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Madonna y Dalai Lama

Paula pasa a buscarme diez minutos tarde. Como tantas veces, no le digo nada, pero me quedo en silencio como forma de reproche. Ella mientras tanto, maneja rápido y sin respetar las señales de tránsito, con el único afán de llegar en hora y decirme “viste, te dije que no había de qué preocuparse”. Para castigarla, saco a Madonna, pongo la música hindú que me mandó mi prima y veo como se le desfigura la cara del aburrimiento.


Si este fuera un lugar elegido por Paula, seguro que llegaría antes y no correría riesgos, pero como es un lugar que elegí yo y ella detesta, le gusta jugar al límite. Hace meses que la estoy molestando para venir, porque era mi meta del año (esas que nunca cumplo) y ya estamos en noviembre. Podría haber venido sola, pero aparte de que me daría vergüenza, ni loca me tomo el ómnibus, el subte y el tren para venir hasta esta parte de la Provincia.


Mi amiga tiene razón y finalmente no solo llegamos en hora, sino que podemos aprovecharnos de la impuntualidad del resto de la gente para elegir las mejores colchonetas, con el objetivo de pasar desapercibidas en caso de ser necesario. Los primeros minutos, las dos pasamos sin hablar y concentrándonos en cada detalle: velas, olores, cuadros de ascetas hindúes que sonríen como si supieran nuestros secretos y un murmullo que me transmite ansiedad y calma a la vez.


Cuando la sesión comienza, un hombre vestido de blanco que no para de sonreír, nos mira a cada una (hay dos varones, pero en general somos todas mujeres) arrastrando la mirada como si fuera un aspersor de jardín. Luego comienza a hablar con una voz grave que seguramente le permite seducir mujeres en un boliche, clientes en un negocio o convencernos a nosotras de una religión más o menos disimulada como esta.


Cuando todo comienza, me dejo llevar por las palabras que son como barcos que navegan por el aire, por los ejercicios de respiración, por las frases de sabios hindúes que nunca imaginaron un mundo como el nuestro, rodeado de Boca, River y peronismo, y lentamente soy capaz de ver una luz trascendental y dulce a la vez, que me remite a sueños de verano, películas de Disney y las mejores sonrisas de la gente que quise en mi vida.


A medida que el tiempo pasa, mis sentidos se agudizan y soy capaz de disfrutar los olores de incienso mezclados con perfume de mujer de los más diversos. Luego me río de la torpeza de mi cuerpo haciendo posiciones de yoga que nunca me salieron bien y por último accedo esa dosis justa de espiritualidad, el máximo soportado por el ateísmo hereditario de mi familia, anarquistas descreídos de todo lo que no sea material.


A continuación, es hora de movernos por el salón para hacer reflexiones grupales y contarnos nuestros secretos. Me toca charlar con una veterana divina, una chiquilina que solo sonríe y que parece que fumó porro, y una mujer de mi edad que me hace imaginar cómo sería mi vida con hijos, y a ella la suya si no los hubiese tenido.


Más de una vez escucho la sonrisa burlona de Paula desde la otra punta del salón, pero no le doy corte. Todo lo que decimos en el grupo parece más profundo que de costumbre, y llega un momento en que todos los presentes me parecen amigos de toda la vida, algunas personas lloran y se abrazan, y yo no quiero ni mirar a Paula por miedo a que me haga alguna morisqueta para tentarme de la risa.


Cuando todo termina, el hombre de voz grave y remera blanca nos pregunta cómo hemos pasado y si nos vamos distintos de cómo vinimos. Mientras pienso que todo esto ha valido la pena y me pregunto si voy a tener la valentía para hablar, escucho la voz de mi amiga desde la otra punta del salón que nos “pincha el globo” a todos.


“Yo creo que sos un chanta y que esto no sirve para nada” dice Paula con voz fuerte. “Deberíamos estar allá afuera, tratando de ayudar a la gente que lo necesita, y no acá dentro cuidando nuestro ego como si fuera un bonsái. ¿No ven que no estamos cambiando nada?“ dice Paula mirando al tipo a los ojos desafiante y sonando como una revolucionaria de quince años.


Un nuevo murmullo entra al local, como si la contaminación del mundo exterior haya ingresado de forma irreversible a nuestro recinto sagrado. Yo respiro varias veces deseando volver a mi estado anterior de paz y gracia, pero sé que es imposible.


“Paula, cállate la boca.” le digo enojada sorprendiéndome de mi misma. “Dejá que la gente haga lo que quiera, para mí fue algo especial y eso es lo que importa” digo tratando de resistirme a la mirada dulce del hombre de remera blanca que me sonríe y me hace ruborizar.


De inmediato el salón se divide entre los que apoyan a Paula y los que me apoyan a mí. Los que apoyan a mi amiga son minoría, pero son los que gritan y gesticulan más. El hombre de blanco nos mira a todas sonriendo, y su sonrisa de aspersor se saltea a los hombres que están en el fondo sin querer emitir opinión de todo esto.


La veterana divina está en mi bando, la mujer que sería yo si hubiese tenido hijos, a favor de Paula, y la pendeja fumada no parece tomar partido aún. En unos minutos se arman varias discusiones en paralelo, algunos, no sé cómo, han empezado a hablar de política y otros han nombrado varias veces a la iglesia católica. Paula parece formar parte de todos los grupos de discusión a la vez, y por momentos disfruta del lío que ha armado con una sonrisa monástica similar a la del hombre de blanco.


