El último en rendirse
Despierta cuando afuera los capangas gritan. Mateo lo sacude y sale del pozo al frío austral. Él está mareado, se incorpora en la trinchera de tierra, le duele demasiado la cabeza. Intenta comprender la orden que vomitan sus superiores. Repiten a los gritos que salgan todos, que formen una fila. Mateo regresa a buscarlo, asoma la cabeza y se da cuenta de su intención. Pasan las horas. Los buchones revisan cada pozo, uno por uno, buscando cagones. Él sigue acurrucando, temblando de bronca en un rincón oscuro. Sigue esperando que la fila de soldados esté lejos, rendidos, para salir de la trinchera mugrienta y hacer lo que mandaron a hacer. Rendirse no es cosa de hombre.
Cuando las tripas le avisan que ya es mediodía, surge como un gusano, reptando por el barro. En la estepa blanca no hay nadie. Solo el viento y las pisadas hacia el este, miles de pies marcando el paso sobre la isla. Gatea hasta una de las garitas, revisa en busca de munición y algo para comer, solo halla una lata. Bajo unos cuadernos de guardia la ve, la dobla religiosamente y la esconde dentro de la chaqueta, del lado izquierdo del pecho. La tela le calienta el cuerpo. Para las seis, la paranoia aumenta, siente pasos y voces cerca, pero desaparecen cuando se asoma a ver. En la brújula del reloj centra el oeste, deberá caminar por los cerros para seguir la lucha, no lo mandaron ahí para que se rinda. Marcha encogido, como un jorobado, se ríe solo pensando que podrían estar espiándolo con miras nocturnas que detecten la temperatura. Ríe solo como un tonto, y recorre los vaivenes de la colina, sube, baja. Se cansa, jadea, a veces le cuesta respirar, pero sigue. Le arden los pies y la espalda es un plomo lacerado. Igual marcha sobre el barro negro congelado que parece chicle, y hela la carne a través de la bota rotosa. Él, muchacho terco marcha, un camperón oliva, desgastado en los codos, un gorro que se olvidó el Mateo. El rifle y un cargador usado. Pocos recursos para recuperar lo suyo. Le vendrían bien las antiparras, pero se las robó un porteño asqueroso.
A medianoche, su medianoche según el reloj, la medianoche de su familia en el continente, oye los bufidos grotescos y los tiros a la distancia. El viento trae voces de espectros, enloquecen las palabras pronunciadas por nadie. Es la noche clara aún, el sol se esconderá quizás a las cinco o seis. Su pelotón ya debe estar comiendo algo, después de haber tirado las armas y apilado los cascos, caminando cansados hasta Stanley, a rendirse por la patria. Los gringos le habrán dado un poco de pan duro y un café aguachiento. Habrá también algún retobado estaqueado, uno como él, cazado por los propios o por los gurkhas, arrastrado de los pelos por el barro. Pero él tiene otra cosa en la cabeza, no hay hambre, un poco de sed sí, y el sueño de la lucha.
En un recorrido vio la barraca con un mástil altísimo y unas trincheras. Pero es lejos, vio el lugar desde el jeep, el mes pasado. Debe cruzar al menos tres colinas para llegar hasta ahí. Está yendo para demostrar lo que debe hacer un argentino. Él no vino a morir como un perro, ni rendirse como un cagón. En Carlos Paz le chuparon y picanearon la hermana, acá lo castigaron diariamente por negro rebelde, esta es su forma de subversión contra los asesinos. No se va a entregar ante nadie, no se va a poner de rodillas, no va a permitir que sean al pedo todos esos compañeros muertos en la isla.
Queda dormido, encogido como un cachorro, tirado cubierto por los yuyos de la maleza.
Despierta temblando, entumecido, con arcadas. El sol del mediodía, según el reloj, le quema los ojos. Ahora sí tiene hambre, rompe la lata y se traga hasta el aceite. Reza un padre nuestro y sigue caminando, le duelen los pies y las rodillas. Al pie de la colina encuentra cuerpos, revisa si traen más munición para el FAL. Toma un casco en buenas condiciones, le quita los guantes y las medias a un compañero. Ya le habían sacado las botas y los camperones a todos. Troquela las chapitas de cada uno y las guarda, porque las necesitará para identificarlos cuando ganen, erigir sus monumentos de mártires. En el bolsillo de un cadáver encuentra migas de pan.
La brújula apunta hacia el mar, la costa de los acantilados. Deberá llegar hoy mismo, se siente sin fuerzas. Camina despacio, con el cuerpo denso, y el barro congelado penetrando la carne. La mirada se pierde, el calor escapa de sus labios resecos, caminar tanto ¿para qué? ¿Ir hasta allá para qué? Una sombra aparece en la lejanía, le hace señas entre la espesura y el viento helado. Piensa que lo descubrieron.
La sombra grita su nombre. Él empieza a correr, con los pulmones acalambrados, en dirección contraria. Le duele la cabeza. Ya lo encontraron, ya los commandos descubrieron su plan. Lo van a cazar. Corre, pero las piernas no le responden. Tarda en comprender que no sabe sí está en el camino correcto hacia la barraca del mástil. Pero no importa, debe resistir. En la huida cae, agotado. Respira profundo por última vez el aire congelado de las islas. Imagina que Mateo lo levanta del barro, feliz de haberlo encontrado. Imagina que lo alimenta y abraza, le contagia un calor humano que nace del pecho. Imagina que juntos escapan de esos marines que los persiguen y llegan a la barraca de guarniciones de los oficiales, donde comienzan a reclutar compañeros para dar vuelta la rendición a través de radios. Luego los aviones argentinos bombardean, y ellos reciben condecoraciones por su valentía. Los declaran ciudadanos ilustres de las islas recuperadas.
Pero nada. A nadie le importa lo que haga.
Cuando despierta, dice que tiene mucho frío. La enfermera en Comodoro Rivadavia le dice que se calme, que esté tranquilo, que ya le van a pasar más medicación. Él repite que tiene mucho frío, que quiere mover las piernas, pero que no puede, tiene frio, las siente congeladas. La enfermera, una rubia amable, insiste en que ya va a pasar, que ya van a traer la comida y más calmantes. Es la primera vez que despierta, dopado varios días, alimentado por un tubo. Será por eso que ella le sonríe demás. Él sigue diciendo que tiene frío, pero no dice que también tiene muchas ganas de llorar. Sobre la mesita, está su reloj y un montón de medallas troqueladas, también una foto doblada. Sus únicas pertenencias. A sus pies, la bandera celeste y blanca, una tela hecha un bollo, la misma que robó y que quiso plantar en aquella tierra, como último acto de resistencia frente a la rendición.
Si mira más lejos, si mueve un poco la cabeza adolorida, puede ver a otros compañeros amputados, en esa sala común, inmensa, infinita, que está llena de jóvenes soldados heridos. Moribundos.
Autor: Javier Gervasoni
Foto de Diego Osses
Aficionado a la fotografía analógica, utiliza este medio de expresión como un espacio para desarrollar su creatividad a través de ejercicios con diferentes rollos, lentes y temáticas que van desde el retrato hasta lo más onírico y fantástico; aún en busca de un estilo que lo defina.
Actualmente reside en el territorio de Temuko en donde ha montado dos exposiciones, también como ejercicios que forman parte de su crecimiento en el mundo de la fotografía.
Otros datos de menor importancia que completan su perfil: Nació bajo el signo cardinal de cáncer el 87', aunque no cree en la adivinación estudia el tarot marsellés hace diez años, prefiere la cerveza negra. Tiene dos gatos.
Sus trabajos pueden verse en Instagram @dobleosses
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