EL EDIFICIO, Una novela en escombros
Fragmento inicial
El edificio en el que me ocupan en algo, consta al parecer de cinco pisos los lunes. Cuando no acierto con el camino verdadero y llego, el primero que encuentro me saluda por si se larga a llover al mediodía y sólo si me confunde con un actor de la tele, será por los bigotes, digo yo, así que algún día me los dejaré crecer. Por lo general, cuando llego hace frío o calor o está templado, por eso trastabillo y finjo devolver el saludo, pero en realidad me soplo la nariz al tiempo que pienso si el ruido resultante no resulta demasiado estremecedor. Con paso firme, aunque no por eso menos tembloroso, camino por las entrañas del edificio, me dejo crecer las uñas, mastico algo del lado en que las caries no alcanzaron su apogeo, me huelo los sobacos, pongo cara de futuro desocupado y ya en mi despacho, despacho sin urgencia los asuntos más irrelevantes, que son la única clase de asuntos que llegan a mis manos, a pesar de que me las lavo todos los días, con excepción de los martes soleados, claro, obvio como el agua.
En la planta baja del sexto piso funciona a veces casi nunca el quiosco "Chupate Esta Mandarina". El encargado ocupa ese puesto como recompensa a su de ningún modo desmentido y tal vez hereditario atolondramiento, y su labor deja bastante que desear. Las consecuencias que esta actitud acarrea son tan fáciles de suponer que hasta yo supongo. Al menor descuido, ante la más pequeña insinuación, la pila de mandarinas se despreocupa del equilibrio y se explaya por el piso, y uno que anda por andar justo acierta a pasar por ahí, hace como que nadie lo mira y se inclina, levanta una cualquiera y se aferra a ella con la mejor intención, y en el momento de usarla la mandarina se niega a responder, hace un ruido extraño, no cumple con lo que su envase promete, en fin, falla. Así, uno que a la mañana a duras penas abrió los ojos, y se lavó la cara con jabón dos veces, y se considera un buen tipo de los que no le hacen mal a nadie, y fue a hacer algo en el edificio porque no sabe hacer otra cosa o por lo que sea, sale a la calle a la tarde o más tarde a pesar de todo de lo más contento, radiante con la mandarina en su poder, y ese ensayo de felicidad dura hasta el momento en que la muerde y pretende chuparla, entonces y sin escalafón se convierte en un resentido social o en un amargado para toda la cosecha o en una piltrafa humana. Y después se pasa la noche pensando en quién es realmente uno, de dónde viene a estas horas, adónde va tan apurado, qué hace despierto hasta tan tarde, y lo más importante, el nudo del gordo, la pregunta del millón de respuestas, por qué la mandarina dista tanto de ser jugosa. Y con tantos interrogantes que lo interrogan no puede dormir, y mucho menos soñar, y da vueltas y vueltas en la cama, y la cama se queja, y en medio de la noche uno dice la pucha digo o lo piensa en voz baja y no lo dice, y lo único que desea es oír pronto el despertador para volver lo antes posible al edificio, pues presiente que allí no le han dado lo que le correspondía, y por momentos piensa que no tendrá tiempo para que la justicia estalle en mil pedazos y atrapar aunque sea uno en el aire, justicia al voleo que le dicen, y entonces llega temprano y se va tarde, y mientras tanto acepta hacer cualquier cosa sin importarle si le pagan poco o poco, y trata de hacer lo conveniente aunque a lo mejor no sea lo convenido, para ver si a la salida, sobre todo si es un viernes impar, tiene suerte y de casualidad al agacharse levanta la mandarina que le estaba destinada.
Cualquier trabajo es un misterio, ya lo dijo Carlos Marx casi al final de una apocalíptica noche de farra, mientras discutía sobre la plusvalía del último vaso de vino. Ha transcurrido una punta de años desafilados, meses de cien días, días sin días ni soles, horas por horas acumuladas sobre no sé cuántos minutos, ni hablar de los segundos en oferta, un amontonamiento de cafés, batallones de nicotina y más nicotina y alcanzame por favor otro cigarrillo que recién tiré el último y lo pisé sin querer, cantidad de resmas de papel cuadriculado o todavía sin cuadricular, miles de rollos perdidos en un mar muerto, cintas desperdiciadas al por mayor, y papeles, cuántos papeles. Durante todo ese transcurrir la empresa me ha pagado el sueldo, y no sólo a mí, somos cientos en el edificio, o miles tal vez, millones quizá, quién puede saberlo. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, pero todavía discutimos y discutimos, nos secamos la lengua y nos mojamos el dedo y no logramos ponernos de acuerdo sobre la actividad que desarrolla la empresa, si es que desarrolla alguna. Se barajan, con naipes españoles por suerte, las más variadas hipótesis. Algunas de las más aquerenciadas son:
Reparación y reventa a precio de calumnia de asteroides diseminados a la pálida luz de la luna.
