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La esposa de nadie

Inspirado en la canción “Famous Blue Raincoat” de Leonard Cohen

Son las cuatro y diecisiete de la mañana. El Hombre termina de escribir su carta y mira hacia la ventana. Está agotado, le duele ambas sienes y siente rígido tanto el cuello como la espalda. Frente a él tiene media botella de coñac.

Su mirada fija en la calle, tal vez hasta más allá: donde la nieve cae pausadamente y los copos bailan con una música algunas veces soul, algunas veces blues. Y esto es lo que le hace ponerse de pie y, con mucho esfuerzo, un esfuerzo sobrehumano por el cansancio, quitar el postigo…y abrirla.

Muy lentamente.

Sí, allá abajo en la calle Clinton aún hay gente trasnochando. Se escuchan risas ebrias ahogadas en una interminable celebración.

Una mujer grita: “¡Quita tus manos de ahí!”

Para después reír.

Bajo el toldo de un viejo café francés, de nombre nada trascendente, un hombre de color, alto como ropero, con un abrigo negro y un sombrero marrón toca unas notas altas. Es el hombre del sax y su estuche está en el suelo; atestado de billetes y monedas.

Junto a él tiene una pequeña botella de licor.

Y los copos de nieve caen. Y danzan (para que esto siga rimando) …

hacia el final del amor.


Es la última madrugada de diciembre, ¿o la primera del año?

El Hombre piensa qué estúpido sería si alguien narrara esto con unos versos o una rima tan escueta. Mientras: allá afuera, se escucha como alguien orina…

en la banqueta.

De un largo y sólido trago termina su vaso de coñac. Que, curiosamente le sabe a ajenjo. Y ebrio, que esa era su intención, queda fulminado en su mesa de trabajo.

Entonces ve que ella abre la puerta y entra. Iluminada con un halo de ensoñación. Como si fuera la virgen María. O Fátima.

Se acerca y él nota que en su mano lleva un mechón…

Un momento.

¡Un puto momento!

Quedamos en qué íbamos a dejar este lenguaje tan “poético”, sí, así con comillas porque se oye y se lee tan ¡puñeteramente y jodidamente falso!

Pero es cierto: Jane llegó y con ella llevaba un mechón. Obviamente es de él. El ladrón. El asesino. El reverendo hijo de puta que se dice su hermano.

Jane trae puesto un vestidito muy de verano. Parece la chica de la pradera. Un personaje de aquella serie de televisión: Los Pioneros.

Afuera, la temperatura está como para congelarte las ideas y la libido; que igual se soluciona con un largo trago de brandy y en ese momento, unas notas de “A Love Supreme”

Suenan como música de fondo al vaivén de la falda de Jane.

“Es imposible que ese hombre siga soplando a esas horas… debe ser la música en mi cabeza”.—Piensa El Hombre, para después continuar: “¡Con este frío de los mil infiernos!” (no hay ningún problema con las metáforas, ¿verdad?) y ella con ese vestidito. Me pregunto si no se le estará congelando la concha”.

Ya enfrente de él, sentada al otro extremo de la mesa (¿estaba esa silla ahí antes?), Jane le tiende el mechón.

--He oído que…

“Ssshh”. Jane lo calla.

--Todos conocemos la historia. Es mejor callar.—Contesta Jane.

Se levanta, sube una rodilla, estira el brazo y, de la corbata (porque El Hombre puede estar destrozado, hundido en la miseria; física y emocional …pero jamás perderá el estilo), lo jala hacia ella.

Sus labios se encuentran. Se muerden. Ella huela a rosas, él a ajenjo.

Ella sabe a sexo. Él a traición.

Mas no es el traidor sino el traicionado.

Todos conocemos la historia…

Jane lo tumba en la mesa y con sus pequeñas, suaves y delicadas manos, en un rápido movimiento, le baja la bragueta.

Y saca su verga.

Que no está dura aún del todo.

Sus manitas la abarcan por completo. Comienza a chuparla y comienza a pasar de la flacidez a la rigidez y es ahí, cuando El Hombre se transforma en dos: el flaco y gitano ladrón, y él mismo. El que fuera primero su hombre.

Todos conocemos la historia. Ya no es más su hombre.

Él jadea y jadea. Y forcejean. Y él piensa que aún puede hacer de Jane, o con Jane lo que quiera. Intenta poseerla. Penetrarla. Levanta su falda, porque la conoce tan bien. Jane nunca usa algo debajo. Pero ella es más fuerte, al menos en este momento y no se lo permite.

“Tú ya no eres mi hombre”.

--Pero… ¿y él?

--Él sigue estando conmigo y yo con él. Es mentira que soy la esposa de nadie.

En esa parte la historia se ha equivocado.

--Solo vine a traerte este mechón. Y sí, él te lo manda.

Feliz año nuevo Leo.

Leo. Leo. Leo.

