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El frasco


Y fue tan cuerpo que fue puro espíritu”

Clarice Lispector


Desapareció la Celina me dijo la vieja ni bien entré. Dejé el paquete con las telas nuevas sobre la mesa y empecé a buscarla. Había dos lugares donde podía estar: regando las plantas o sentada en la puerta.


Primero la busqué en el patio. Las macetas todavía chorreaban agua. Grité su nombre. Nada. Grité más fuerte; a veces no escuchaba bien. No sé si estaba un poco sorda o lo hacía de rara que era nomás.


Volví a gritar. Nada. Entonces, la busqué en la piecita. Había veces en las que se sentaba un rato largo en la mecedora y le pedía a la vieja que le alcanzara el frasco. Y como le había aceptado la costumbre sin decir nada, se lo alcanzaba. Celina lo agarraba con las dos manos, le sacaba la tapa y lo levantaba a la altura de la frente como el cura los domingos. Y así se quedaba unos segundos; después cerraba los ojos, dejaba el frasco en el suelo y cruzaba las manos. Quieta y blanca como era, parecía muerta.

La vieja volvió del patio y me dijo que salía a buscarla afuera. La seguí. La vereda estaba vacía de Celina y de cualquier otro vecino, así que empezamos a golpear las manos y a tocar los timbres ¿De casualidad la vio a la Celina? Hoy, no. Ayer a la tardecita estaba en la vereda. ¿No vino por acá? No, hace días que no la veo. ¿Disculpe, usted la vio? ¿Cuál es? ¿La más llenita? ¿No pasó por acá? No, hace años que no viene para acá; desde que… Sí, sí, gracias.


Cuando el viejo llegó de la FIALP, le dije que Celina se había borrado del mapa. El viejo no dijo nada. Nunca decía nada. Entró a la casa, abrió el paquete de fiambre, se sirvió un Amargo Obrero y como todas las tardes brindó solo contra la explotación patronal. Recién a la nochecita, se puso a buscarla.


—¿Y el frasco? —preguntó después de un rato.


La vieja se lo alcanzó. Él lo levanto y lo miró a contraluz.


—¿Lo dejó abierto o cerrado?

—Abierto —dijo la vieja.

—Entonces déjelo por ahí nomás. Ya va a volver.


Pero no volvió ni ese día ni los que lo siguieron. Había desaparecido, pero no como desaparecen las personas cuando dan un portazo y se van para siempre.


La vieja empezó a buscarla como se buscan las cosas. Poncio Pilatos, Poncio Pilatos y San Antonio de Padua también, hasta que no aparezca no te desato. El viejo seguía sin decir nada.


Vamos a la comisaría, le dije a la vieja; pero ella pensó que nos iban a preguntar cosas y qué íbamos a decirles si la Celina era de hablar poco y raro. A veces, se animaba cuando estaba entre las plantas; por eso una tarde mientras podábamos le pregunté para qué era el frasco. Para capturar la nada, me dijo. Y ahí se acabó la conversación. Las charlas con ella se terminaban rápido.


Los vecinos empezaron con los cuentos. Que se había mandado a mudar con un camionero, que con el circo, que con una secta; que el viejo la tenía encerrada; que mejor que se hubiera ido del barrio.


Entonces me vino la idea de consultar a la Zulema. Yo sabía que andaba medio estropeada, pero todavía atendía a los más desesperados. Y fui.


La Zulema tardó en salir; tenía las piernas a la miseria y le costaba caminar. Desde la puerta me preguntó qué buscaba y le empecé a contar. Me dijo que ya había escuchado sobre el asunto y me pidió que volviera con alguna ropa y una foto en la que Celina estuviera contenta. Volví a la tardecita sin la foto, porque no había ninguna. Pero le llevé el frasco y un vestido que le había hecho yo y que a ella le había gustado bastante. Era difícil que a Celina le gustara algo.


Zulema me hizo pasar. La casa estaba a oscuras y olía a frito. Prendió una vela roja, puso las manos sobre el vestido y al rato me dijo cuatro cosas. Que el vestido no servía para la adivinación, porque ya lo habían lavado. Que la única manera de saber algo era poniendo el frasco vacío en algún lugar en el que Celina supiera estar. Que volviera en un mes. Y que la consulta salía mil pesos.


Volví a casa y le conté a la vieja. Al viejo, no. Y como la Celina andaba siempre en el patio, enterramos el frasco cerca del gomero. Al mes, la vieja me dijo:


—Anoche la soñé.

—¿Qué soñó?

—No me acuerdo.


Y no me dijo más nada. La Zulema se me vino a la memoria y pensé que podía ser una señal. Fui al patio para ver si había pasado algo. La vieja no quiso venir a ver.


En todo ese tiempo, nadie había salido ni había regado las plantas. En la soga todavía estaban colgados los calzoncillos del viejo y algunas sábanas. Era Celina la que se ocupaba de lavar la ropa. El pasto había crecido bastante, así que estuve un rato largo buscando el lugar donde habíamos enterrado el frasco. Yo le había dicho a la vieja que marcáramos el lugar, pero ella pensó que no hacía falta. Al final, lo encontré. Corté los yuyos más largos y cuando hundí las manos en la tierra, sentí una puntada. Un fierro viejo me había arrancado una uña. No llegué a sacar el frasco.


Entré a la casa con la mano sangrando. La vieja trenzaba sachés de leche para hacer bolsas de mandados. El viejo se había servido un Amargo y cortaba queso en una tabla. Ninguno de los dos me preguntó nada. Fui al baño, me lavé las manos y arranqué la parte de uña que quedaba, tenía enganchado un pedazo de lombriz que todavía se movía.


Al final, el viejo habló y dijo:

—La Celina se acabó. Déjese de joder con ese asunto.

Entonces le hice caso.



 

El cuento “El frasco” forma parte del libro Cuando danzan los conejos (Ed. El escriba, 2021, ISBN 978 987 605 804 9)


Autora: Ali Camino


(Buenos Aires, 1972) estudió Letras y es profesora de Literatura, Lengua castellana y Latín. Hizo el Posgrado Internacional en Políticas Culturales de Base Comunitaria y se graduó en Lectura, Escritura y Educación. Coordina talleres de lectura y de escritura. Cuando danzan los conejos es su primer libro de cuentos.


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