Gestación entre gallos y medianoche de expediciones con el fin de profanar tumbas sin personería jurídica.
Devalúo de antecedentes por evasión impositiva en los casos de individuos con dificultades para evacuar.
Almacenamiento de rosca para palier, paso fino y paso grueso, para que los chicos hagan los mandados sin protestar.
Desparramo y persuasión de golondrinas a fin de satisfacer la demanda en plazas y paseos ya pasados de moda.
Especulación panorámica de amoríos superfluos, aceptando como pagos a cuenta los improperios más aceptados en los diccionarios menos aceptados.
Administración en un dos por cuatro de orquestas de tango tan populares en la década del cuarenta, chan, chan.
Hay otras hipótesis, muchas más, lo acepto, pero son hipótesis demasiado hipotéticas.
También nos preguntamos, aunque ya en forma más íntima, como el incansable discurrir del jugo gástrico, casi en un rinconcito perdido en medio del intestino delgado a fuerza de dietas, acaso como un susurro en aerosol apenas insinuado en el lóbulo occidental de la oreja, como si se tratara de una cuestión metafísica, ¿qué carajo hacemos en el edificio?
Vaya pregunta.
Vaya, vaya.
Digo que vaya nomás, pregunta.
Hay algunas mañanas, (estas cosas siempre suceden por la mañana, según los últimos análisis realizados y que demostraron que mi mujer está misteriosa aunque efectivamente embarazada) en que buscando una respuesta a la vaya pregunta dejo deslizar con sumo cuidado, por el vidrio, la mirada a través de la ventana de mi oficina, la que en ocasiones da a otro lugar diferente, la que por lo general da a la ciudad, la que con suerte da al gran río, la que seguro da lástima pues ninguna de estas cosas se alcanza a ver a simple vista, pues una niebla furiosa recubre el exterior del edificio. Tal vez la niebla nos proteja, puede ser, eso nos dijeron y supongo que sí, que si la niebla existe sus motivos tendrá, aunque no figure en los planos. Y como decía más arriba antes de extraviarme en la niebla, durante algunas mañanas, ensimismado en mí mismo, me entrego por horas dulcemente a la contemplación del infinito, que la misma palabra lo dice. Las horas pasan entonces unas persiguiendo a otras, como burbujas que flotan en el vagón de un tren, como peces en un estanque cuesta abajo, como mariposas en un prado cuesta arriba, como bolitas buscando el hoyo, como el caer de las hojas en otoño de un viejo árbol de acá a la vuelta. Como si nada. Como si nada fuera nada.
Cuando miro pasar las horas, además del entretenimiento visual que la actividad representa, aprovecho el hueco que se me introduce en la mente y saco conclusiones, conclusiones inconclusas, conclusiones derivadas de mi pensamiento profundo o conclusiones a la deriva, y algunas tan brillantes que me enceguecen, otras tan oscuras que me iluminan, todas singularmente plurales. En fin, no sé.
Ahora pongo cara de pomelo y digo que, exprimiendo al mango este momento en que nadie mira hacia aquí, (aunque por las dudas voy a simular que mastico una galletita, crunch, crunch, puaj, (justo me tocó una medio podrida) y que mejor me tomo un vaso de agua, glug, glug, agg, agg, quién le agregó cloro a esta porquería) quisiera deslizar una crítica. Nada del otro mundo, de aquí abajo nomás. Me inquieta la cuestión, me parece percibir un incipiente intento de burocracia en el edificio. No lo puedo asegurar pues para asegurarme tendría que cumplir con los trámites engorrosos correspondientes, es una sospecha raquítica y como tal la expongo. Por ejemplo, para gozar de las vacaciones es menester viajar sin la pareja habitual, en tren de jocunda soltería, o al menos en tren. Para lograr esto hay que llenar cientos de formularios con miles de espacios en blanco, espacios a completar con letra de imprenta en el caso de casi todas las vocales y algunas consonantes. Si se quiere viajar a las sierras, hay que presentar un serrucho en buen estado y completar formularios verdes. En cambio, si nos ponemos como objetivo el mar, los formularios son verdes también. Pero si dudamos indecisos entre la montaña y la casa paterna, los formularios serán inefablemente verdes, aunque ya en este caso se trata de un verde más indeciso, algo así como, como, cómo, no sé cómo. De todas formas y para no irme demasiado lejos que eso cansa y ni siquiera hice las valijas, la opinión generalizada en los cuarteles es que no conviene vacacionar fuera del edificio, no sólo porque nos entregan únicamente formularios amarillos que, como ya se sabe, no sirven para viajar a ninguna parte, sino que por el edificio andan nuestros probables amigos de aquí para allá. Y entonces para qué, si caminando por los pasillos, espiando a través de los cerrojos, deambulando por las escaleras, yendo a los baños en las horas pico, persiste la posibilidad bastante improbable de que tal vez nos encontremos con uno o dos de ellos durante las próximas maravillosas, inolvidables vacaciones adentro.
