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Comer una sola galleta de arroz en veinticuatro horas. Pasar días enteros con un chicle en la boca, partiéndolo en pedacitos para creerse que se está comiendo algo dulce, delicioso. Racionando. La impotencia que genera que el sabor solo dure un ratito, unos minutos, es algo que no debería ni siquiera ser posible, debería estar prohibido. Es algún tipo de tortura. La histeria que se va incrementando con las repeticiones de este mismo procedimiento de masticar el chicle y sentir como se le va yendo el sabor, hace que uno lo mastique cada vez más fuerte, tanto que al final del día te duele la mandíbula, y con el transcurso de los días, las semanas, se convierte en ira, que suena como el silbido de una pava a punto de entrar en ebullición, desafiando los propios límites. Haberse sometido a un régimen tan castrense, eso es extremo. Cuando el objetivo es que el espejo te devuelva una imagen que nunca se alcanza, se requiere de un nivel de privación difícil de ser comprendido y de una exigencia que se supera a si misma día a día. No es fácil. Amanda es de las personas más disciplinadas que podes conocer en tu vida, y tiene una fuerza de voluntad imparable; tanto, que incluso cuesta pensar que toda esa virtud puede usarse a costa suya. Tenes que observarla mucho y mucho tiempo, para darte cuenta lo habilidosa que se ha vuelto, porque la libertad también sabe que cuanto mayor es la vigilancia, mejores destrezas se necesitan para escaparle, para huir. Como las liebres, que se quedan quietitas si escuchan un ruido, para que no se las coman. Eso hace Amanda, para no levantar la perdiz. Ha construido a lo largo de toda la existencia que se desvanecía, cada vez más débil; todo un aparato para eludir la mirada ajena, el control, que controla a la perfección, pero que también la controla a ella. La tenés que conocer muy bien para saber que lo esta padeciendo, que no lo eligió, para saber que está atrapada. Que se somete. Amanda es decidida, tiene treinta y dos años, vive sola hace diez, y desde la mitad de su vida viene afilando las habilidades para escapar de la mirada de los suyos, que habían notado que se estaba destruyendo, muy de a poquito, comiéndose a si misma. A sus quince su rutina era una lucha. No se sentaba a la mesa, no quería. Confrontaba con su familia, porque no estaba en los horarios donde se comía en compañía. A fuerza de agresión y de llanto, así fue que se dio cuenta que para lograr el objetivo, tenía que negociar. Entonces había empezado a estar presente en los almuerzos familiares, porque de tonta no tiene un pelo, haciendo que comía, jugando con el puré, sumando algunas verduras, reduciendo porciones, en lugar de ausentarse. Y si la puesta en escena la hacía tragar algo que excedía su menú, buscaba el momento para poner la música fuerte en su habitación, y vomitaba en un frasco. Los frascos esos de mermelada, que había rescatado con disimulo de la basura. Y que guardaba en el armario atrás de la ropa de invierno. Nadie los vio. Le urgía encontrar trabajo, porque estando más tiempo en otro lado, podía huir de la mirada controladora, pasando días enteros con dos manzanas. Una para la facu. Y verdes, porque la roja tiene más azúcar y es su régimen no se encuentra permitido. Más tarde le urgía dejar el nido, poder disponer de la totalidad de su tiempo sin el control. De su tiempo que llenó de horarios, escrictísimos y que se respetan a rajatabla. Amanda ahora es su propio panóptico. De a poco fue dejando de estar en una merienda, en un almuerzo, y volviendo más temprano para estar sola a la hora de la cena, por lo que había dejado de salir. Organizando toda una rutina en base a lo que había que comer, sentándose en su mesita frente al plato, rechinando los dientes como los conejos a los que no les apagan la luz, hasta que se hiciera la hora de ingerir el primer bocado mientras se le hacía agua la boca. Tanto le fue ocupando el hambre todo su pensamiento, que sin darse cuenta se fue secando, en todas las formas en las que una persona se puede secar, perdiendo el interés, la menstruación, el gusto, las ganas. No se mojaba, no humedecía ni la bombacha. Se fue olvidando de reír, de a poco fue dejando de disfrutar, hasta que su disciplina le borro la sonrisa. Eso es la libertad, como un camino para someterte, aun a costa tuya, perdiendo los rasgos de la propia humanidad, pegándote la piel al hueso. Paradójica, que te permite meterte en una cárcel, que te deja hacer lo que quieras, hasta obligarte. Que no solo es una forma de hacer más, sino también de no hacer, de no comer, de castigarse. Esa es Amanda, que apretó tanto la clavija que se paso de rosca, hizo tanto ruido sordo la pava en la casa vacía, que no la escuchó nadie. Se le hirvió el agua. Tanta hambre había pasado que se comió ella misma, tanto intentó, que en el intento dejó la vida, que la que nos dejo fue ella.


 

Autora: Paula Sgolastra


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