top of page

Sintió ganas de morirse. Al abrir la puerta había esperado ver la cara curtida del vendedor de pescado, que le había prometido unas libras de camarón, o la de cualquier persona, menos ésas.


-¡Jorge, compadre! ¡Cuánto tiempo!


Resultaba demasiado cruel que el reencuentro fuera justamente así, en su casa, cayéndole la bomba de frente en el pecho.


En quince años se le había repetido más de cien veces el mismo sueño: él con una espina adentro no localizable que le molestaba pero le permitía vivir; ellos llegaban de lo más sonrientes y la espina crecía, se hinchaba, hasta reventársele una víscera. Al final soltaba un vómito de sangre.


De ese sueño se salía siempre sofocado, implorando no volverlos a ver.


-¡Abel y Nicio! ¡Qué sorpresa!


Los recién llegados lo notaron consternado.


-¿No nos invitas a pasar?


Los hizo sentarse en el sofá. Él ocupó el sillón de enfrente, quedando separados por una mesita de cristal. Dio inicio a la conversación con la primera pregunta que se le ocurrió, maldiciéndose por no haber encontrado en todo ese tiempo las palabras que lo pudieran liberar más rápido.


-¿Cuándo piensan irse?

-¡Vaya, Jorge! ¡Qué pregunta! ¡No acabamos de llegar y ya nos estás mandando de vuelta! ¡Pues tendrás que aguantarnos un mes entero!


Para acompañar el buen humor de ellos forzó una sonrisa que le salió auténtica. De la cocina se escapaba un olor estimulante. Surgió entonces el tema de las comidas orientales, que terminó en una disertación sobre el café. Jorge entendió la indirecta.


-Esto es de la misma Sierra Maestra – apuntó Nicio, paladeando sorbo a sorbo su taza de café.


Jorge bebió rápido la suya, como si a la misma velocidad absorbiera el tiempo que quedaba de visita. Debían faltar minutos, segundos, para tenerlos fuera de allí. Abel metió la mano en un bolsillo.


-Nada mejor que un cigarro después de un café.


Jorge asintió con la cabeza y disolvió su desesperación en un artificial gesto de complicidad. Abel soltaba el humo en círculos, despacio, como si fabricara pompas de jabón. Nicio preguntaba por la gente: los que se habían quedado, los que se habían ido, los muertos. Él respondía mecánicamente. Agradecía las preguntas cerradas, se aferraba al monosílabo y ansiaba vehementemente se callara, que se le paralizara la lengua y tuvieran que salir corriendo para el hospital; así se desharía de ellos. Pero esa era una salida utópica; el fin sólo llegaría cuando Abel parara de fumar. Por eso miraba el pitillo con disimulo, a veces en su boca, otras en sus dedos, detenido, y pensaba en el tiempo con profundidad. Contaba cada segundo como si su cabeza fuera un reloj de pared, y su cerebro estuviera imitando las manecillas, dando la vuelta en redondo a medida que el cigarro se iba consumiendo.


Poco a poco el maratón verbal de Nicio se le fue confundiendo con los pregones de pescado que cesaron justo con el timbre de la puerta. Se apresuró a abrir. El vendedor inspeccionó el terreno. Miró indiscretamente a los hombres e hizo un ademán de desconfianza. Jorge le aseguró que no habría problemas. El hombre sacó un nylon transparente lleno del producto hasta el tope, tomó su dinero y se largó sin ceremonias.


-¡Mira eso, Nicio! ¡Camarones! Pensé que iba a morirme sin volverlos a ver. – Abel enfocó a su anfitrión con una contentura mal disimulada - ¡Óyeme, Jorge, yo creo que tú sabías que hoy te íbamos a caer por acá!


Jorge sintió que se le explotaba algo adentro. Fue hasta la cocina con ganas de romper a piñazos las paredes, de saltar encima del paquete y estriparlos todos, de saltarles encima a ellos mismos.


A su regreso los sorprendió conspirando. Nicio sacaba dinero de la billetera. Abel dio la noticia:

- Vamos a comprar una botella. El crudo hay que bajarlo con ron.


Jorge soltó una lista de impedimentos. Abel se paró, decidido, “tú no te preocupes, que eso va por nosotros” y salió sin esperar a que se convenciera. Regresó al rato con una Guayabita del Pinar. Había música puesta a un volumen moderado. En la mesita de cristal había tres vasos y una bandeja llena de camarones preparados con mayonesa y salsa de tomate.


Jorge fingía serenidad. Apenas probaba el ron. El tiempo se le había dilatado en el cerebro como un charco de aceite inmedible que le procuraba un fuerte dolor de cabeza. Los otros, en cambio, se sentían a gusto y levantaban la voz por encima de la de Julio Iglesias.


-Bueno, compadre, ¿y tu mujer dónde está? ¿Por qué no le dices que venga a compartir con nosotros para conocerla y de paso agradecerle las atenciones?