Adentro.
Algunos empleados viven en el edificio, los demás solemos mencionar secretamente a este grupo como Los apóstoles tiempo completo. Son algo así como los cimientos, las columnas, las vigas, los corpiños, o más bien las grietas del lugar. Pero en realidad, no hay ninguno entre nosotros que no haya pasado unas que muchas noches en él. Lo más probable es que, en esos casos, el motivo de la permanencia nocturna haya sido la instalación de un chimento que indicaba, en su primera página amarilla, que el SUPER requería eficiencia y premura en las tareas, y por más risible que parezca el chimento, por más susodicho que se presente, le damos cabida y entra en nuestra vida. Entonces las noches pasan a ser noctámbulos momentos de febril actividad y no hay aspirina que alcance para bajar el nivel de la actividad. Las pasiones se desatan los cordones y los ambientes se pueblan de urgentes expedientes a concluir con habilidad y ligereza, y por eso se confeccionan miles, qué digo miles, por no exagerar digo miles, de minuciosos y detallados y refaccionados informes para informar a nadie en particular la incertidumbre sin igual de que todo sigue igual, o casi, tal vez un poco mayormente transpirados nosotros. Digámoslo de una vez o callemos para siempre, lo fundamental de no pegar un ojo es que cada noche de fajina nos brinda, servida en bandeja, la oportunidad de pegarla, de demostrar lo imprescindible que uno puede llegar a ser para realizar insólitos cálculos en la calculadora, a resultas de lo cual se completa con la cifra exacta la planilla más apremiante que imaginarse pudiera, planilla que luego por supuesto y en su puesto es revisada, controlada y finalmente tachada y corregida frigoríficamente por alguien no menos imprescindible que nosotros, que a su vez habíamos recibido las planillas de otros, para corregirlas y tacharlas, y así la cosa funciona como un círculo cerrado sin sorteo ni licitación, sin fisuras, un relojito, vea, hasta que cualquiera u otro más o menos despabilado, decide archivar en algún sólido cajón el asunto de que se trate, o se lo olvida nomás, o se le cae. Y allí quedan postradas las famosas urgentes urgencias, en reposo, dejándose, aguardando que en alguna otra noche de febriles tareas alguien ponga en hora el termómetro y las rescate y las saque a pasear de nuevo. Y así indefinidamente.
En esas noches, además de la oscuridad, suele suceder que entre las cuatro menos diez y las cinco y veinte de la madrugada, a veces antes pero no mucho o después pero no tanto, algo llega y sin anunciarse se instala en el edificio. Se trata de algo impreciso pero a la vez concreto y palpable. Al comienzo pareciera que es nomás la niebla que ingresa en esos momentos por las hendiduras, pues se convierte en una niebla honda y dura. Pero no se trata, creo yo, únicamente de la niebla. A todos los que ya medio morados moramos como moribundos esas horas, nos recorre casi al unísono una sensación cercana a lo mágico misterioso inexplicable, y entonces acontece que el latir de las paredes se apaga poco a poco, que los relojes dejan de respirar, que a las computadoras les agarra el virus del letargo, que el edificio entero simula evaporarse y desaparecer, y enseguida nos subyuga la impresión de que ya no existen ni él ni el SUPER ni nada ni nadie ni antes ni después ni arriba ni abajo, que lo urgente bien puede aguardar un par de milenios corridos, y en la atmósfera flota un sopor invencible y el espacio y el tiempo se trastocan y el proceso se acelera y ya nada es lo que había sido antaño y todos somos como una gran hermandad de solitarios corazones. O a lo mejor es tan sólo la modorra que nos vence, y adiós muchachos compañeros de mi vida, el subyugante imperio de la fiaca entra en su época cumbre y listo el ojo, pelamos las almohadas y nos ponemos a dormir el sueño de los inocentes.
