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No hay noche más hermosa en el barrio que la del sábado cuando hace mucho calor. Las puertas de las casas están todas abiertas y los límites de los comedores son las zanjas con el puentecito de caño de cemento que te llevan hasta la calle de tierra seca mezclada con escoria. La música que flota como una bruma y se mete lenta por las ventanas, es una sola: una fusión de todas las canciones que salen de las casas al mismo tiempo. Suena a una máquina en funcionamiento constante y repetitivo, cuyo retumbe tiene timbres tropicales. Con el tiempo, los sonidos de los sapos en las zanjas y los grillos en los baldíos se fueron reemplazando por el zumbar estridente de motitos acelerando en todas direcciones, conformando un enjambre motorizado que se escucha desde cualquier lado.


Hoy hay una casa de fiesta. Son las once de la noche y los invitados están en el fondo, que en realidad es el costado y es casi como estar afuera. Solo los separa del barrio un alambrado vencido de rombos oxidados y una enredadera medio vaga, que deja ver más de lo que tapa.


Sobre una mesa de plástico enclenque, coronada de panzas masculinas, hay platos con sanguchitos y potes con palitos y papas fritas. La música está fuerte y sale de un equipo con más luces que sonido. Lo importante es que esté afuera, para que quede bien claro que ahí hoy hay una fiesta. Entre los invitados están los tíos de Catriel y sus primos, algunas amigas de la hermana, algunos amigos de él, vecinos del barrio, y sus padres. Adentro, en la cocina estrecha, las mujeres se arremolinan como carpas en un estanque, preparando cosas que ya están preparadas de antes, charlando y riendo fuerte.

Catriel hunde el brazo en el agua helada de un tambor azul de doscientos litros cortado por la mitad, que hace las veces de congeladora de bebidas y saca una cerveza para llevarla a la mesa del fondo. Al salir, lo recibe la mezcla de canciones de todos los otros parlantes de la cuadra con las risotadas estruendosas de sus tíos.


Los espasmos de las carcajadas inflan y desinflan las barrigas que chocan contra la mesa de plástico haciendo tambalear sus patas endebles. Sin soltar la cerveza, Catriel estira su brazo libre y se adelanta a la caída de una botella por el borde, mientras el tío correspondiente a la punta de la mesa lanza manotazos al aire, insuflando oxígeno a la hoguera de carcajadas.


En el mismo instante que detiene la caída de la botella, y mientras las risas se encuentran en su paroxismo, un pibe con gorrita y muy delgado, sale corriendo desde los pilares de la entrada de la casa dónde aún permanece parada y con cara de desconcierto la hermana de Catriel.


Éste, sin dudarlo y sin pensarlo, deja las botellas en la mesa, se sube a una bicicleta que descansa siempre en el frente de la casa y sale enceguecido pedaleando con todas sus fuerzas detrás del chico, quién ya le sacó una buena distancia en el tiempo que a él le tomó reaccionar y salir a toda velocidad. Catriel se para en los pedales sacudiendo la bici de un costado al otro. Alcanza a verlo una cuadra más adelante y apunta hacia él con la rueda mientras lo llama a gritos. Le dice que está todo bien, que no hay problemas, que por favor espere. Cuando la distancia comienza a acortarse, el pibe dobla con la agilidad de un ovni y se pierde en los pasadizos de un barrio más humilde aún. Catriel lo sigue llamando, pero sus gritos le roban energía y aliento. El esfuerzo que está haciendo es enorme. El chico es muy ágil, con piernas fuertes y flacas como las de un maratonista africano. Los golpes de las suelas finitas de sus zapatillas contra el piso de tierra del pasillo resuenan apagados al rebotar entre las casillas. Este rebote le sirve a Catriel de ubicación y le marca el paso a su corazón acelerado por el esfuerzo.


El pasillo es tan angosto que si se sacude demasiado, el manubrio tocaría las paredes de terciado de las casas. Un giro más y el pibe se vuelve a perder hacia la derecha; y al fondo de este nuevo pasillo alcanza a ver el descampado de la autopista Buenos Aires – La Plata. Catriel ya no grita, solo concentra sus fuerzas en las piernas. Los rebotes de las pisadas que perseguía desaparecieron y ahora solo se escucha su propia respiración agitada. La escucha en su cabeza y la escucha devuelta por el eco del pasillo. Junto con la respiración agitada, también escucha en su cabeza, las risotadas burlonas de sus tíos. Siente que las carcajadas son deformes como sus cuerpos y sus mentes retorcidas. Entonces imprime un nuevo impulso cayendo con fuerza sobre cada pedal, alejándose cada vez más de la casa, acercándose cada vez más al chico.