Cuando ya no sé cómo va a terminar todo esto, uno de los hombres callados del fondo se levanta de golpe y nos anuncia que se tiene que ir porque a las diez juega Boca. El otro, que está en la otra punta, se levanta con el objetivo de escapar de la situación y la discusión se extingue lentamente.


Cuando el silencio vuelve a reinar, el hombre de remera blanca nos mira a todas como si acabara de darnos una lección y quisiera darnos un suvenir, principalmente a Paula y a mí, y dice unas palabras que nadie se preocupa en escuchar, pero que todas, sin excepción, disfrutamos como si se tratara de un espectáculo en que el principal protagonista es su sonrisa flotante.


Estoy enojada con mi amiga que me sonríe del otro lado de la habitación, pero al menos la experiencia ha valido la pena. Me prometo a mí misma volver, pero en el mismo instante pienso como voy a hacer para llegar desde mi casa hasta acá, me da vértigo pensar en las combinaciones de ómnibus, subte y tren o el precio exorbitante de un taxi, imposible.


Cuando todos nos despedimos, Paula me espera en la puerta con una sonrisa sarcástica que ya le conozco, está contenta de “pincharme el globo”, como ocurre cada vez que intento algo nuevo desde que somos chicas. Pero tengo decidido que esta vez no se la voy a dejar pasar.


Antes de salir, el hombre de camisa blanca se me acerca con una sonrisa y me transforma en la adolescente que todos llevamos dentro (nuestro niño interior madura rápido). “Veo que te gustó la clase. Te esperamos todos los lunes y miércoles” me dice regalándome una versión personalizada de su sonrisa. En el acto pienso en cómo llegar a este lugar recóndito que me obliga a salir de mi zona de confort. Un tipo divino y un viaje espiritual, que cuesta un ómnibus, un subte y un tren. No estoy segura si vale la pena.


Antes de abandonar la sala, escucho que el tipo dice en voz alta “Yo si quieren, puedo llevar a alguno a su casa”. Una sonrisa se dibuja en mi rostro y a continuación escucho el ansiado “Vos, Lorena, ¿para dónde vas?” que abre un mundo de infinitas posibilidades. Hace tiempo que no me subo a un auto que no sea el de Paula, y me imagino viniendo todos los lunes y miércoles con su voz grave y su sonrisa sutil, en un viaje que cambiaría mi vida para siempre.


“Yo voy para zona norte” agrega luego, sepultando mi sueño bajo toneladas de escombros, porque yo vivo en la zona diametralmente opuesta. De inmediato mi otra “yo”, la que tiene dos hijos, grita desesperada que va para ese lado y se pone a charlar con el hombre como si no hubiese existido la “escena” de unos minutos atrás y esta fuera la oportunidad de su vida. Quizás lo sea.


Me voy resignada con Paula, en un silencio más profundo al del viaje de ida. Sin embargo, mi amiga siempre logra captar mi atención y al final de todo, hacerme hablar.


— No ganó ninguna de las dos... ¿verdad? — me dice poniendo la música hindú que traje especialmente para este viaje, en clara señal de acercamiento.

—No era una competencia.

—Creo que vos convenciste a más gente...Conozco al tipo, al de la remera blanca. Era amigo de una amiga, un boludo, pero un buen tipo. Creo que me lo intenté levantar una vez, pero no me dio bola. ¿Vas a venir la próxima?

—Me gustó mucho, pero no creo que me dé para tomarme un ómnibus, un subte y un tren para venir hasta acá.

—No es tan lejos...por un buen tipo y la paz espiritual que precisas...vale la pena ¿no? Que diría el Dalai Lama...

—Ida y vuelta Paula — le digo hablándole con el sarcasmo que nos encanta.

—Tenes razón…—me dice con una carcajada.—Si querés, hasta fin de año te puedo traer.

—No pasa nada, no tengo nada que hacer, debo tener una amiga o un amigo por acá cerca y cuando la clase termine, te vuelvo a buscar. Para eso son las amigas. ¿Verdad? Por lo menos que una de las dos, alcance la paz espiritual —me dice entre risas.


En el acto saco la música hindú y pongo a Madonna a todo volumen. Paula pega un grito desacatado y se pone a cantar “Like a virgin” como si fuéramos adolescentes. Yo me sonrío satisfecha y la disfruto más que nunca, pensando que esta es la mezcla perfecta que estaba necesitando para lograr mi modesta iluminación espiritual a la altura del siglo veintiuno intersección Provincia de Buenos Aires.


 

Autor: Daniel Castelo


Disfrutar de la infancia de mis hijos mientras escribo y conjugo mil verbos más, define una de las etapas más lindas de mi vida. Soy fanático de las palabras y también de los silencios. Escribo para compartir, para sanar, para divertirme y para celebrar la vida, con el instinto paciente de una araña que teje su tela buscando atrapar ese “algo”, quizás la esencia de las cosas, la magia escondida detrás de la cotidianeidad.

Me apasiona la literatura desde la adolescencia. He participado en distintos talleres y editado dos libros

cooperativos “Historias de laberintos” (Abrapalabra - Año 2011) y “Reflejos” (Abrapalabra - Año 2014).

En los últimos años he sido seleccionado para participar en distintas publicaciones y obtenido algunos

premios literarios locales e internacionales que son excusas para publicar.


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