Pero hubo una vez, y no es cuento, en que no sé cómo hice y conseguí sobreponerme a ese momento de crisis con bostezos y salí sin custodia de recorrida por los pasillos, mientras el resto de la multitud había dejado de apabullarse y ponía el mayor empeño en apoliyar opíparamente. Entonces crucé el umbral y caminé solitario, con los brazos colgando a los costados mientras el sonido del chocar de mis pantuflas contra la alfombra, retumbaba y retumbaba. En esa ocasión, aparte de desvelarme, descubrí la diversidad más grande de ronquidos, parecían asomarse a la puerta de cada despacho y saludarme, alguno hasta un abrazo me dio, pero la pucha, che, somos gente grande, parece mentira, y eso que le dije que no apretara tanto, tan efusivo que me dejó viendo estrellitas arriba a la izquierda de mi cabeza, o quizás no tan arriba pero tampoco muy abajo, por ahí, o casi. Durante el paseo pude apreciar ronquidos desobedientes, pormenorizados, informales, empantanados, precavidos, lisonjeros, combinados. En algunos casos se notaba que eran por contrato y me impresionaban por ser los que cargaban con la porción más grande de angustia, más que una porción se trataba de una grande de muzzarela, pues eran ronquidos con fecha de vencimiento, una fecha que se iba a cumplir inexorablemente para los durmientes angustiados, a menos que el camión de la basura pasara antes a buscarlos.
Los que no vivimos en el edificio, tenemos una ventaja a crédito. Contamos en nuestro hogar dulce hogar con una réplica exacta de nuestro despacho, con todos los elementos correspondientes. Hay una repetición de la silla, hay duplicados de los estantes con los biblioratos respectivos, y hay una birome igualita a la otra, con las mismas marcas de las mordidas en el capuchón, y hay la incontrovertible computadora, en fin, hay todo lo innecesario, hay hasta copias fieles y de gran corazón de los expedientes siempre en trámite, ay si hay. Si en un momento dado, dado que no tenemos nada mejor que hacer, agarramos de casualidad o porque estamos distraídos un legajo cualquiera en el edificio, y, luego de arduos cálculos con decimales e intrincados pensamientos sin decir males, atinamos a agregarle una coma, la misma se reproduce al instante, nada de nueve meses, en la copia casera del legajo. Y si se nos derramó otra vez café sobre el escritorio o sobre una carpeta o sobre una hoja o sobre un sobre, encontraremos la mancha todavía humeante y calentita al llegar a casa. De esta manera, con el despacho a domicilio totalmente disponible, aprovechamos las noches y los fines de semana y las ranuras del tiempo para adelantar trabajo atrasado, continuamente adelantamos trabajo atrasado, pero por más que adelantemos el atraso siempre se nos adelanta.