Al salir del pasillo se abre una extensión de descampado, iluminado de casualidad por las luces naranjas de la autopista. El pibe ya cruzó el vado que separa la autopista del mundo y sube sin esfuerzo el terraplén que lo lleva a la banquina. Catriel modera el ritmo buscando un lugar para sortear el vado y encuentra un puentecito de cemento angosto que lo aleja un poco del otro que corre en dirección contraria hacia la bajada de la autopista. Luego de cruzar el puentecito confía en que el efecto multiplicador del piñón y el plato le permita alcanzarlo en los trescientos metros rectos que tiene hasta llegar a la salida y que ingresa nuevamente al barrio por la avenida principal. El pibe parece impulsado por una fuerza sobrenatural. Hace cinco minutos que está corriendo a toda la velocidad que le permiten sus suelas, mirando cada tanto hacia atrás. Es imposible mantener ese ritmo si es que éste no está fogoneado por el miedo o la humillación. Sin embargo, hace ya algunos metros que su ritmo se emparejó como buscando descansar mientras corre. Esto le permite a Catriel acercarse en cada pedaleada un poco más, tanto, que comienza a escuchar la respiración desesperada del chico y arremete nuevamente con los llamados y los pedidos para que se detenga.


El pibe ya comenzó el descenso de la autopista por la bajada que desemboca en la avenida principal. Catriel llegará al inicio de la bajada en unos segundos y espera usar el plano inclinado a su favor, para ganar velocidad y aflojar un poco las piernas. El otro también ganó velocidad en la bajada y con fuerzas renovadas apunta a cruzar la avenida que parte al barrio por el medio.


Antes de cruzar mira hacia atrás y por un instante desde que empezó la estampida las miradas de los dos corredores se encuentran. Todavía no se creó el dispositivo digital que sea capaz de intercambiar tanta información en tan poco tiempo como la que se transmite en dos miradas que se conectan. Aunque el tiempo sea un instante, la fuerza del enlace de las dos pupilas alineadas, crea un canal por el que transita una información que de otra forma sería procesada, demorada, tergiversada, censurada. En cambio, la mirada no permite esconder nada. La mirada puede revelar compasión cuando un verdugo está ejecutando. Puede revelar odio cuando nos hablan dulcemente. Puede decir la verdad cuando nos aseguran otra cosa. ¿Será por eso que hay momentos en que las personas escondemos las miradas? ¿Para poder seguir con nuestra actuación sin el riesgo de que se establezca ese enlace incuestionable que revelaría las intenciones?


Catriel con la mirada le dice “esperá un cacho”.


El pibe demora una fracción de vida en procesar ese mensaje y dudar si debe cruzar o detenerse ante el pedido del hermano de Georgina. Interrumpe el enlace visual y continúa con la huida. Desde la bici, Catriel no puede evitar ver como un camión que ingresa a la avenida por debajo de la autopista, lo destroza en el acto mientras cruza.


El camionero, que con seguridad conoce la zona, lejos de aminorar acelera la marcha con la intención de perderse. Una maraña de tela y pelos se retuerce bajo los ejes del camión y emerge sobre el asfalto tras su paso. Catriel, que observa horrorizado, por primera vez detiene la marcha y se baja del asiento. Su mente está en rojo, que es como estar en blanco, pero peor. Cuando entiende que no hay nada que pueda hacer, vuelve a subirse a la bici y desanda el camino a una velocidad horrorosa y frenética. Cruza el puentecito de cemento del vado. Ingresa al pasillo de casillas. Y aparece en la calle de su casa como quien despierta de una pesadilla. No entiende por qué siente culpa, pero la siente. Siente que va a llorar pero en cambio, al llegar a su casa y escuchar a sus tíos aún riendo muy fuerte, el llanto se le ahoga y un temblor incontenible invade su boca y a sus brazos, agarrotados de apretar tanto el manubrio; y a sus piernas, acalambradas por el esfuerzo; y a sus ojos, petrificados por el encuentro y la escena.


Al cruzar por los pilares de la casa con su cabeza gacha, sus tíos, entre carcajadas, le preguntan cosas que no consigue escuchar. Deja caer la bici en cualquier lado y entra a la casa para bañarse y sacarse la tierra pegada al sudor. En el baño está su hermana llorando desconsolada frente al espejo del lavatorio. Entonces Catriel se dirige a su pieza y se recuesta en su cama con la cara en la almohada y el corazón en la boca.


 

Autor: Christian Olmos

Soy químico de profesión pero siempre desarrollé actividades relacionadas con el arte.

Hice música en los 90’ con un trío de rock. Actualmente curso talleres de escritura permanentemente con escritores de Buenos Aires y realicé una especialización en corrección de textos. Escribo cuentos aunque todavía no tengo ningún material publicado. Recientemente, uno de mis cuentos obtuvo el segundo lugar en el 29º Concurso de Cuento Breve del Rotary La Falda.


La red dónde se pueden ver mis textos: https://ello.co/christianolmos



La foto fue tomada de acá


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