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La reina de Victoria (Un cuento de fútbol)


Domingo. Diez y media de la mañana. En la parada del doscientos tres, que en un rato lo va a dejar en la estación Bancalari, Miguel busca una excusa dócil para terminar con Lucía. Pasea su mirada inquieta sobre un anuncio de celulares y piensa que no hay forma de hacerlo sin quedar como un cretino. El amor incondicional por el Matador de Victoria y el tiempo que les faltó para sentar la costumbre de ir a verlo, les habían alcanzado para enamorarse. Pero ahora va a dejarla, porque ¿qué dirían en el barrio si se enteraran de que está de novio con una chica trans? Inaceptable.


Enfrente de la parada, en un potrero agobiado de sol y de guarangos, rojos y azules buscan un lugar en la final del cuadrangular. Después de asomarse por cuarta o quinta vez para ver si viene el colectivo, Miguel enciende un cigarrillo marcando el compás de la espera; lo pita despacio, midiendo lo que va a decir; no vaya a ser que ella piense que está arrugando.


—Hay cosas que no se pierden, Lucía —suelta con la última bocanada de humo—, cosas de las que uno no se puede desprender así nomás. Qué sé yo. No sé cómo explicarte; pero tenés que entenderme. Yo no puedo…


“Hay cosas que no se pierden”, repite Lucía en voz baja, y la frase queda dando vueltas en el aire, diluyéndose en un balbuceo insustancial. ¿Pero qué cosas no se pierden? ¿Los gustos, los gestos, la forma de caminar, la modulación áspera de la voz? Ella es toda una mujer ahora, y dejó atrás un universo de prejuicios y discriminaciones. Pero no, “hay cosas que no se pierden”, cree Miguel, y en su declaración hay menos timidez que cobardía.


Sobreviene un silencio incómodo; solo llegan desde el potrero las protestas por un gol mal anulado. En las dos márgenes se respira un clima tenso, como de clásico de Río de la Plata. Para romper esa mudez, Lucía confiesa que ella también solía participar de los cuadrangulares de los domingos cuando era chica. Recuerda, con nostalgia, la final de un partido chivo bajo la lluvia y unos botines embarrados hasta las medias. Para seguir el curso de los recuerdos, agrega los vaivenes de una zurda prodigiosa y templada:


—Gambeteaba bien, y me decían que tenía una pegada exquisita.


Los dos vuelven sus miradas algo risueñas hacia el potrero. En ese momento, el siete de los rojos persigue una pelota larga mientras el nueve pica solo hacia el punto del penal, esperando el centro. Pero el tres de los azules cierra justo yendo al piso y la termina sacando al lateral. La pelota va hacia Lucía y queda mansita entre sus pies. Entonces se descalza, la pisa con la derecha, la levanta con la zurda y le pega de tres dedos, poniendo la pelota en el pecho del nueve, que la recibe atónito en el área. Después lo mira a Miguel, y con esa dignidad que desconocen los campeones, sentencia:


—Tenés razón, hay cosas que no se pierden.


 

Autor: Daniel Alberto Coletta



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