Los reptiles infieles
Los reptiles infieles
suben y caen de las camas,
de los colchones en el piso,
de cualquier lugar
que la naturaleza
de su salvajismo
les permita arrastrar las heridas
o reabrir las cicatrices.
Entonces, cual cuentito infantil,
la sirvienta abandona
al príncipe que la rescató
y algunas noches a la semana
regresa al resumidero
del que fue parte,
sólo para experimentar
lo que no olvidó
ni cambió.
Tramposa en las metáforas,
la tristeza
nos cruza con los ojos
que supieron encantarnos
durante madrugadas completas.
Ahí, la mirada dice presente
y el cuerpo se anula
hasta que los pasos
de los reptiles infieles
se acercan despacio,
sigilosos,
con las ropas desgarradas,
las pieles suaves,
pero lastimadas,
las posiciones horizontales y únicas,
las lenguas trenzadas a duelo
como si fueran la enredadera
de un jardín edénico
e impenetrable.
La lucha es torpe, muy torpe.
Las palabras se traban
o salen disparadas
hacia el punto frágil del otro.
En la trinchera que inventan
el barro de la vida moldea
pérdida sobre pérdida.
Entre los jadeos se escuchan
confesiones
que parecían enterradas.
Un mudo y tímido silencio
agita en un rincón
el orgasmo de los reptiles infieles
que suben y caen de las camas,
de los colchones en el piso,
pero curiosamente ahora
sí saben
que no se apoyan
en cualquier lugar.
Todo brilla, incluso sus escamas.
Respiran a través del cigarrillo
que pasa de
pitada a pitada,
de boca a boca.
Alrededor hay humo,
pollera, pantalón, bóxer
y la bombachita negra, sexy,
elegida para el momento,
para ese precioso momento
que en el apuro por reconocerse
todavía cuelga del fino tobillo.
Los reptiles infieles se ríen,
pero no saben de qué.
Afuera, como es habitual,
pasan cosas;
las mismas cosas de siempre:
el mundo se amenaza, se insulta,
se ataca para sentirse a gusto
y protegido.
La caja boba
en ese primer round de amor
resplandece y cuenta lo genio
que fue Kurt Cobain y claro
se saltea la obra artística
y resalta su famoso escopetazo.
Los reptiles infieles miran
como si les interesara algo
de lo que dice el presentador,
pero en verdad no se interesan
más que por ellos mismos,
tantos años después
venir a encontrarse,
venir a suplicarse
que alguien los toque
de una manera distinta,
diferente al bodrio bíblico
del amor para toda la vida,
de la salud y la enfermedad
para toda la vida,
de… ¡A la mierda con la vida!
Ni más ni menos.
Los reptiles infieles se besan
creyendo que son la dosis justa,
y se amoldan igual que
el fuego a la madera.
Sin dejar pasar otro minuto,
el reptil macho se acelera y contagia:
bronca,
deseo,
placer
sobre la reptil hembra.
Y el juego empieza,
nuevamente empieza;
pero esta vez son suaves, casi seguros.
Se gustan, se reconocen, se confiesan.
Todo está bien; muy bien.
Incluso la 22 corta, cromada,
que descansa encima
de la caja con empanadas.
Sí, la vuelta tuvo ese condimento:
los reptiles infieles se encontraron,
reptaron hasta una esquina en penumbras,
se escondieron y, cuando
la oportunidad se presentó,
le dieron caza al pibe-presa del delivery
y se llevaron la caja con empanadas
que aún no probaron, porque
sus instintos estaban apurados,
ansiosos, acelerados por la excitación
y la primera impresión
después de tanto.
Afuera,
además de las mismas cosas de siempre,
llueve.
El agua entra y moja lo que puede.
Los reptiles infieles se empapan.
Las risas son de alegría, de felicidad;
las risas son de ese tipo de risas
que te hacen llorar despacito,
lágrima a lágrima,
mientras te servís un trago y mirás
lo que viviste, el pasado que ya no está
y que ni siquiera tiene
la intención de volver.
Los reptiles infieles se separan
y entienden que no hay alternativa.
Las gotas golpean el filo de la ventana,
se parten
y salpican.
La caja boba
en ese segundo round de amor
resplandece y cuenta que Carlos Monzón
es, fue y será
un femicida,
además de
campeón histórico.
Los reptiles infieles se visten
y sus escamas brillan, como pulidas
en la madrugada por algún cuidador
o fanático acérrimo de los que se arrastran
y suben y caen de las camas,
de los colchones en el piso
y de aquel lugar
que ya no es cualquiera
para los que sienten que el tiempo pasa
dejándolos anclados,
siempre en desventaja.
Este poema es un adelanto del libro Donde se suicidan las moscas que saldrá en julio de este año por Ediciones Frenéticxs Danzantes
Autor: Amir Abdala
Yo, Amir Abdala, nací en Rojas, Prov. de Buenos Aires, en el año 1990. Escritor autodidacta, publiqué dos libros de poesía: “Hay un poema dormido, hay un poeta despierto” y “Lo único que pasa es lo que no se recupera” (ambas obras bajo el sello editorial “Imaginante”). Asimismo, cuento con una novela titulada: “El vértigo de la felicidad” (Nidos de Vacas Ediciones). Al mismo tiempo, muchos de mis trabajos fueron premiados y publicados en revistas, concusos y antologías nacionales e internacionales, tanto en formato digital como en papel.
IG @_amirabdala
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