Nunca le gustó que lo llamaran así. 1970 nunca había sido tan triste, y apenas comenzaba.


Jane se acerca y posa de nuevo sus labios sobre los de Leo (que deja de ser El Hombre).

Ahora es un beso dulce, tierno, cálido e inocente. Un beso de primer amor. Del que no conoce maldad, ni engaños, mucho menos bajas pasiones.

Y él, sin pensárselo dos veces, mete la mano por debajo de su falda e introduce dos dedos

(¡AHÍ ESTÁN LAS BAJAS PASIONES!) en su vagina. Húmeda y caliente, como si fuera el Aleph donde, contaba Borges, se concentran todas las cosas y seres existentes y momentos y universos y plantas e instantes y los minutos y segundos, horas, semanas, meses, años y la vida y no vida también.

Y no es que un Aleph sea precisamente húmedo y caliente…pero esa sensación tuvo de golpe cuando giró esos dos dedos. De izquierda a derecha; como si fuera una combinación secreta: y Jane estalla como un Big Bang, y se deja ir como las Cataratas del Niágara. Y

Leo siente una electricidad que le corre desde la muñeca hasta la cabeza; bajando por la columna y luego vuelve a subir hasta el cerebelo y algo ahí (no pregunten qué), le hace “click”.

Y una lluvia de imágenes inunda su campo de visión:

Y ve las calles cubiertas de nieve de una ciudad muy vieja, en blanco y negro, y la gente viste abrigos del pasado y coches de otra época avanzando con gran dificultad; y cae en la cuenta que es su natal Montreal, y todo es como una antigua película muda pero que está a punto de dejar de serlo; es Westmount, un lugar que nadie conoce ni puede encontrar en el mundo, pero es su Westmount, lo reconoce aunque ya han pasado muchos años, y de pronto mira a Marsha, ¡su madre! Marsha tan joven y tan bella que lleva puesto un abrigo sepia y lenta muy lentamente va coloreándose y se transforma en azul. Sus guantes son rojos y ahora toda la película pasa del blanco y negro al color. Y en ella observa a un hombre alto con una larga barba grisácea y reconoce en él a su abuelo, el respetado rabino Solomon, y también ve a su padre Nathan caminando por la calle Kline y entrando en una cafetería, al lado de una librería especializada en libros de leyes y medicina; y Nathan toma asiento en una mesa de la esquina y Marsha entra después y lo alcanza. Siempre detrás de él. Y ambos piden té y Marsha lo acompaña con una rebana de pay de manzana, y nota que Nathan está hablando y hablando, y la mira fijamente a los ojos y sin quitarle los ojos de encima, estira el brazo y toma su mano, que sorprendida ha dejado caer el tenedor y sus labios se mueven y forman la oración: “¿te casarías conmigo?” Y ella recupera la compostura, y abre mucho la boca y exclama un “¡Sí, acepto!”

Y se besan. Y su abuelo dice al principio “¡No!” Pero luego da su brazo a torcer: “Está bien, está bien”. Es judía, es una de nosotros, ha de pensar. Y ve la boda de sus padres; con muy pocos asistentes por cierto y luego los ve ya, en la intimidad en la consumación, haciendo el amor (y eso es algo que gustoso se hubiera negado a observar), pero su padre es tan cariñoso, y ve que su madre está toda rígida, temerosa, inclusive llega a llorar, ¡su madre era virgen! ¡Pues por supuesto! O ¿es qué alguna vez lo dudó? Y Leo recuerda la primera vez que él estuvo con una mujer; y fue exactamente igual. Y las imágenes siguen pasando rápida, rápidamente, y llega entonces el día de su nacimiento, un 21 de septiembre ve a su madre gritando y pujando y pujando y gritando… hasta qué por fin se dignó a llegar a este mundo. En verdad nadie esperaba mucho de él. Y se vio a sí mismo dando sus primeros pasos, diciendo sus primeras palabras y haciendo sus primeros garabatos; nada de eso era poesía, ni siquiera cerca pero algo en él sabía que su destino eran las palabras. Y de pronto cuándo todo estaba tan bien, Nathan fallece, el pequeño Leo tan solo tiene nueve años ¿De qué falleció? ¿De qué falleció? ¿Por qué? No puede recordarlo. No puede verlo.