Se lo había esperado, pero no pudo evitar el latigazo en su estómago. Ellos sabían demasiado de su otro yo, el que había dejado atrás, y no eran de los hombres más discretos. Por eso la quería ausente, en otra galaxia de ser posible, bien lejos de las manchas que no había podido borrar a fuerza de arrepentimiento. Le había dicho que no se apareciera por la sala, que iba a cerrar un negocio.


-Será otro día. A ella no le gustan estos ambientes de alcohol. Pero no se preocupen, le haré llegar sus agradecimientos.

-Debe ser un cañón, ¡porque como tú eras!...


En el semblante de Abel se adivinaba una verdadera admiración:


-Yo no sé como este tipo se las arreglaba, pero siempre se llevaba lo mejor.

-¡Y era fiinoo! Si la chiquita no era bien blanca, bonita y con cuerpo de sirena no la sacaba ni a bailar. Recuerdo la vez que casi me deja de hablar por empatarme con Keila, porque era jabá y tenía las nalgas en la espalda. Lo más lindo fue que yo me molesté, y nada, al final quedan los amigos. Después de todo, tú tenías razón, a mí no me lucía andar con una mujer así… ¡Parecía una cómoda!


El otro soltó la carcajada y añadió:


-Sí que me acuerdo. ¡Y lo embulladito que tú estabas! Hasta hablabas de matrimonio. ¿Te imaginas cómo te estuvieras arrepintiendo ahora? Mi hijo tiene diez años y yo no me canso de aconsejarle que se busque novias bonitas y limpias, y que cuando se case sea con una mujer de vergüenza, de exportación, para que después no venga el ayayay, porque cuando la mujer se casa en seguida empieza a engordar y a ponerse ridícula. Y hablando entre hombres, a uno se le va la ilusión, se le quitan hasta las ganas de… ¿Qué puede esperar entonces el que se casa con un esperpento?


Jorge comenzó a tomar para suplir su falta de participación. No podía creer que se hubieran quedado atascados en aquella etapa. Los dejaba hablar, y alternaba la atención a uno y otro, siguiendo de reojo el descenso del líquido. Abel bebía demasiado rápido. Nicio limpió su imagen:


-Lo bueno es que aprendí la lección. Ahora estoy bien casado con un tronco de trigueña. Tiene veintidós años y lo mejor del caso es que la cogí sin usar. Ustedes saben que para toparse hoy con ese fenómeno no es fácil.


- Ya no hay ni que casarse para probar el bacalao. Todo es un relajo. Antes, para tener una novia, casi había que hablar primero con los padres y los besitos eran del cuello para arriba. Para quitarse uno la picazón tenía que coger un animal o hacerse una paja. Menos mal que yo viví esos tiempos y pude casarme con Coralia – adoptó un tono altivo- ¡A ésa, en la noche de bodas, tuve que darle con un cincel!

Jorge bebió un trago grande que le cayó como una bola de fuego en el estómago. Tenía una buena mujer, la mejor del mundo, pero no quería ensuciarla en ese tipo de conversación, así que prefirió seguir oyendo.


-Es verdad que para la casa, la buena; pero no se puede negar que para lo otro cualquiera sirve.

La frase inauguró toda una emulación sobre las conquistas extramatrimoniales. Jorge llenó el vaso hasta la mitad de ron y lo bebió de un trago. Los ojos se le iban reduciendo; comenzaban a enrojecerse.

-¿Y tú qué has hecho? ¡Nosotros hablando como papagayos y tú como pescao en nevera!


Jorge se puso en guardia:


-Habla bajito, compadre, que te va a oír mi mujer y me vas a buscar un problema…


Nunca había sido infiel a su esposa, pero no podía decirles. Ellos no le creerían, se echarían a reír o se empeñarían en hacerlo regresar a los viejos tiempos. Habló en un tono muy bajo, confidencial:


-He sacado el pie algunas veces, pero no mucho. Es que el trabajo no me deja tiempo.


Nicio no pudo contener su asombro:


-¡¿Cómo que no mucho?! ¡Si de nosotros tres el más picaflor eras tú!


Abel lució una sonrisa maliciosa.


-¿Saben en qué estoy pensando ahora?


Los otros mostraron incógnita.


-En lo que le hicimos a Moraysi, la de los edificios.

-No vayan a hablar de eso aquí, se los pido de favor…


Nicio celebró el recuerdo. La chispa en sus ojos delataba la euforia de un viaje repentino hacia la juventud:


-¡Sí que estábamos locos!


Él insistió; ensayó la súplica.


-Cambien de tema, compadre. Me van a meter en un lío. Mi mujer no sabe nada de eso y es celosa…

Los ruegos no tenían éxito. El alcohol y las ansias de rememorar una aventura compartida los motivaba, impulsándolos al detalle.


-Menos mal que por esa época mi tío estaba de misión en África y yo tenía la llave de la casa, si no hubiéramos tenido que meternos en un matojo.


