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Demonios Cotidianos


Un sábado cualquiera. Tres de la mañana. Dos amigas terminan de tomar unas cervezas y deciden volver a su casa. Ninguna vive demasiado lejos del bar. Pero era tarde, y quince cuadras pueden ser una gran distancia para una chica sola.


Una tomó un taxi, y la otra decidió caminar. Los pubs, los autos y los jóvenes que estaban dando vueltas por las calles le dieron confianza.


Dos cuadras después, en una esquina, esquivó a un muchacho con una botella en la mano. Apenas le dio importancia, ni se molestó en mirarlo a la cara.


Siguió caminando, ya adentrándose en la parte menos transitada del barrio. Un hombre venía vociferando detrás de ella. ¿Será el de la botella?, se preguntó. Al principio pensó que hablaba por teléfono, porque nadie le respondía. Después se dio cuenta. Le estaba diciendo algo.


Afinó el oído, pero sin necesidad, porque ahora la voz se escuchaba nítida. Nítida y cercana.


——Date vuelta.


El tono conciso, entre amistoso y socarrón con el que hablaba el hombre, la asustó más que cualquier otra cosa.


——Dale, mirame.


Ella apretó el paso, pero no demasiado. No quería que se note su inquietud. Cuando llegó a la esquina, cruzó la calle, esperando perder al hombre. Nunca se dio vuelta. Tampoco escuchó que la siguieran.

En la vereda de enfrente trató de buscar al dueño de la voz. Miró alrededor de reojo. Nadie a la vista. Nadie. Ni personas, ni autos. Nadie. Nada. Solo escuchaba el eco de sus pasos.


El desconcierto tapó su temor, y siguió caminando. Las calles le resultaban más largas y oscuras que de costumbre, pero asumió que era por su cansancio. Estaba empezando a relajarse, cuando escuchó otra vez.


——¿No querés darte vuelta y mirarme?


Empezó a caminar más rápido. Agarró las llaves de su casa para tener algo con qué defenderse si la situación empeoraba. Aunque, en realidad, sabía que probablemente no le iban a servir para nada.


——No te quiero dejar sola. Quiero cuidarte.


Estaba a tres cuadras de una avenida. Las avenidas significaban gente, significaban ruido, significaban luz, incluso a las tres de la mañana. Tenía que resistir.


—— ¿¡No ves que te pueden pasar cosas si estás sola!?


En la calle no había un alma. Solo ella, sus pasos, y este hombre, esta voz. Parecía como si todos se hubiesen ido a dormir, incluyendo a la ciudad, que estaba vacía como un gran cementerio. Pero, ¿los cementerios están vacíos?


——¿Por qué no te das vuelta? No te voy a dejar sola—— repetía la voz.


Dos cuadras. Sólo le quedaban dos cuadras. Casi estaba trotando.


Mientras avanzaba, miraba los ventanales espejados de los edificios, tratando de ver quién la seguía, pero sólo vislumbraba su cara de pánico. ¿Por qué no podía ver a nadie más si la voz se sentía tan, tan cerca? ¿Por qué no escuchaba otros pasos en el silencio de esa calle olvidada?


Tenía que seguir caminando, mirar al frente, y no dejarse convencer. Sabía que si se daba vuelta, y se enfrentaba a lo que sea que estaba detrás suyo, iba a perder. Y no quería averiguar qué.


——Mirá que hasta acá llegamos y no te queremos dejar. ¡Date vuelta!—— le ordenó la voz.


Estaba a una cuadra de la avenida. Cien metros. Podía ver la luz de los faroles y el cartel resplandeciente de un bar -Orfeo-, prometiéndole seguridad.


La voz también lo sabía, y perdió toda su pretensión de humanidad. Ahora escuchaba un coro de voces, todas graves y rasposas, gritándole, ordenándole que se diera vuelta.


Corrió los últimos metros que la separaban de la avenida, mientras las voces la perseguían como un enjambre de abejas salvajes. Supo que había llegado cuando lo único que escuchó fue el silencio. Sintió como si hubiese salido a la superficie después de estar un rato largo debajo del agua. Durante cinco largos segundos, el tiempo pareció detenerse. Había luz, pero nada más.


Lo meditó unos instantes, y se dio vuelta. Por supuesto, no había nada, ni nadie. Sólo una calle, oscura pero ordinaria. No había huellas del horror que había pasado. Miró su reloj, eran las cuatro de la mañana. Había tardado una hora en hacer siete cuadras.


Un grupo de chicos salió del bar. El contraste entre su miedo y su alegría la impresionó. Pasó un auto. La ciudad volvió a la vida. Lo que sea que le había sucedido, había terminado.


Hizo lo único que podía hacer, siguió caminando. En diez minutos llegó a su casa. Solo cuando cerró las puertas y se metió debajo de las sábanas, se tranquilizó. Suspiró y se dijo que tuvo suerte. Después de todo, podría haberla perseguido algo mucho más peligroso que unas voces de ultratumba, algo que no desaparece al llegar a una avenida ni le teme a la luz: un hombre de carne y hueso.


 

Autora: Sol Olivera




Imagen de Catherine Stephani Echeverría Azocar

Nacida en la ciudad de Temuco, Chile en 1998. Artista, creadora de obras pictóricas y audiovisuales. Estudio la carrera de Licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Católica de Temuco, Chile. Actualmente reside en la misma ciudad y ha desempeñado divrsos talleres de educación artística y exposiciones colectivas en diversas zonas de la Araucanía, Chile. El cuerpo, la mirada, la violencia y el sentir. Son los temas de desarrollo de sus obras como foco de reflexión y debate en torno a los mismos. Instagram: catherine.ea_art

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