“¡Hey, hey!” ¿Puedo volver a ver eso? ¿Alguien puede recorrer la cinta? Pero no hay respuesta y claro, no hay vuelta atrás. Y él sigue sin recordar nada de la causa de muerte de su padre. Tan solo recuerda las palabras de su abuelo: “Eres un descendiente de Aarón, el sumo sacerdote” Lo soy. ¿Lo soy? Murmura Leo en voz muy bajita. Como si estuviera en trance. Y las imágenes siguen pasando y se ve a sí mismo un poco más grande, pero sin llegar aún a la adolescencia, y va asistiendo a la Westmount High School y tomar sus primeras clases de música y poesía. Y ahí descubre a García Lorca y siente esa misma emoción y pasión y el mismo escalofrío por su espalda: “Algún día tendré un hijo y le pondré su nombre como pequeño tributo”. Y lo sigue pensando. Y ve al joven español que vivió a unas casas de la suya en Montreal. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo? Tampoco recuerda su nombre, otra laguna más, pero no importa. Ese joven le enseñó sus primeros acordes en la guitarra y le habló del flamenco. Y de España, de Granada y Mallorca; ironías de la vida, él solo quería practicar tenis… y las imágenes siguen y siguen y siguen…

El Main Deli Steak House donde, ya con dieciséis años iba a ver a las prostitutas y a sus proxenetas. Old Montreal y sus primeras borracheras, y el tabaco y las mujeres y la poesía que ya nunca lo abandonaría, y sus primeras lecturas en público en Little Portugal. Y más mujeres, de todos los colores de cabello y de piel, diferentes nombres; y hasta nacionalidades. María, una portuguesa trigueña y sus primeros poemas “ya en serio”. “Sparrows” y sus primeras publicaciones. Ahora sí ya podía nombrarse Poeta. Eran mediados de los cincuenta. Y leía a Yeats, Layton, Whitman, Miller y por supuesto a Lorca. Y, al leerlos a todos ellos, ellos parecían leerlo a él. Y lo aprobaban. Y a veces no. Sus primeros críticos. Y vio cuando puso el punto final en “Let Us Compare Mythologies” y de nuevo sintió esa satisfacción de terminar su primer poemario. Y al verlo en los escaparates de las librerías; su pecho se ensancha de orgullo. Ese libro estaba dedicado a Nathan, y vuelve a escuchar a Marsha, su madre: “Uno no vive de la poesía”. Y se ve a sí mismo yendo a Nueva York, cabizbajo, con sus sueños rotos en una maleta y su libro bajo el brazo para leerlo en el viaje ya que iba a estudiar derecho, o al menos esa era la idea; pero no funcionó. Milagrosamente y afortunadamente, no funcionó. Y regresa a Montreal con una sonrisa en su boca. Así como está sonriendo ahora mismo de nuevo: “Pasión sin Carne, Amor sin Clímax” eso fue su paso por la universidad.

Y comienza a escribir su segundo libro: “The Spice-ox of Earth” y la década de los sesenta está comenzando. Todo va perfecto en su vida, se siente pleno, su padre le había dejado algo para él y sus poemas se vendían y viaja a Grecia y se enamora de Grecia y decide comprar una casita en Hydra. Y ahí tiene todas las Islas Sarónicas y sus amaneceres para él solo y para escribir las puestas del alba y ahí es donde la ve por primera vez…

Jane.

Jane.

Solo que no conocía su nombre. Fue una simple mirada. Un instante. De una mañana soleada en un café al aire libre, una fresca brisa movía ligeramente el cabello de ella y sus ojos se cruzaron por tan solo unos cuantos segundos. Incluso podría estar casi seguro que usaba el mismo vestidito que trae puesto en estos momentos. La observó de mesa a mesa y por debajo abrió un poco sus piernas y las cruzó: no usaba nada abajo.

Fue amor a primera vista.

Iba acompañada por una pareja ya grande, ¿sus padres? Sin duda. O quién sabe, también pudieran ser, ¿sus tíos? ¿abuelos? Una pareja de pervertidos que la contrataron como prostituta, o dama de compañía es casi lo mismo, qué importa; él supo que tenía que ser suya. Pero no se atrevió. Cinco años más tarde presentaba su novela “Beautiful Losers” en una librería de la calle 47. Jane estaba allí. En la fila: “¿me lo puede dedicar?” El Hombre. Leo, nuestro hombre vuelve a mirarla a los ojos de igual manera que esa mañana en Grecia y ella le regresa la mirada: “A quién con tanta desesperación busqué en mis sueños en las noches griegas de Hydra”.

Y salieron de allí por una copa. Y ese fue el comienzo del fin, ya que todos conocemos la historia.


En unas horas, ya que se sienta mejor, irá a dar el pésame a la familia de Jane. Si es que tiene a alguien en la ciudad. Él nunca lo supo.


O a su hermano, rival de amores. Qué curiosamente nunca se apareció en las imágenes que vio. Pero sabe que aún está vivo y piensa devolverle el mechón.

El problema es que el mechón ha desaparecido, se ha ido con Jane. No así el olor a ella que le ha dejado en los dedos.

Todo está en silencio. Ya ha amanecido.

Lo segundo que hará es buscar al hombre del sax e invitarle una copa…

Tiene que ofrecerle salir de gira con él, definitivamente tienen que tocar juntos, o mejor: grabar un disco juntos.



 

Autor: Antonio Carlin Lynch


Ilustración de Leonardo Lamberta

Se puede ver su obra en @sol_planetario_amarillo


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