamente a la mujer, que despertó sobresaltada sin comprender lo que ocurría. Ella soltó al niño que tenía en sus brazos y se desplomó en el piso. El hombre alto volvió a patearla, esta vez a la altura de las costillas. Se escuchó un crujido. La mujer comenzó a escupir sangre y a toser. Todos los que presenciamos esta escena automáticamente bajamos la mirada, sabemos que nunca volverá a levantarse. El niño profirió un llanto desgarrador y temí que lo lastimaran a él también, pero afortunadamente lo ignoraron. Ninguno de nosotros se atrevió a hacer nada.
Fue su compañero el que finalmente lo detuvo. A continuación, examinaron a cada una de las personas del barco, liberaron a un muchacho de sus cadenas y lo guiaron hacia arriba. El bárbaro que le dio la golpiza a la mujer se me acercó. Yo bajé la cabeza para que nuestros ojos no se interceptaran. Sentí que apoyó una de sus manos en mi hombro. La otra, enorme y cuarteada, me tomó de la mandíbula y me obligó a levantar la vista. Me gritó algo que no comprendí y un sinfín de gotas de saliva emergieron de su boca y bañaron mi rostro. Entrecerré los ojos, ya que era la única parte de mi cuerpo que podía controlar, para minimizar el contacto. Al abrirlos vi que un hilo de saliva colgaba impregnado de su barba color ámbar. Cuando cesaron los gritos abrió la cerradura de mis cadenas y me tomó del brazo.
Me empujó hacía la escalera. Comencé a caminar lento y temeroso, mirando hacía los costados. Con una patada consiguió apresurar mi paso y subí a toda velocidad para evitar un nuevo golpe.
Por primera vez desde que embarcamos respiré aire limpio. Levanté la mirada hacia el cielo: enormes nubes negras y relámpagos dominaban el firmamento. La tormenta era peor de lo que imaginaba. Yo nunca había estado en altamar y aquí arriba el barco se sacudía más fuerte. Los miembros de la tripulación gritaban y corrían de un lado para el otro. Me sentí abrumado.
El gigante pelirrojo me entregó un balde y me empujó en dirección a otros como yo. Estaban sacando el agua que se empozaba en la cubierta y la devolvían al mar. Quise entablar conversación con los otros, pero nadie me miró. Todos siguieron abocados a la tarea encomendada. Escuché unos gritos a lo lejos que parecían estar dirigidos a mí y por las dudas no volví a descuidar mi labor.
La situación transcurrió invariable por un tiempo, hasta que de repente vi movimiento en la compuerta donde estuve encerrado. Sin dejar de baldear me volví para observar. Uno de mis pares me gruñó, advirtiéndome que no desatendiera mi trabajo. Los mismos dos hombres que me subieron a mí y al otro muchacho trajeron a alguien más: era la mujer que habían golpeado. La arrojaron al suelo y comenzaron a gritarle. Ella apenas respiraba. Trató de incorporarse sin éxito, ya que carecía de fuerza para sostenerse, e irremediablemente volvió a caer. Los hombres intercambiaron palabras y se marcharon.
Al poco tiempo regresaron con un tercer hombre y le explicaron la situación. Este señaló a la mujer e hizo una seña hacía donde nos encontrábamos nosotros. Ellos la arrastraron hasta nuestra posición. El gigante de cabello rojizo nos separó a mí y a un muchacho y nos dio indicaciones. Frustrado ante nuestra incomprensión comenzó a hacer ademanes: señaló a la mujer y luego al mar. El muchacho y yo nos miramos. Mi mente sospechaba lo que nos estaban pidiendo, pero mi corazón no podía soportar siquiera pensarlo.
El joven tomó a la mujer de las piernas; ella ni se inmutó, el último esfuerzo realizado la había dejado fuera de combate. Los hombres me empujaron y me señalaron con la cabeza el otro extremo de la mujer. Yo arrojé mi balde al suelo oponiéndome a su petición.
Al ver que me observaban extrañados, comencé a mover rápidamente la cabeza de izquierda a derecha. El hombre de cabello rojizo lanzó un rugido impetuoso sobre mí provocando que cayera hacía atrás. Les dijo algo a sus compañeros, agitó sus brazos y en un acto absolutamente impulsivo tomó a la mujer y la arrojó al mar.
Quedé paralizado. ¿De qué infierno habían salido estos estos monstruos?
Una enorme ola azotó al barco y me sacó de mi estupor. Cuando volví la mirada hacía el frente, un balde me golpeó en el medio de la cabeza. Caí al mar.
Todo se volvió oscuro.
Autor: Bruno Pozzolo
IG @bpozzolo
La imagen no sabemos de quien es pero la sacamos de acá
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