Nicio miró fijamente a Jorge, buscando complicidad:


-Óyeme, yo pensé que no iban a llegar. Yo dije: “Ahora es capaz que la muchachita se cuadre y no quiera”. Casi nos ahogamos de calor debajo de la cama, y lo peor era que no podíamos salir, porque si ustedes llegaban de momento nos cogían afuera y el plan se echaba a perder.

-Ahora, la socia tenía que estar loca. Se dejó vendar los ojos con la pañoleta aquella del águila, y hasta estuvo de acuerdo en no apagar la lámpara. ¡Mira que dejar la luz encendida con ese porte y aspecto!


Nicio soltó una risotada irritante.


- ¡Y había que ver la cuerpa que tenía! Me fijé bien a ver si tenía nalgas, pero nada. ¡Era una prolongación de la espalda! ¡Unas tetas que con diecisiete años parecía una vaca!

-¡Nochecita aquella! La estuvimos jodiendo hasta las tres de la mañana. ¡Manera de gritar la guaricandilla! ¡Y de soltar sangre! Al otro día tuve que lavar la sábana… pero bueno, a un gustazo un trancazo.


Jorge empinó el vaso lleno. Ellos continuaron.


-¿Se imaginan la cara que habría puesto si se hubiera corrido la pañoleta? Se habría muerto de la vergüenza. Yo creo que se habría suicidado.


Nicio reconstruyó imágenes y la buscó en la situación hipotética:


-Los ojos de sapo que tenía se le habrían acabado de salir; habría llorado sangre la pobre.


Jorge se detuvo a pensar en la metáfora. La imaginó con dos líneas sanguinolentas debajo de los ojos, y todo por su culpa. Abel alargó el tema, afectando la voz, que le salía con dificultad entre la carcajada:


- ¡Hay, papi, te amo, te amo, te amo! ¡Prométeme que nunca me vas a dejar! ¡Qué estúpida! ¡Manera de yo reírme después! Y estaba tan pasada de polvo que ni notó que se la estaban comiendo más de uno; por delante, por detrás, hasta por las orejas la partimos.


Jorge sintió una calentura en la cabeza. Perdió el control. Se levantó frenético y estrelló el vaso en el piso:


-¡Que te calles, cojone! ¡Que te calles!


Abel se paró de prisa, amenazante.


-¿Y a ti qué coño te pasa? ¡La Moraysi esa era una puta que nos templamos los tres! ¡Eso no le importa a tu mujer! ¡Después de viejo te has vuelto flojo!


La mujer de Jorge ya estaba en la sala. Al oír el estruendo había salido corriendo de la cocina y había alcanzado a escuchar las palabras de Abel. Jorge clavó la mirada en los restos del vaso, huyéndole a la explicación que le exigía, consciente de que no la encontraría y que de existir, no evitaría el derrumbe. Ellos por fin la vieron. No hubo disculpas ni presentaciones, sólo un suspenso. Ella miraba a su marido fijamente, descompuesta, con los ojos agrandados. En ellos se veía un océano de dudas, el colapso de un amor idealizado, la expresión corpórea del desgarramiento. Por la mejilla le corría una gota salada que develaba la lluvia interna y que a ellos les pareció roja, sanguínea, tal como lo habían imaginado.


 

El cuento “La visita” forma parte del libro Somos hombres, publicado en el 2011 por la

Editorial Bayamo, en Cuba.


Autora: Clara Maylín Castillo

Nació el 25 de diciembre de 1985 en Manzanillo, Granma, Cuba. Se graduó de Licenciada en Letras por la Universidad de Oriente. A partir del 2008 y hasta el 2015 se desempeñó como periodista en Radio Portada de la Libertad y Radio Bayamo. Es dramaturga y narradora. Ha obtenido reconocimientos como el Premio Internacional de Textos Teatrales “Ricardo López Aranda” 2015 (España) y el Segundo Premio Internacional de Cuento “Casa de Teatro” 2016 (República Dominicana). En los Premios Otoño Villa de Chiva 2020 (Valencia) obtuvo mención especial. Tiene publicado los libros Somos hombres (Ediciones Bayamo. Cuento) y Sacrificio (España, Editorial ADE. Teatro). Aparece en el libro Premios Lorca (España), así como en las antologías Como raíles de punta (Sed de Belleza), Sombras nada más (Ediciones Unión) y René y otros cuentos (República Dominicana).

Imagen de Catherine Stephani Echeverría Azocar


Nacida en la ciudad de Temuco, Chile en 1998. Artista, creadora de obras pictóricas y audiovisuales.

Estudio la carrera de Licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Católica de Temuco, Chile.

Actualmente reside en la misma ciudad y ha desempeñado divrsos talleres de educación artística y exposiciones colectivas en diversas zonas de la Araucanía, Chile. El cuerpo, la mirada, la violencia y el sentir. Son los temas de desarrollo de sus obras como foco de reflexión y debate en torno a los mismos.


Instagram: catherine.ea_art



bottom of page