Una vez hubo un caso trágico. Pudimos reconstruirlo paso a paso por varios motivos: por las huellas dactilares halladas por nuestros especialistas pipa en boca lupa en mano, por la declaración de varios testigos en peligro, por los sucesivos rumores que circularon desde ese momento por los pasillos del edificio y que nadie nunca nada desmintió, y porque justo unos tipos estaban filmando las escenas para un comercial a emitirse por la radio en colores, (aunque al final la película terminó pasándose exclusivamente en el cine del edificio, función trasnoche para abonados, un mediodía que parecía que iba a llover y que al final terminó lloviendo). El incidente sucedió un domingo rojo. Uno de los más fieles empleados, cuando los empleados fieles todavía existían y no se avergonzaban de su timidez, detectó la falta de un legajo en su domicilio. Lo buscó con meticulosidad y con la vista. Nada. Ni por aquí ni por allá. Subió los muebles a la terraza, luego de desalojarlos minuciosamente. Menos. Como corresponde en estos casos según las directivas del SUPER, el empleado sometió luego a toda su familia a los consabidos apremios ilegales, aunque sin resultados positivos. El legajo extraviado no era ni muy urgente ni muy importante ni muy voluminoso ni muy maduro ni muy paranoico ni muy nada, al fin y al cabo era un legajo como todos, pero al fiel empleado le resultó por algún motivo interesante. Se supone que se había encariñado con él, se lo había tomado muy a pecho, tal vez porque le traía el recuerdo de un gran amor o a lo mejor representaba los efectos tardíos de una frustración durante la lactancia, en definitiva y en cualquier caso, un simple asunto de tetas. La cuestión es que, detectada la falta y ante el obstinado silencio de su familia numerosa y amordazada, el empleado descartó la tregua, dijo basta, se acabó lo que se daba, ensayó un gesto adusto que le salió más o menos y se puso un sombrero porque usaba sombrero. Se dirigió al edificio porque se acostumbraba dirigirse al edificio, que por aquella época permanecía cerrado los domingos. Logró ingresar pidiendo permiso a un gato que justo dormía en el umbral de la entrada secreta a la que sólo los ratones y los empleados fieles tenían acceso. Una vez en su oficina, se preguntó pero a qué vine yo acá. Cuando se acordó, se dedicó a la búsqueda del expediente. Sobre su escritorio no estaba, es más, quizás por ser domingo bien podría ser que estuviera revisando un escritorio suplente. Un par de minutos después, ya algo desesperado ante la inusual posible pérdida, se sacó el sombrero y revolvió cada rincón, dio vuelta la silla que quedó patas para abajo, puso a calentar el agua para el mate, vació los ceniceros, le sacó punta a los lápices y no dejó de preocuparse hasta que le pareció verlo asomar en un estante, pero bien arriba, muy arriba, tan arriba. La pericia determinó un desgaste prematuro de la escalera. Pero claro, la pericia se realizó siete años y tres horas después del luctuoso suceso, cuando el jefe se inquietó un poco por la ausencia y comenzó a rascarse el mentón y a asombrarse pero qué raro, che, qué raro, dónde estará este tipo que cómo se llamaba. Dicho esto, terminó de tomar el café, lo probó a ver si estaba muy caliente, lo revolvió, le puso azúcar y se sirvió un café. Tiempo después el jefe reconoció que ese día todo le había salido al revés. La cuestión es que, antes o después del café, el jefe dio cuatro pasos y al entrar al lugar de la caída bajó la vista y se encontró con el esqueleto ya sin vida del ex fiel empleado, que sonreía a la cámara. Con un gesto parecido al del asco, el jefe levantó la vista, con cuidado porque estaba recién operado de una hernia, y se encontró con el sombrero un poco pasado de moda, y a un costado, sobre el fuego, el agua hirviendo que ya no serviría ni para el mate. Sin perder tiempo anotó en su agenda, "Importante. Jugar sin falta hoy al 56". En el acta de asamblea, escrita con tinta de riguroso luto negro, quedó constancia de que al muy muerto se le había practicado respiración artificial con el inflador de bicicletas azules, que por suerte funcionó al pelo, "pero el destino estaba escrito y no hubo nada que hacerle. Métase en el cajón. Archivesé."
Es una constante. El edificio nos empuja, nos penetra, nos lleva, nos trae, nos sube, nos baja, nos arrastra la vida, nos inyecta, nos sucumbe, nos tradamus.
Este es un fragmento de El Edificio, Una novela en escombros, Ediciones AQL, año 2002.
Para conseguirla, los datos del autor están abajo.
Autor: Mario Capasso
Ha publicado ocho libros:
El futuro es un tropel absurdo, cuentos, año 1999.
El Edificio, Una novela en escombros, novela, Ediciones AQL, año 2002.
Piedras heridas, cuentos, Ediciones Corregidor, año 2005 (2do. Premio del Fondo Nacional de las Artes, año 2003)
La Ciudad después del humo, novela, Martelli y López Editores, año 2011.
Hasta ahí nomás, microcuentos, Premio Edición “Luis Di Filippo”, año 2014, certamen organizado por Asociación Santafesina de Escritores.
Una palabra trae la otra, cuentos breves, Moglia Ediciones, año 2017.-
Alrededor del camino, relatos breves, Ediciones AQL, año 2019.-
La sala de espera, novela, edición del autor, año 2021.
La novela El Edificio y el libro de cuentos Piedras heridas han sido traducidos y publicados en Francia por Editions La Dernière Goutte, años 2012 y 2014 respectivamente.
Su novela inédita La Llanura antes, recibió una mención del Fondo Nacional de las Artes, certamen año 2012.
Mail mcapasso340@hotmail.com
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